CULTURA
Libro / Reseña

Clásico de la semana: "Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad", de Fernando Pessoa

En el libro, el autor portugués reflexiona sobre su éxito presente y póstumo, la entrada triunfal en la historia de la humanidad.

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El escritor portugués Fernando Pessoa (Lisboa, 1888 - ibídem, 1935). | Cedoc Perfil

Quienes piensan que Fernado Pessoa (1888 – 1935) licuó su nombre en una cantidad de heterónimos sólo para darle variedad y ritmo a su inclinación por el anonimato, se equivocan. A Pessoa nada, salvo la literatura, le importaba tanto como la celebridad, el éxito póstumo, la entrada triunfal en la historia de la humanidad, que es la historia de las grandes catástrofes y los grandes nombres. Si diseñó heterónimos no fue para esconderse sino para multiplicarse. Lo que buscaba era no fallar, al modo del suicida que juega a la ruleta rusa con todas las balas cargadas.

En Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad, editado por EMECE en 2001 con traducción de Santiago Llach, Pessoa reflexiona sobre estos asuntos pequeños que, quién lo hubiera dicho, también eran asuntos de él. Habla de una celebridad mala (la notoriedad) y de una celebridad incidental (la del asesinado que triunfa como cadáver) y, como al pasar, emponcha con el manto de la duda la celebridad de Goethe, cuyas respuestas a Eckermann dice que no están mal, aunque cosas parecidas se las escuchó decir a personas que no eran “candidatas a Goethe”.

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El tema está planteado y es desesperante para Pessoa porque no sabe qué va a pasar con su posteridad. Junto con otra un poco más ordinaria -¿que va a pasar hoy?- es una de las incógnitas que consume a los mortales. Las alarmas de la megalomanía se encienden en el interior del poeta, que crea un clima adecuado para que se deduzca que será una injusticia si no se lo recuerda.

En pocas páginas de su frondosa obra se lo ve tan obsesionado como en estas, donde se interna en conceptos generales sobre la fama, el ingenio, el talento y la inspiración con los que construye una trampa de la que no está tan seguro de haberla tendido sin el riesgo de caer en ella: “¿Cómo debería sobrevivir un hombre, si sobrevive, sino con el nombre que tuvo?”. De modo que no se sobrevive en la vida sino en la posteridad, en esa reencarnación en la que sólo vive el nombre.

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Las alusiones a Milton, Carlyle, Conan Doyle, Wordsworth, Keats, Wilde, Shaw, Blake, Wells, Browning, Bayron, Chesterton, etc, nos hacen sentir por un momento que nos habla como polizón escondido en la biblioteca de Borges (la idea es argentocéntrica porque Pessoa nació diez años antes que Borges, tremendo polizón de la literatura universal), con quien a la distancia coincide sobre el valor de la brevedad en la imposición de una obra y, por extensión, de su autor. Lo refrenda con una cita de Faguet: “a la posteridad le gustan sólo los escritores concisos”. Reforzada con una frase de Goethe sobre Victor Hugo: “debería escribir menos y trabajar más”. La conclusión es suya: “La escencia de un gran artista es ser explícito”.

Si todas estas preocupaciones son las que lo sumergieron en el alcohol y la muerte (Wikipedia cuenta en el ítem “anécdotas” que murió por un “bloqueo intestinal”) no lo podemos saber. Sí sabemos que estuvo muy pendiente de revelar algún tipo de poder que lo mantuviera con vida en la memoria de los otros, cosa que sucede tanto con su obra como con el espantoso monumento que alzaron en su homenaje en el bar A brasileira de Lisboa, prueba de que no todas las posteridades son deseables.