Antes de que el lujoso magazine “Inspire”, órgano de propaganda de Al Qaeda que absorbe sin complejos la tradición gráfica de las revistas de tarjetas de crédito premium, indexe en su lista de condenados a muerte a Michel Houellebecq, hay que decir que el enemigo de Houellebecq no es el islamismo sino Occidente, del que ya no espera nada.
Esa enemistad está presente en todas su novelas y, especialmente, en “Interventions”, una serie de artículos publicado en 2000 por Anagrama con el título un poco más explícito de “El mundo como supermercado”.
Comienza así: “Puesto que el hombre y la novela son isomorfos, lo normal sería que ésta pudiera contener todo lo que tiene que ver con aquél”. No se puede negar que su cabeza está asociando sistemas abiertos y que, teniendo en cuenta las referencias que menciona (ambas “blandas”), la descripción de ese isomorfismo común bien podría ser la de un amorfismo, en el mejor de los casos la de una forma en estado de devenir tanto en la novela como en el hombre.
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Al costado de las acusaciones que lo registran como un islamofóbico o un misógino, Houellebecq es más bien un extraño ejemplar de ciudadano inasimilable respecto de su interior, de su intimidad y de la cultura europea como expendedora de ideas y frases hechas, pesadillas de las que constantemente intenta escapar. Houellebecq es una agitador en contra. Su teoría de que Jaques Prévert es un imbécil, sus comentarios acerca de que el cine francés nunca se ha recuperado de la llegada del cine sonoro (dice: “el hombre habla; a veces, no habla.”) y su “intuición de que el universo se basa en la separación, el sufrimiento y el mal”, alcanzan -en esta caso sin necesidad de profundizar demasiado- para considerarlo una roca firme en la corriente.
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El acto inicial que lo lleva a escribir es “el rechazo radical del mundo tal como es” (tal como es antes del 11 de septiembre de 2001), y la aspiración al conocimiento total aunque “nos agitemos como moscas aplastadas”. Con la agenda mental de Celine y el perfeccionismo inspirado en el optimismo de Comte -vivir como Celine en una sociedad diseñada por Comte sería el sueño huellebecqueano-, acompañados de las herramientas de la novela clásica (concisión, claridad, ideas), más que ofenderlos Houellebecq le hace el trabajo sucio a sus futuros verdugos que ya están buscando la reciente “Sumisión” en las librerías europeas. Porque el mundo que Houellebecq detestó tal como era antes de 2001, y que detesta tal como sigue siendo ahora, es un escenario capitalista. Y su actor principal es el capital.
“El mundo como supermercado” reúne textos que al momento de ser publicados a Houellebecq “todavía” le importaban. Bien visto es menos una antología de ensayos sobre el mundo que una lista de enemigos, asombrosamente los mismos de siempre. Pero por una rémora de la Ilustración, a la que detesta tanto como al capitalismo, Houellebecq le da a sus enemigos imaginarios el derecho a defenderse. ¿Qué fue para él el Mayo del '68? ¿El período maravilloso en el que “la gente se hablaba en la calle”? ¿O una calamiad con paro de trenes y falta de combustible? La dos cosas, sin dudas.