El fenómeno cultural que significa la llegada de voces ajenas a nuestra lengua (traducción) es tan relevante como la partida de voces de nuestra humilde llanura a otras regiones (extraducción): en el intercambio, que sigue siendo desigual, existe un efecto de enriquecimiento, de amplitud en la diversidad, tanto para el lector como para los escritores. Los traductores parecen invisibles, a la sombra de una obra reconocida o de un movimiento abrumador del mercado editorial, pero son parte responsable y fundamental: sin ellos el mecanismo dejaría de funcionar. Esto tampoco es ajeno a la tecnología; se están desarrollando programas de traducción automática a la par de los de escritura (Gonzalo León planteó semejante desafío en este suplemento el 17 de abril pasado, en su nota “La revolución de los libros escritos por computadoras”). Pero hay algo ahí, en la actividad del traductor, que le es propio, que subraya la imposibilidad de reducir y sistematizar la percepción humana.
¿Cuáles son las dificultades más recurrentes en la traducción literaria? Para Mariano Dupont (traduce del francés, inglés e italiano): “...lograr transponer a la lengua destino lo que el texto original le hace a la lengua fuente”. En el mismo tono, Gonzalo Aguilar (traductor del portugués), advierte: “...hay una cercanía entre los idiomas que puede resultar engañosa. A la vez, la sintaxis es muy diferente y eso plantea una gran dificultad. Para mí, un buen traductor debe ser, antes que nada, un buen escritor; si no, por más que sepa de idiomas, nunca podrá hacer una buena traducción”. Mientras que para Carla Imbrogno, quien traduce del alemán, “se trata de sentir el pulso del autor, escucharlo respirar e imaginar lo que él veía mientras escribía el original en cuestión: leer. Y después, reescribir”. Escritores velados en el pasaje de las lenguas, una tarea meticulosa que requiere del sutil manejo de la crítica, del pulso en la lectura de una obra, para superar la trampa de transferir significados. Vayamos a lo concreto en este oficio que enfrenta tantas dificultades: ¿qué escritor o texto resultó el más complejo al traducir? Para Laura Wittner, que traduce del inglés, “fue particularmente arduo traducir la novela Hermosos perdedores de Leonard Cohen, porque es una especie de canción, poema, rezo intrincadísimo hecho de las más disímiles referencias, donde se funden citas sin declarar con citas propias pero modificadas, inalcanzables subjetividades con datos históricos inverosímiles pero documentados, personajes perfectamente desarrollados con apariciones desconcertantes aunque siempre pertinentes”. Aguilar agrega su experiencia: “El año pasado, Damián Tabarovsky me pidió que tradujera A trombeta do anjo vingador para Mardulce. Aunque no soy un traductor profesional, después de Guimarães creí que ningún autor en portugués me estaba vedado. Pero fue un error, porque en Guimarães contaba con una abundante bibliografía crítica y hasta hay un Léxico de Guimarães hecho por Nilce Sant’Anna Martins que contiene casi ocho mil palabras. Con Trevisan estaba en el aire. Su arte de la elipsis es tan sofisticado que a medida que traducía pensaba: ‘Van a decir que el traductor tiene la culpa de que el texto sea ilegible’. Ahí estaba una de las peores tentaciones del traductor: hacer el texto comprensible, explicarlo, glosarlo”. Para Oliverio Coelho, que cotraduce del coreano: “Trabajo con algunos traductores coreanos nativos, a quienes les falta conocer el interior del idioma hacia el cual traducen. Esto se debe a que son muy pocos los hispanohablantes que se dedican a traducir. Y mi función, entendiendo un poco de coreano, es interpretar el castellano de los traductores y religarlo con el original. Una tarea hermenéutica, se parece también a la tarea de editor”. Pero eso no lo exime de los problemas, como con El hombre gris de Choi In-hun. “Llevamos más de dos años y cada capítulo insume meses de revisiones. Hay que reponer, por intuición, el tono y la poética del autor, desentumecer el idioma y la gramática, porque la traducción fue redactada por alguien para quien el español no es su lengua materna”. Para Dupont, lo complejo pasó por Céline y su Conversaciones con el profesor Y: “Plantea este desafío: ¿cómo trasponer la profundidad y la riqueza estilísticas del original (la música) sin recurrir a la traducción “de jerga a jerga”? Porque si traducís de jerga a jerga (algo que hace la mayoría de los traductores), lo que terminás haciendo es empobrecer, reducir, restringir y acotar la traducción. Entonces la cosa pasa por abrir el abanico lingüístico, no cerrarlo, y darle profundidad al texto desde la sintaxis, desde la velocidad... Pero sin hacer una traducción complaciente, que busca ‘clientela’, como dice Henri Meschonnic.”
¿Qué libros o autores perdieron su carga estilística y lingüística en la traducción? Señala Imbrogno: “El alemán ofrece la maravillosa posibilidad de unir muchas palabras en una sola. Y esta característica fomenta un vicio del traductor, que es una suerte de pretendida justicia poética: querer dar cuenta en la traducción de todas las imágenes contenidas en una sola del original. Pierde de vista el traductor que el significado de una palabra se modifica inmediatamente por el solo contacto con las otras (como pasa con las personas). La consecuencia es que a veces la traducción termina sobrecargada y hay que desentrañar el sentido de una frase en una jungla de atributos (que en el original sólo son partes de un nombre). Sin ir más lejos, se pueden encontrar ejemplos de esto en algunas traducciones de Nietzsche, Freud o Marx. Pero no digo que sea fácil traducir a estos grandes pensadores”. Recuerdo un planteamiento del psicoanalista y cineasta Mario Levin, discípulo de Masotta, que encontraba serias diferencias entre las traducciones del francés de los textos de Jacques Lacan porque contenían referencias a la traducción de un Freud que no existía en Buenos Aires, dando lugar a extraños malentendidos y conclusiones. Lecturas de lecturas de lecturas, cada una en su entorno musical. Esto remite a una comparación con las traducciones realizadas en España y a las diferencias con las realizadas en el resto del habla hispana; por caso, Wittner sostiene: “No creo que ‘las traducciones que se realizan en España’ se puedan juzgar en bloque. La dificultad más grande con las traducciones españolas suele estar en la tendencia a usar españolismos, que en la mayoría de los casos son evitables y a los lectores latinoamericanos nos condicionan la percepción del texto. Un ejemplo: las traductoras del hebreo Raquel García Lozano, Ana María Bejarano y Sonia de Pedro, que me han hecho tan disfrutable la lectura de Amos Oz, David Grossman y Abraham Yehoshúa. Bromeo cuando digo que no se les nota la nacionalidad, pero sí afirmo que son muy respetuosas de todos sus posibles lectores”. Para Dupont, el problema de Céline es todo un caso testigo: “En su mayoría, sus traducciones (salvo la de Néstor Sánchez de Muerte a crédito y alguna otra) no se pueden leer. Justamente por esto que digo: están traducidos de jerga a jerga. Y generalmente olvidando el oído”.
Ya es histórica la añoranza por la “época de oro de la traducción argentina” (¿1945-1975?), y no estamos lejos de un resurgir del prestigio de la profesión (ver recuadro “Maestros y notables del oficio”). La crisis en España, la diferencia de tipo de cambio, los planes de fomento de las traducciones de los cuerpos diplomáticos (Alemania, Brasil, Francia), parecen inclinar la demanda hacia nuestro país. Pero no migremos al problema editorial de la elección y la compra de derechos, salvo aclarar que es una “unidad de negocios” que avanza entre los grandes sellos editoriales y los agentes literarios, aumentando el volumen de trabajo pero no mejorando la situación de los traductores respecto del reconocimiento y los derechos de traducción. Según Dupont, “es un trabajo que, por lo general, requiere una especialización enorme, y las tarifas están muy lejos de acercarse a valores más o menos razonables”. Para Imbrogno, existe una leve mejoría: “Creo que hace diez años la situación era mucho peor que ahora. En lo personal advierto interés y reconocimiento crecientes en la tarea de traducir por parte de los editores argentinos.
Fue a fuerza de machacar: uno que machaca mucho es Jorge Fondebrider desde el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires” (ver recuadro). En cambio, Wittner plantea: “Me parece que es valorada por algunos, aunque a un nivel inadmisiblemente simbólico. Que el traductor no tenga derechos sobre su traducción es ya una señal bastante ominosa”. Como corolario está la formación profesional, en palabras de Aguilar: “En la Argentina hay un descuido muy grande en la formación de traductores porque el acento se pone en los idiomas, y lo que define a un buen traductor es que sepa escribir en la lengua de llegada”. Allí es donde aparecen actividades específicas, como “Traducir la imaginación - 1º Taller sobre traducción y edición de literatura infantil y juvenil”, organizado por la Fundación TyPA y la Fundación El Libro, llevado a cabo durante la última Feria del Libro Infantil y Juvenil de Buenos Aires. Y que contó con el apoyo de la Fundación Avina, el Goethe-Institut, la Embajada de Francia, el Programa Opción Libros del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y la Casa de Traductores Looren de Suiza.
Es evidente: la profesión sufre los tironeos del mercado y las zonas grises de la legislación vigente. Los traductores literarios están precarizados y, tomando distancia, casi como operadores de telemarketing en otras lenguas, se les valora por la productividad, siendo que su producido depende de una formación intelectual que incluye lecturas literarias, teóricas, críticas, biográficas, históricas, lingüísticas y lexicales, que forman un caudal de conocimientos muy superior al aprendizaje y la asimilación fonética de un idioma. El presente texto abre una serie de inquietudes, como que la circulación de las lenguas no es motivo de xenofobia o nacionalismo pacato (o meramente imbécil); entonces, ¿por qué doblar los filmes? ¿Acaso el sonido original de un diálogo recibirá el mismo énfasis y la misma entonación con un locutor nativo? ¿Reducirán los sueldos de los actores extranjeros porque perderán el derecho sobre su voz en Argentina? ¿George Clooney hablará musitando para facilitar la sincronía del doblaje? Esto es síntoma de cierta decadencia cultural recurrente. Y a pesar de todo, los traductores traducen, escuchan esas voces que en otras expresiones del arte nos son vedadas, y se preocupan para que lleguen nítidas. Hay que preservarlos o agonizamos a oscuras.
El Club de Traductores Literarios de Buenos Aires
Hace cinco años, Julia Benseñor me pasó el dato de una traducción que ella no podía hacer para una editorial llena de pretensiones. Al cabo de la entrevista, me enteré de la suma miserable que pagaban y de las pésimas condiciones en las que había que realizar el trabajo y volví a Julia. Lleno de indignación le propuse que hiciéramos un Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, como paso previo a algún tipo de asociación que defendiera nuestros intereses. Comenzamos así una serie de reuniones que, con la excusa de discutir problemas de índole técnica, nos permitieran aglutinar a todos aquellos traductores no contenidos ni por el Colegio Público de Traductores ni por la AATI, las dos asociaciones existentes que sólo muy parcialmente tienen que ver con la traducción literaria. Tratándose de una profesión solitaria, lo primero fue descubrir que éramos muchos los mal informados sobre nuestras obligaciones y derechos y que, por puro desamparo, aceptábamos trabajar en los peores términos. Ricardo Ramón nos acogió en el Centro Cultural de España, donde casi desde el inicio nos ofreció la posibilidad de hacer venir traductores de España y de otras partes de Latinoamérica (con quienes ya realizamos tres simposios) y de grabar nuestras reuniones. Eso redundó en la necesidad de un blog diariamente alimentado, donde, además de muchas informaciones y servicios, puede verse cada uno de esos eventos. Por allí pasó todo el mundo: traductores, escritores, científicos, historiadores, críticos, editores y, sobre todo, mucho público joven que hoy sabe cuáles son las tarifas posibles, la necesidad que hay de firmar un contrato que se ajuste a la legislación existente y cómo proceder cuando esas condiciones no se cumplen. A su vez, muchos editores nos consultan sobre contratos y tarifas, lo que ha redundado en mutuo beneficio. Hoy sabemos que nos necesitamos unos a otros. También, quién incumple sus obligaciones y quién estúpidamente no advierte que sin traductores no hay traducciones y, por lo tanto, tampoco libros.
*Jorge Fondebrider, http://clubdetraductoresliterariosdebaires.blogspot.com.ar
Maestros y notables del oficio
“Cada libro traducido por Marcelo Cohen es una pieza perfecta. Encuentra el castellano ideal para el lector latinoamericano.” Oliverio Coelho
“De los nuestros actuales, me gusta mucho cómo traduce Mirta Rosenberg. De antes y de ahora, admiro y anhelo la audacia de Alberto Girri y Ezequiel Zaidenwerg. Y supongo que la primera que despertó mi admiración y mi curiosidad por el oficio fue Elizabeth Azcona Cranwell con su traducción de los poemas de Dylan Thomas.” Laura Wittner
“En la Argentina hay muy buenos traductores, pero un ejemplo que siempre me deslumbró fue el de Jaime Rest traduciendo En su tinta, de John Lennon. Un ejemplo de audacia, invención, lectura transgresora y divertimento. No entiendo cómo nadie reeditó esa joyita. Tampoco puedo dejar de mencionar a Marcelo Cohen, no sólo por la cantidad de diferentes idiomas de los que traduce sino porque traduce cosas muy buenas.” Gonzalo Aguilar
“De los clásicos, José Bianco, Aurora Bernárdez, Enrique Pezzoni, Patricio y Estela Canto... Y de los que están traduciendo ahora, Hugo Savino, Marcelo Cohen, Martín Adadía, Carlos Gardini, Laura Wittner, Pablo Gianera, Gabriela Adamo, Silvio Mattoni, las traducciones de Guillermo Piro y Florian Von Hoyer de Arno Schmidt.” Mariano Dupont
“El argentino Pablo Gianera me ha deslumbrado por muchas cosas, entre otras, como traductor.” Carla Imbrogno