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VÍCTIMA DE TRATA

Verónica, del peor infierno al cielo posible de los acorralados

Tenía 13 años cuando fue secuestrada a plena luz del día en La Cañada, y luego ultrajada, golpeada y atormentada para convertirla en prostituta. De la trata de personas la rescató la Policía a los 16, pero la adversidad la siguió como su sombra. Hasta que la escuela Alegría Ahora le abrió una puerta a la educación y a la dignidad.

Víctima de trata
VERÓNICA HOY. | MARU APARICIO

Antes de que terminara de abrir los ojos, todo lo que su conciencia pudo reconocer fue un inmenso dolor que le aguijoneaba cada uno de los pedazos de su cuerpo y que se hundía hasta en lo profundo de sus rincones, bien adentro. 

Cuando finalmente los abrió, apenas si alcanzó a verse tirada en un colchón en el piso, con su desnudez manando sangre de todas sus fuentes: ahí nomás, un puñetazo le aplastó la boca y los sentidos.

Verónica no tenía noción de cuántas horas, días, había pasado desmayada mientras la violaban, la pateaban, la trompeaban. Pero no tuvo tiempo de lamentarse ni por los dolores ni por la virginidad arrebatada con tanta ferocidad: el espanto recién empezaba. El tipo que estaba en la habitación y que acababa de darle el nuevo puñetazo, le dijo: “Ahora vas a trabajar para mi. No vas a hablar con nadie. Y si no hacés lo que te digo, te voy a reventar a vos y a tu familia”.

Verónica tenía apenas 13 años y, aunque ya tenía noticias de la maldad, no conseguía orientarse en esa sórdida versión del infierno que latía aquí nomás, en las penumbras de las calles cordobesas. 

Durante el próximo mes, tendría su larga e intensa ración diaria de palizas y violaciones, de parte del ‘cara lisa’ (proxeneta) con la colaboración de su ‘perro’ (ayudante cómplice), hasta que dejaron que se disiparan un poco sus moretones para pararla en la puerta de un prostíbulo, en avenida Juan B. Justo y las vías.

No sólo el primer cliente fue un tormento, sino todos los que siguieron: “La mayoría estaban alcoholizados, drogados, me pegaban, me verdugueaban. Con ningún cliente fue lindo. Con ninguno. Por más bien y suave que me tratara. Yo no lo quería; no era mi vida, no la había elegido”. 

Y lo dice con la rabia y la congoja de haber sido una cosa: es su contundente mirada sobre los clientes, la otra punta de la trata, los que la hacen posible.

 

“Un ‘pum’ en la cabeza”

Cada recuerdo doloroso no sólo tiembla en sus labios e inunda sus ojos, sino que su viejo filo sigue rasgando la piel de ese etéreo cofre donde se guarda la condición humana y lo que la vida ha hecho con ella. Hay quienes lo llaman alma.

La gran pesadilla comenzó un día de 1994. “Hacía calor, eran las cuatro de la tarde, yo caminaba por la Cañada y en la esquina con Fructuoso Rivera paró un auto con una pareja grande. Me preguntó una dirección. Le dije y el hombre me hacía señas de que no me escuchaba. Cuando arrime la cabeza a la ventanilla, sentí un ‘pum’ en la cabeza. Y no supe más nada, hasta que desperté en esa pieza. Me reventaban, me violaban, me hacían tomar cocaína hasta atorarme”.

Había vivido y crecido cerca de esa esquina donde un manotazo la sumergió en la trata de personas, una pesadilla que ya jamás podría quitarse de encima

Su infancia en la vieja casa de barrio Bella Vista la pasó junto a sus siete hermanos, madre, padrastro, abuela, primos y tíos. “Fue de terror. Mi mamá trabajaba y el señor que era mi padrastro, cuando yo tenía siete años, me encerraba en la cocina y me manoseaba. Mi madre no me creía cuando se lo decía, se enojaba y me echó muchas veces de la casa”.

Entre los momentos más terribles de los años de su secuestro, la estremecen como pocos las noches en que el ‘cara lisa’ y su mujer la obligaban a subir a un Fiat 600 y rondar por las salidas de los bailes y boliches, en busca de una chica sola y extraviada por el alcohol o alguna droga. Le mostraban un cuadro familiar para convencerla de que la querían ayudar; si accedía a subir, pasaba a ser secuestrada. En algunos casos, ya estaba vendida a proxenetas de otra provincia.

Verónica misma ya había sido vendida a un burdel de La Rioja, pero la noche antes de que vinieran a buscarla un cliente extraño se presentó en la puerta del prostíbulo. “Me dijo que disimulara, que era policía, pero yo creía que era una trampa. Cuando le señalé al ‘cara lisa’ que vigilaba desde la vereda de enfrente, aparecieron un montón de policías de los techos, de otros autos…”.

Ya tenía 16 años cuando fue rescatada. Pero la adversidad estaba lejos de esfumarse: cuenta que su madre no la recibió en su casa, que no alcanzó ninguna protección como víctima de trata, que tuvo que enfrentarse a un duro careo con su secuestrador (“Mario Peralta se llamaba, le decían ‘Pelado’”, cuenta), quien moriría en prisión. Mientras tanto, y en los días en los que dormía sobre el pasto de la plaza que está detrás de la Terminal de Ómnibus, volvió a la prostitución para sobrevivir. 

Muchas cosas pasaron hasta que llegó su primer hijo, Joaquín (hoy 17 años), cuando tenía 21 años. Y muchas más seguirían pasando: drogas, violencia de género, necesidades extremas.

Pero empezó a dejar la prostitución: durante muchos años salió a pedir casa por casa por barrio Colinas de Velez Sarsfield, vendió ropa, limpió casas…

Y llegaron más hijos, hasta sumar cuatro “bendiciones”: Gabriela (13), Luciano (11) y Mía (7). “Mis hijos son todo para mí. Los amo. Y ojalá el día de mañana ellos tengan la oportunidad de estudiar, para que sean alguien en la vida”, dice.

La educación, la falta de ella, era una debilidad que la angustiaba. “Fui hasta quinto grado de la primaria, pero aunque la maestra me hacía pasar de grado, no sabía ni leer ni escribir. No era la única: hay maestros que, en estos barrios, hacen pasar así nomás.Tuve que dejar de trabajar para una señora porque no sabía leer la lista de compras. Me daba vergüenza reconocerlo, entonces no iba a las reuniones de las escuelas de mis hijos o me escapaba cuando había que escribir algo. No tenía idea de qué decían las notas que mi hijo más grande me hacía firmar”.

 

Semilla de dignidad

Entonces, alguien le habló de la escuela Alegría Ahora (primaria para jóvenes y adultos), que entonces funcionaba en el club Bella Vista, y de su directora, Mónica Lungo, la inspiradora y estandarte de un proyecto que ha sembrado la semilla de la dignidad en pleno abismo social, a través de la educación. Y por si fuera poco, a través de la Fundación Alegría Ahora, acerca alimentos y asistencia a los alumnos y sus familias. 

“Hablé con Mónica, me dijo: empezá mañana. ‘¿Cómo?, no tengo con quien dejar los chicos, dije yo’. ‘Traelos, aquí son bienvenidos’, me contestó. No lo podía creer’”, cuenta ‘la Vero’, como le dicen en la escuela.

Así empezó una historia que ya lleva seis años y que le dio a Verónica la llave de la palabra, para encontrar atajos en la vida, para defenderse mejor frente a las acechanzas, las brutales y las sutiles.

Y en la escuela cantó, fue parte de alguna obra de teatro, hasta protagonista de un video y destinataria de una bella canción (‘Florece en los abismos’) que le compuso la talentosa música y cantante Guadalupe Gómez.

Incluso consiguió un trabajo: hace unos meses fue contratada para hacer la limpieza de la escuela; un empleo sencillo, de poco sueldo, pero que ayuda a apuntalar sus días.

Aun estos, atravesados de pandemia y cuarentena, que a los 39 años la encuentran 

otra vez en la vieja casa de Bella Vista, junto a tantos parientes. “Son días difíciles y me gustaría poder estar en otra casa, irme de este barrio”.

Mónica Lungo, presencia decisiva en esta etapa de su vida, subraya que Verónica nunca recibió ni reparación económica ni contención psicológica en su condición de víctima de trata de personas. Y que aún es posible e imprescindible hacerlo. 

“Por lo menos ahora tengo un trabajo. Mi vida cambió un montón. Pero cuando se me pasan esas cosas por la cabeza, es muy bravo, Imaginate que no tuve ayuda psicológica, que sola salí adelante. Y por suerte puedo contarlo”, apunta Verónica, con su fe, tan empecinada como sus dolores.

Mientras tanto, entre tanta adversidad cotidiana, quien la ha visto a Verónica sonreír en las aulas de Alegría Ahora, siente que tiene sentido luchar para alcanzar aunque más no sea el umbral de la dignidad. Es que cuando los que han vivido todos los instantes de su vida siempre con la guardia en alto, consiguen un espacio de mínima tregua, de abrigo y afecto, pueden entrever una noción de paz. 

Entonces, sí, es posible sonreír, con todos los dientes que se tengan.
Es más, Verónica hasta se anima a soñar con que algún día será maestra jardinera.

 

*Periodista