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PANORAMA INTERNACIONAL

De la utopía de La Moneda a las esquirlas globales de la guerra

La esperanza que en la mayoría de los chilenos despertó este viernes la asunción como presidente de Gabriel Boric contrastó con la desesperación y la incertidumbre de cientos de miles de civiles forzados a un éxodo masivo en Ucrania. Postales de un mundo convulsionado y desigual.

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Gabriel Boric asumió la presidencia de Chile con solo 36 años. | EFE

Estaba llamado a ser uno de los acontecimientos políticos de la región con más repercusión internacional en esta parte del año. Su llegada al Palacio de La Moneda estuvo cargada de simbolismos y precedida por una serie de acontecimientos que sacudieron la historia más reciente de su país.

Sin embargo, la guerra que nadie podía imaginar en su dimensión actual aquel domingo 19 de diciembre -cuando se convirtió en el presidente electo más joven de la historia de Chile-, eclipsó la cobertura que los espacios informativos de la aldea global le habían reservado.

Gabriel Boric, el joven de 36 años nacido en Punta Arenas que hace apenas una década ganaba las calles y lideraba junto a otro puñado de dirigentes los reclamos de miles de estudiantes, asumió en reemplazo de Sebastián Piñera. La salida del empresario y ex líder de la derecha chilena, cuyo segundo mandato ha sido calificado como el peor gobierno desde que hace 32 años se recuperó la democracia, marca también el adiós a un esquema de partidos y coaliciones. Esas fuerzas guiaron los destinos del país tras el final de la dictadura que encabezó Augusto Pinochet, entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.

Otra generación. La llegada de una nueva generación al gobierno, como antes la irrupción en el Congreso de la “bancada estudiantil” que formaron, además del propio Boric, Giorgio Jackson, Camila Vallejo y Karol Cariola (algunos de los cuales integran el flamante gabinete), representa mucho más que un simple recambio de nombres.

El nuevo Ejecutivo es el primero surgido de las urnas tras el estallido social de octubre y noviembre de 2019, cuando el mentado “modelo chileno” implosionó en medio de protestas que detonaron con un aumento en el precio del boleto del metro pero arrastraban años de demandas contra un sistema cada vez más desigual y excluyente.

“Si no hubiera sido por las movilizaciones no estaríamos acá”, afirmó el nuevo presidente chileno a poco de asumir.

No lo tendrá fácil Boric y su joven equipo integrado por mayoría de mujeres. Los factores de poder económico, ligados a la derecha, no vacilarán en su intento de marcarle la cancha si algunas de las reformas con cuya promesa llegó al poder amenazan viejas estructuras.

El Congreso, fragmentado y convertido quizá en el bastión desde donde la “vieja política” intentará resistir, le obligará a buscar consensos. Algo que ya puso en práctica cuando, tras perder en el primer turno frente al ultraderechista José Kast, tejió alianzas con sectores progresistas y de centroizquierda de cara al balotaje que ganó con el 56 por ciento de los votos.

Atrás quedaron los tiempos en que Boric fustigaba a la derecha de Renovación Nacional y de la UDI, pero también a la que consideraba parte de la Concertación que gobernó 24 de los últimos 32 años. En Apruebo Dignidad, que incluye al Partido Comunista, la Izquierda Autónoma,  y otros sectores, deberá sumar a socialistas y sectores progresistas democristianos.

Citas claves. Para medir su capacidad de articular consensos, el desafío inicial será el plebiscito de salida en el que Chile acudirá obligatoriamente a las urnas para dar su apoyo o rechazo a la nueva Constitución que debería sepultar a la establecida en 1980, en plena dictadura.

Esperanza fue la palabra dominante en los reportes del nuevo presente chileno. Informes que atravesaron la cordillera rotulaban a Boric como un “moderado” o trazaban el perfil de una “nueva izquierda latinoamericana”, más cercana a la socialdemocracia y “menos populista”. Tampoco faltaron quienes, en cambio, advirtieron sobre los riesgos de que sus pasos se radicalicen a la hora de tomar medidas. Categorizaciones, preconceptos y estigmas que el propio Boric refutó con gestos y palabras.

Así, prometió la defensa innegociable de los derechos humanos, dijo que su país necesita redistribuir las riquezas y evocó a Salvador Allende desde un balcón de La Moneda, no muy lejos de donde el médico socialista eligió quitarse la vida antes que entregarse a los golpistas. De Allende fue una cita elegida para cerrar su mensaje con palabras que, casi 50 años después, resonaron de otro modo en una plaza colmada: “Estamos de nuevo abriendo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, el hombre y la mujer libre para construir una sociedad mejor. ¡Seguimos; viva Chile!”.

Destrucción y éxodo. Mientras el inicio de una “nueva era” se plasmaba en una jornada cívica festiva en Valparaíso primero y Santiago después, a miles de kilómetros, en la Ucrania invadida y bajo asedio de Rusia se repetían el estruendo de las bombas y el escalofriante ulular de sirenas alertando sobre la inminencia de nuevos ataques.

Más de dos semanas después de que el presidente ruso, Vladimir Putin, anunciara que había ordenado operaciones contra “objetivos militares” en territorio ucraniano, la guerra suma víctimas civiles, entre muertos y heridos. Y más de dos millones y medio de personas, en su mayoría mujeres y niños, se han visto forzados a un éxodo que ha dejado miles de desgarradoras postales en fronteras o estaciones de trenes abarrotadas por quienes huyen del horror.

En el teatro de operaciones, los tiempos del avance ruso sobre su vecino no parecen haber sido los imaginados por los estrategas en Moscú.  El presidente ucraniano, Volodomir Zelensky, en apariciones por TV cargadas de detalles casi cinematográficos, sigue instando a sus compatriotas a resistir, apostando a una guerra de guerrillas que haría menos ostensible la diferencia de poderío bélico pero prolongaría el conflicto.

Una guerra prolongada, alegan voces oficiales en Kiev, debilitaría a Putin no solo por los tropiezos de su ejército sino también porque los efectos de las sanciones impuestas por la Unión Europea y Estados Unidos comenzarán a sentirse con más virulencia entre los ciudadanos rusos, creando un “frente interno” de descontento y desaprobación hacia quien los ha gobernado durante casi todo este siglo 21.

Otras visiones aducen en cambio que, bajo presión, la ofensiva rusa puede acelerarse y el escenario de destrucción y víctimas agravarse hacia un conflicto de mayores proporciones. Pero un epílogo cruento o de tierra arrasada en Ucrania también podría representar un revés para una potencia militar a la que la comunidad internacional ya ha condenado como agresora.

Fuego verbal cruzado. La escalada continúa con acusaciones y amenazas. El gobierno de Zelensky, a través de un video que simula un eventual bombardeo a París, indica que si Ucrania capitula, los próximos blancos serán los países de la Unión Europea. Y para evitarlo reclama a la Otan que cierre el espacio aéreo ucraniano o suministre aviones para defenderse y contraatacar.

Rusia avisó que cualquier convoy occidental que traslade armas u otros elementos en apoyo a las fuerzas ucranianas será considerado también como objetivo militar y pasible de bombardeos.

El presidente estadounidense, Joe Biden, advirtió que cualquier ataque ruso a un país de la Otan tendrá respuesta, aunque poco después repitió que la Alianza no intervendrá directamente en Ucrania porque ello supondría el inicio de la Tercera Guerra Mundial.

Sobre una Tercera Guerra Mundial también habló antes en la ONU el canciller ruso, Sergei Lavrov, quien dijo que si se llegara a ese extremo sería un conflicto nuclear. El Kremlin exigió a Washington que explique su papel en casi una treintena de laboratorios de Ucrania donde Moscú denunció que podría haberse experimentado desarrollar armas biológicas.

Al reclamo, que se trató esta semana en el Consejo de Seguridad de la ONU, prestó aval el gobierno de China, país al que muchos consideran que puede tener la llave de una salida negociada.

Estrategias y conveniencias. Hasta aquí, la estrategia de Putin parece haber dejado a Ucrania más cerca de la UE que ocho años atrás, cuando ocurrió el Euromaidán. Y aunque no se puede decir que haya empujado a sus vecinos a la Otan, sí ha permitido a esa alianza militar recuperar algo de su alicaída imagen en el concierto internacional tras sus últimas intervenciones en Medio Oriente y el norte de África.       

Parece prematuro afirmar que las sanciones impuestas a Moscú lograrán esmerilar la figura de Putin entre los poderosos oligarcas y la población rusa al punto de obligarlo a negociar. O que el heroísmo que declama y pide Zelensky no condenará a más inocentes.

Mientras, el tablero de la geopolítica o los intereses globales ofrece sorpresas y las esquirlas de esta guerra hacen trizas preconceptos, estigmas y posicionamientos ideológicos. Lo demuestra la misión que enviados de Estados Unidos tuvieron frente al gobierno de Nicolás Maduro.

Ya sea en busca del petróleo venezolano o de limar el vínculo entre Caracas y Moscú, Biden tomó como interlocutor válido a quien ocupa el Palacio de Miraflores y no al autoproclamado y hasta hace horas bendecido por Washington, Juan Guaidó.

La Realpolitik al desnudo que exhiben líderes de las potencias más poderosas sin pudor contrasta con las utopías que desempolvó el viernes un discurso pronunciado en La Moneda.