CULTURA

El erudito que venció a Google

Robert Darnton puso de rodillas al gigante de la red al impedirle escanear los libros del planeta. Una entrevista con un demócrata liberal que cree que todos los saberes del mundo deben estar disponibles sin restricciones para nadie.

El mundo real.
| Pablo Cuarterolo

Si bien en el presente no abundan ya los auténticos espíritus enciclopédicos –vocación que en sí misma constituye un baluarte–, el caso del norteamericano Robert Darnton (1939) es único por varias razones. Graduado de la Universidad de Harvard y doctorado por la de Oxford como historiador, en los inicios de su carrera trabajó como reportero para The New York Times cubriendo el mundo del hampa en la Gran Manzana, antes de abocarse de lleno a la investigación y la docencia en Princeton, siendo uno de los especialistas mundiales en la historia del libro, la cultura europea –es uno de los mayores conocedores del siglo XVIII francés–, la publicación electrónica y el llamado Open Acces. Doctor honoris causa por más de una decena de universidades –entre las que sobresalen las de Yale, la Sorbona y la de Buenos Aires–, Darnton ha sigo un agudo observador de las viejas y nuevas ecologías de la escritura, ya sea tanto en su papel de bibliotecario de Harvard, como en el de un lúcido y sugestivo ensayista o en su función de asesor de la Digital Public Library of America (DPLA, fascinante y ecuménico emprendimiento disponible en la red), una tentativa por democratizar el saber global a través de la digitalización de los archivos de las principales bibliotecas del mundo con criterios horizontales y la cooperación mutua sin fines de lucro.

Entre sus libros en español, se cuentan los fascinantes ejercicios de erudición histórica La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa, Edición y subversión, El coloquio de los lectores y, recientemente, Censores trabajando. De cómo los Estados dieron forma a la literatura; todos editados por el Fondo de Cultura Económica.
Invitado por la Universidad Tres de Febrero a Buenos Aires hace dos semanas, Darnton impartió sendas conferencias sobre la censura en períodos específicos de la historia de Francia, India y Alemania Oriental y otra más sobre los avatares de las bibliotecas y los libros de cara al presente y futuro digitales. En ocasión de su visita, PERFIL dialogó con él, uno de los iniciadores del proyecto Gutenberg y militante convencido de la necesidad de pensar las correspondencias entre los distintos soportes del libro, siendo a la vez uno de los más suspicaces críticos del papel monopólico de Google al respecto del poder sobre el patrimonio cultural de la humanidad con la tentativa, ahora frenada por la ley americana, de digitalizar todos los libros del planeta. Desde 2011, tanto el gobierno alemán como el francés, así como la biblioteca de Harvard, que inicialmente había cedido su patrimonio a la empresa a través de la digitalización de su acervo, dieron marcha atrás en la iniciativa, puesto que el proceso de digitalización estaba regido por los términos y condiciones de la compañía, con fines altruistas y más bien siniestros (la película Google and the World Brain, de Ben Lewis, registra los pormenores al respecto).

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—En su conferencia en el Centro Cultural Borges, se refirió a la censura desde una perspectiva comparativista, comprendiendo la censura desde la historia de la cultura y no desde la típica oposición entre libertad y represión. En ese sentido, ¿cuál es el papel del mercado para las sociedades occidentales en relación con lo que es posible decir o no decir en el presente?
—Vivimos en un mundo real de poder y dinero. Sería naïve de mi parte decir que todo es posible, dado que existe todo tipo de restricciones entre lo que puede publicarse, quién lo hace y en qué contexto. No existe un solo mercado literario, sino diversos mercados y posibilidades. En los Estados Unidos tenemos cinco grupos editoriales grandes muy poderosos, pero también hay cientos de editoriales medianas y pequeñas por todo el país y existe también todo un mundo de editoriales universitarias. El año pasado se publicaron 320 mil títulos y la cantidad de libros publicados crece cada año. Por el contrario, los libros electrónicos han decaído el 10%. Yo diría que las posibilidades de publicación se están diversificando. Además, algo nuevo: el auge de la autopublicación. Más de 300 mil libros fueron publicados por los propios autores en internet. Y no se trata de vanity publishing, sino producción seria, de todo tipo. Se trata de una democratización de la autoría y no sólo de acceso al conocimiento. Un autor puede ensayar distintos caminos puesto que no existe una sola ruta hacia el mundo de las editoriales, lo que no implica que publicar una primera novela no sea tan complicado como correr un maratón. Yo no entiendo esto como censura, aunque algunos autores puedan sentirse excluidos por el mercado, puesto que entiendo la censura como el monopolio del poder por parte del Estado.

—Me llama la atención que ubique al Estado como el monopolizador de la censura cuando en su libro “The Case for Books” señalaba la operación de Google como un monopolio maligno, al que primero apoyó y luego no.
—Google epitomiza el mundo del poder político y económico, puesto que cuenta con un lobby poderoso en Washington DC, además de que Google está en todas partes, incluso en la Argentina, a través de diversas inducciones en los sistemas culturales. Por ejemplo, fueron a la gran biblioteca de Lyon (Francia) y ofrecieron digitalizar su acervo gratis, pero pidieron la exclusividad del material por 25 años y ellos dijeron que sí, lo que demostró su músculo para controlar el acceso a sus archivos. ¿Es censura? Se podría esgrimir ese argumento y lo entiendo, pero yo lo llamo capitalismo, algo que existe también en el universo de las bibliotecas.

—En este mundo hiperconectado, ¿cuál sería el papel del bibliotecario y las bibliotecas en un sentido comunitario? Pensando en lo que mencionaba al respecto de la literatura como una obra de ingeniería social...
—Al referirme a ingeniería social, hablaba del caso de Alemania Oriental. Los censores me dijeron al entrevistarlos, así como tú me entrevistas ahora, que la censura era un sistema de planeación por parte del Estado, algo muy diferente de un sistema abierto donde existe competencia. Creo que los bibliotecarios son más importantes hoy que nunca. Las bibliotecas siempre han sido el sistema nervioso de la comunicación, puesto que la gente ha asistido a las bibliotecas para tener acceso a los libros pero también para orientarse e incluso para socializar entre sí. Ahora, en un mundo electrónico, el rol del bibliotecario es más importante que nunca porque la gente necesita ayuda para acceder al ciberespacio digital: Google no es suficiente. Te doy un ejemplo que puede sorprenderte. Soy miembro del consejo de la Biblioteca de Nueva York, que además de la famosa biblioteca y centro de investigación en Manhattan, cuenta con 88 bibliotecas barriales, así que si estás desempleado y ya no puedes leer los avisos de trabajo porque desaparecieron de los periódicos, en los vecindarios pobres de Nueva York puedes ir a la biblioteca local donde tienen acceso a la computadora y el librero ayuda a buscar los avisos en línea, lo que ha vuelto la biblioteca una especie de oficina de empleo entre otras cosas, con un énfasis especial en los inmigrantes. En Estados Unidos tenemos 11 millones de inmigrantes ilegales, en su mayoría mexicanos. Si estas personas tienen un problema, ¿a dónde van? No con la policía, desde luego, ¡sino a la biblioteca! Porque los libreros van a auxiliaros, incluso si la información tiene que ver con el hecho de cómo conseguir una licencia de conducir, además de que las bibliotecas de la ciudad ofrecen clases de inglés para la gente que no lo habla. Algo que no he mencionado es que tanto la Biblioteca Pública de Nueva York como la DPLA y el apoyo de las editoriales es algo fundamental para el sistema educativo: han puesto a disposición libros electrónicos a través de tablets, todo gratis para los pobres de varias ciudades con la intención de superar la brecha digital.

—En tanto bibliotecario, ¿se siente más cercano a la figura de Diderot o a la de Borges?
—Amo a ambos escritores, pero para ser honesto me siento más cercano a Diderot, y eso es porque he vivido la mayor parte de mi vida en el siglo XVIII. Para mí Borges es demasiado nuevo; lo he estado leyendo por un año, con sus laberintos y bibliotecas infinitas, pero para mí, que soy lento, es un descubrimiento nuevo.

—¿Qué tan difícil fue para usted articular una propuesta como la DPLA, de temple democratizador, contraria a los preceptos capitalistas de ganancia y beneficio? Imagino que en algunos ambientes debe ser considerado algo parecido a un pirata...
—Tengo simpatía por los piratas, puesto que estudié mucho sobre la piratería en el siglo XVIII. No abogo por la piratería, aunque yo mismo he sido pirateado y me ha reportado mayores lectores, aunque es una información que trato de no decirle a mi editor. La edición es un negocio serio, deben cubrir sus costos y simpatizo con ellos; sin embargo, la idea de publicar libros gratis es una forma de democratización del acceso a la cultura. El púbico tiene derecho a tener un acceso libre a su cultura. La biblioteca de la Universidad de Harvard es enorme y costosa, reservada durante toda su historia para unos pocos privilegiados, por ello mi misión fue abrirla y volverla disponible para todos. ¿Dirán los editores señalándome que estoy socavando el mercado? Tal vez, sin embargo no he visto que eso ocurra porque la DPLA respeta el copyright. Sin embargo, espero que los autores del presente, luego de la vida comercial de sus obras, cedan voluntariamente los derechos a esta biblioteca digital, para lo cual necesitamos también a los editores, a quienes debo convencer de que se trata de una buena idea.

—Muy noble propósito.
—Mmm, tal vez, pero no quiero sonar demasiado santurrón. Creo que si alguien lo hace es por sus intereses personales, como en el caso de los autores, que en última instancia tienen un deseo supremo: conseguir lectores, circunstancia que la DPLA conseguirá satisfacer. No estoy pidiendo caridad, o para decirlo en términos pragmáticos y no sonar utópico, aunque creo que las utopías son fundamentales, se trata de satisfacer intereses comunes.

—Algo que me llama la atención es la diferencia entre la vocación ecuménica y universal de las bibliotecas americanas por oposición al desangelado panorama de las librerías, donde es posible atisbar un provincianismo galopante prácticamente en todo el país. Un caso sería la reciente librería abierta por Amazon, que sólo tiene los libros más comprados por sus clientes. ¿A qué lo atribuye?
—Estoy muy preocupado por las librerías independientes amenazadas por Amazon. Es verdad que las librerías se vieron afectadas por las cadenas; sin embargo, han sobrevivido. ¿Podrán hacerlo contra los precios menores de Amazon, que los entrega en tu casa? No tengo la respuesta.

—¿Cuáles son los alcances y los desafíos de la Digital Public Library of America?
—El alcance es infinito. Creo que la DPLA será una biblioteca mundial y tendrá disponibles casi todos los libros alguna vez producidos. Por lo pronto, sólo se encuentran disponibles los libros de dominio público. Me preocupa saber si cambiaremos la ley de propiedad intelectual en los próximos diez años. No confío mucho en el Congreso estadounidense, pero puede ser que algún día despierten y hagan algo teniendo en cuenta el bien común en lugar de a los particulares, como sucede ya en Francia, Noruega o Japón, que están buscando maneras de acceder a la literatura gratuitamente.

—¿Cree entonces que el copyright es enemigo de una sociedad democrática?
—Necesitamos encontrar el balance correcto entre dos elementos que existen desde el comienzo del copyright. En la primera legislación de la propiedad intelectual hecha en Inglaterra en 1710 es muy claro: el copyright existe por dos razones: para promover el uso de las ciencias y las artes útiles y para reservar a los autores una ganancia por su creación. No estoy en contra del copyright sino a favor de un mejor balance entre la propiedad intelectual y los derechos del autor, teniendo en cuenta la vida comercial del libro, las necesidades de los creadores y el fin ulterior: compartir y democratizar los frutos de la experiencia humana.