Es inaprensible una prosa que se lee por sus silencios, por las pausas y las cesiones de diálogo que descentran al interlocutor en la ficción y al lector en tanto se adentra en aquella. Sosegada y estremecedora cuando, con una reposada frase, el anónimo y apartado protagonista de La playa, de quien sólo sabremos que es profesor, puesto que así es nombrado por un vidrioso discípulo y su nombre magistralmente omitido por sus amigos, dice, piensa: “Empezaba a entender que nada es más inhabitable que un lugar donde se ha sido feliz”. Entonces, como un alud nos derriba la certeza de que las páginas precedentes –todo el texto, puesto que aquella afirmación es una de las que lo cierra– no hayan sido, en el estilo incomparable de Pavese, una sutil representación de la realidad, una exquisita escenografía de su propia angustia y soledad, especie de testamento desperdigado en sus poemas y novelas que contiene el estatuto sentimental, la agudeza y el sufrimiento de un escritor que se erigió en referente de más de una generación y que sigue proyectando su influencia hasta hoy, hasta este efímero instante en el que intento captar esa suerte de solapado desasosiego, que será para siempre la marca registrada de este maestro de la literatura.
Me gusta decirme que entre Pavese y Kafka hay un parentesco literario además de la pureza y claridad en el uso del idioma –materno para Pavese, de judío asimilado en Praga para Kafka– y aquél encuentra un vórtice que arremolinan cada frase perfecta: sus fracasos amorosos siendo capaces de amar, la pérdida sistemática de las mujeres a las que muestran tenazmente esa capacidad que conlleva como un duro carozo amargo un fin aciago. Luego está, en esas dos personas más bien tímidas, de contextura delgada y cierto aspecto sombrío, la declarada militancia: Kafka asistiendo a mítines del partido socialista o confesándole a Max Brod que los obreros que asistían a la compañía de seguros por accidentes de trabajo donde él se desempeñaba por abogado no debían implorar sino incendiar el edificio (para quienes crean que era tan sólo un escritor en el fondo de una cueva). Kafka previendo en sus textos el advenimiento de la masacre que protagonizaría un mal dibujante devenido Führer, líder, y luego Pavese, enfrentándose al inspirador del psicópata alemán, otro perverso payaso (de los que hoy, siglo mediante, sufrimos discípulos): Benito Mussolini.
Pero desapeguémonos de hipótesis y vayamos a La playa. Cesare Pavese publicó La spiaggia en 1942. Es probable que por entonces ya conociera a su último amor fallido: Constance Dowling, actriz norteamericana a quien dedicó La luna y las fogata, y el poema –la hoja en que escrito sería hallada en 1950, en el cuarto del hotel Roma en Turín, donde Pavese se dio muerte por la ingesta de barbitúricos– “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Dowling no sería hoy recordada si no fuera por haber rechazado a Pavese. Éste, quien acababa de recibir el Premio Strega, de haber sido correspondido por Dowling, quizá no hubiera puesto fin a su existencia. Una habitación claustrofóbica en pleno verano. La soledad. La pena. Fragmentos de su carta póstuma hallada en el hotel: Perdono a todos, pido perdón a todos. Y esa especie de epitafio: El suicido es un homicidio tímido. Pavese: maestro del amor y de su ausencia.
La playa
Autor: Cesare Pavese
Género: novela
Otras obras del autor: La luna y las fogatas; El bello verano; El oficio de vivir; El camarada; Fiestas de agosto; El diablo en las colinas; De tu tierra; Diálogos con Leucó; Entre mujeres solas; Cartas
Editorial: Caballo Negro, $21.000
Traducción: Silvio Mattoni