La cordobesa Stella Maris Botta fue una de las 13 enfermeras que estuvo en el hospital reubicable instalado en Comodoro Rivadavia durante la guerra. En un alambre que cruzaba el hangar colgaban los sueros y en el suelo ubicaban colchas, una al lado de la otra, para esperar a los heridos que llegaban desde las islas Malvinas. Recibían un promedio de 30 soldados por día.
En abril de 1982 Stella tenía 23 años. Trabajaba en el escuadrón Sanidad de la Fuerza Aérea. Fue la única cordobesa que dijo que sí quería participar en la guerra. “Vi llegar jóvenes amputados y quemados. Me acuerdo de un chico al que le había explotado una bomba y había quedado ciego. Llegaban desesperados, desnutridos, con miedo y frío. Nosotras teníamos que curarlos y contenerlos. Durante la noche algunas enfermeras decaían y teníamos que animarlas, pero no contábamos con mucho tiempo porque siempre sonaba la alarma, nos buscaba la ambulancia y nos llevaban de vuelta al hangar. Fue muy difícil nuestra tarea porque el hombre no estaba acostumbrado a trabajar a la par de la mujer”, cuenta Botta.
Las enfermeras usaban uniformes y cascos. A veces incluso tenían que portar armas, pero nunca las usaron. Todavía no cobran pensión ni son reconocidas como veteranas de guerra por las tareas que realizaron durante el conflicto bélico. En el libro Mujeres Invisibles, Alicia Panero cuenta que de las más de 24 mil pensiones de veteranos de guerra que paga el Estado no son más de 10 las mujeres beneficiadas en esa categoría. Botta regresó a Córdoba el 18 de junio de 1982, cuando la guerra había terminado. Al igual que las otras enfermeras guardó todo lo que vivió hasta 2014, cuando se publicó el citado libro, a través del cual volvieron a encontrarse y a ponerle voz a otro capítulo de la historia sobre la Guerra de Malvinas.
