Pablo Neruda, el chileno premio Nobel de Literatura, conocía y quería a la gente de los pueblos chicos y de las aldeas. Cuando en España fue a dar una conferencia a una localidad del interior, junto a Federico García Lorca, los dos se sorprendieron porque nadie los fue a recibir a la estación de trenes. Y cuando llegaron, caminando solos, al salón en donde la charla se daría, no solo no los reconocieron sino que estuvieron largo rato explicando que ellos eran, efectivamente, los esperados literatos que animarían la tarde.
Es que, como les dijo un sincero organizador: “Es que nosotros esperábamos que viniérais vestidos de poetas. Y no así...”. García Lorca, quizás el más grande poeta que España alguna vez viera, le dijo, casi en secreto, al oído del asombrado hombre: “¿Sabe lo que pasa? Nosotros dos venimos así nomás vestidos porque somos de la Poesía Secreta”.
Y es que la gente tenía y todavía tiene en su mente, en general, una idea de cómo debe vestirse un escritor o un poeta, si es posible, llevando barba, lentes, boina y hasta la más fina y sofisticada de las pipas.
Por eso, cuando Neruda y el famoso escritor español Rafael Alberti vivieron en casa del Dr. Aráoz Alfaro, en Villa del Totoral, a 80 kilómetros al norte de Córdoba, la pasaron bien, entre sus gentes simples y auténticas, por varios años.
Neruda compuso allí ocho de sus odas, entre 1955 y 1957. A esa casa la llamaban El Kremlin, porque por allí pasaron el Che Guevara, Ernesto Sábato, el famoso pintor y escultor español Joan Miró, el escritor José Donoso, Raúl González Tuñón, Dolores Ibárruri (la dirigente comunista y feminista, de origen vasco, conocida como La Pasionaria) y muchas figuras de la política de izquierda, ya que el médico tucumano Aráoz Alfaro era, por entonces, el apoderado del Partido Comunista.
Este reconocido profesional era hijo de uno de los fundadores de la Pediatría Argentina, el profesor Aráoz Alfaro, dueño de una estancia a la salida del pueblo. Muy cerca de esta casa estaba una en donde vivían miembros de la más dura y conservadora derecha tucumana, los Rusiñol Frías, a la que los lugareños llamaban El Vaticano.
Con una estatua de Pablo Neruda y del gran Rafael Alberti a metros de su verde plaza, frente al Café Petit, en Villa del Totoral, los fantasmas de las historias de tanto intelectual talentoso, están en cada esquina.
En cada casona antigua blanca de cal y calcinada de sol y roja de tejas musleras, al alcance del viajero curioso, del visitante sagaz. Siempre presentes, esos recuerdos tan firmes del paso de tanto personaje increíble marean, embriagan, ilustran y enseñan. Y eso es algo que siempre está bien.
(*) Autor de cinco novelas históricas betsellers llamadas saga África.