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El humor al poder

Deber es un deber

9-8-2020-Barbijos
Algunos comerciantes habrían prometido que, si los dejaban abrir, iban a atender disfrazados de Darth Vader. | CEDOC PERFIL

En medio de las tristes noticias que acarrea la pandemia, la novedad de un acuerdo de Argentina con sus acreedores externos fue un islote de esperanza en un océano más furioso que Mario Pergolini contra la ley de teletrabajo. En los términos de la negociación, es como si a una persona que empieza a padecer calvicie le garantizaran que no se le caerá todo el pelo de golpe, sino que lo irá perdiendo de a poco: tarde o temprano, vamos a quedar pelados igual, sólo que así dispondremos de más tiempo para ahorrar hasta poder pagar el implante. Metáforas aparte, evitar el default insufló la cuota de oxígeno que necesitaban muchos gobernantes que ya estaban a punto de conectarse al respirador artificial.

Pero la alegría nunca es completa, porque mientras esto sucede en el campo de la economía, en la política se empieza deshilachar ese bloque monolítico que se había conformado al comenzar la cuarentena entre los dirigentes responsables de gestionar, cualquiera fuese el partido al que pertenecieran. Cinco meses después, afloran gobernadores rebeldes, intendentes rebeldes y hasta encargados de protocolo rebeldes, hartos estos últimos de comprar alcohol en gel en cantidades que permitirían desinfectar el Riachuelo. “En mi guardarropa ya tengo más barbijos que camisas”, se quejaba uno de ellos en una videollamada, en la que se lo veía luciendo un tapabocas con la imagen de un grupo de pop coreano.

Empujados por la presión de los comerciantes, los responsables de los destinos de Marcos Juárez –Pedro Dellarossa- y Bell Ville –Carlos Briner- han desafiado las decisiones del COE, que a esta altura ostenta más autoridad que el Tribunal Supremo de la Haya. Podría entenderse que se animaron a “ponerle el cascabel al gato”, pero como ambos responden a Cambiemos sería desaconsejable usar esa expresión. Desde el Panal dicen que prefieren aplicar “paños fríos” a la situación para que no se desate “una fiebre” de rebeliones, pero tampoco esas figuras del lenguaje parecen atinadas porque podrían herir sensibilidades en el momento pandémico que se vive.

Hay otros funcionarios que prefieren conservar la calma y respetar las indicaciones, entre otras cosas porque temen que una actitud beligerante contra la cuarentena se les pueda volver en su propia contra. “Mirá lo que les pasó a Jair Bolsonaro y Boris Johnson, que se hicieron los valientes y el Covid los puso en caja. Con la mala racha que traigo, seguro que organizo una marcha contra el aislamiento por el coronavirus y me termino agarrando una culebrilla… ¡o sabañones!”, me contó apesadumbrado un intendente de un localidad en Fase 1, donde los dueños de algunos negocios habían prometido que, si los dejaban abrir, iban a atender a sus clientes enfundados en un disfraz de Darth Vader.

Por supuesto, hay quienes le ven el costado comercial a las necesidades y empiezan a ofrecer barbijos mágicos impregnados en pachuli o mascarillas de cuero y látex dirigidas al creciente mercado de los sadomasoquistas. Por lo bajo, me hicieron saber que unos puesteros que trabajaban en el Parque Las Heras, se habrían reconvertido y estarían dedicándose a la venta callejera de protectores faciales que, además de oponer una barrera al acechante virus, también ahuyentarían el mal de ojos, facilitarían en los destrabes amorosos y, por lo ajustado de sus elásticos, obligarían a quienes sufren de sobrepeso a ser más estrictos en su dieta.

Por otra parte, a un economista que está haciendo un taller virtual de artes plásticas para dibujar mejor las cifras, le propuse implementar un impuesto al tapabocas para duplicar los ingresos recaudatorios: el que no lo usa paga multa y el que lo usa paga un tributo (ley pareja no es rigurosa). Porque, después del acuerdo, llegará alguna vez el momento en que habrá que empezar a devolver lo que nos han prestado. Y como los tenedores de la deuda no van a aceptar que les paguemos con yaguaretés recién sacados de la imprenta, todos sabemos muy bien de dónde va a salir ese dinero. “Si hay crisis, que no se note”, me decía mi abuela mientras remojaba en lejía un calzoncillo viejo para después cortarlo y usarlo como servilleta.