El último informe de Mercado de Trabajo del Indec arrojó un dato que, en otro contexto, invitaría al optimismo: la tasa de desocupación se ubicó en el 6,6% en el tercer trimestre del año, 0,3 puntos porcentuales por debajo del registro del mismo período de 2024. El dato parece bueno, pero esconde un deterioro profundo en la calidad del empleo.
La desocupación cayó porque el empleo creció por encima de la Población Económicamente Activa. El problema es que ese crecimiento no se dio a través del empleo formal, sino del cuentapropismo informal. El empleo asalariado registrado permanece estancado y la informalidad ya no se expande mediante el trabajo “en negro” dentro de empresas, sino a través de una masa creciente de personas que salen a generar ingresos por su cuenta, muchas veces sin siquiera estar inscriptas en el Monotributo. Se trata, en la mayoría de los casos, de ocupaciones de muy baja productividad, sin protección social y con ingresos inestables.
Este fenómeno refleja la dificultad de las empresas —especialmente las más chicas— para absorber trabajadores cumpliendo las normas. Cuando contratar es demasiado costoso o riesgoso, el empleo no desaparece: se desplaza hacia el cuentapropismo.
La mirada de más largo plazo confirma que este es un fenómeno estructural. Desde hace más de dos décadas, las empresas formales no aumentan su nivel de empleo. En este contexto, el oficialismo ingresó al Congreso un proyecto de reforma laboral de amplio alcance. El objetivo central del proyecto es promover la formalización del empleo y sentar las bases para una mejora en la calidad del trabajo.
¿Dónde está la informalidad?
Las expectativas puestas en la reforma son elevadas. Al punto que se decidió postergar la discusión de la reforma previsional bajo el supuesto de que una mayor formalización laboral permitiría mejorar la situación financiera del sistema jubilatorio. En otras palabras, se confía en que el proyecto impulsará un proceso tan masivo de blanqueo del empleo que se podrá cubrir los déficits del sistema previsional.
Sin embargo, cuando se observa la estructura del mercado laboral, surgen dudas relevantes. Según el Indec, el 40% de los asalariados del sector privado trabaja en la informalidad. De ese total, el 80% se desempeña en empresas con menos de 10 trabajadores, el 16% en firmas de entre 10 y 100 empleados y apenas el 4% en empresas de más de 100 trabajadores. La informalidad asalariada, por lo tanto, no es un problema de las grandes empresas, donde su incidencia es marginal, sino un fenómeno concentrado casi exclusivamente en micro y pequeñas unidades productivas.
¿Logrará el proyecto cumplir su objetivo?
El proyecto se integra por unos 200 artículos que cambian puntos muy diversos de la normativa laboral. Dada su complejidad, llama la atención la liviandad con que se presentan análisis simplistas. Dado lo masivo del empleo informal, llama la atención la hipocresía con la que se habla de defensa de los derechos laborales.
En una evaluación objetiva aparecen una multiplicidad de consideraciones. Probablemente, la más importante es la poca sensibilidad que tiene respecto a dos problemas centrales que afectan a las empresas más pequeñas, es decir el segmento donde más márgenes hay para blanquear trabajadores: a) lo inaplicable que resultan para este segmento productivo los convenios colectivos de actividad, diseñados históricamente en función de las empresas más grandes y obsoletos tras décadas sin actualizaciones profundas y, b) las muy altas cargas sociales, que encarecen significativamente la contratación formal.
En materia de negociación colectiva, una alternativa razonable sería establecer que los convenios colectivos de actividad no sean obligatorios para las empresas de menos de 10 trabajadores. Para este tipo de emprendimientos, donde las diferencias entre empleador y trabajador son menores que en una empresa más grande, es más realista y pertinente exigirles que cumplan con la legislación laboral general. Es mucho mejor para el trabajador y la empresa cumplir con las leyes que incumplirlas como ocurre en la actualidad.
En el mismo sentido, para las situaciones intermedias que se presentan en las empresas medianas, sería conveniente habilitar la posibilidad de desvincularse del convenio sectorial y celebrar convenios de empresa con sus trabajadores adaptados a su realidad productiva.
Respecto de las cargas sociales, la forma más directa y fiscalmente menos costosa de aliviar a las empresas más chicas es introducir un mínimo no imponible sobre la masa salarial para las contribuciones patronales. El Consejo de Política Social, organismo que integra el propio gobierno, propuso un mínimo no imponible de 5 millones de pesos mensuales, es decir que las empresas con una masa salarial inferior a ese monto no pagan contribuciones patronales y la que los superan pagan por el excedente. Según el Consejo tendría un costo fiscal del orden del 0,23% del PBI, sensiblemente menor al que demandaría el Fondo de Asistencia Laboral, calculado en torno al 0,5% del PBI.
Evaluado con objetividad y realismo, el proyecto contiene muchas disposiciones que van en el sentido correcto y muchas cosas por mejorar. Entre ellas, probablemente la principal sea su poca sensibilidad a los problemas principales que afectan a las empresas más chicas. El Congreso tiene la oportunidad de corregir esta omisión. Lo puede hacer permitiendo que las empresas más chicas se liberen de los vetustos convenios colectivos sectoriales y estableciendo un mínimo no imponible para las contribuciones patronales.
(*) Economista de Idesa