CULTURA
equivocos contemporaneos

El otro error

La noticia ocupó las primeras planas la semana pasada: una anciana, de visita en el Neues Museum de Nuremberg, “arruinó” –eso está por verse– una obra de arte, al insertar palabras en un crucigrama presente en un cuadro de Arthur Köpcke pintado en 1977. La obra está valuada en 89 mil dólares. ¿Distracción o comprensión?

KOPCKE. El crucigrama que la anciana intentó completar el otro día, provocando el escándalo.<br>
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No sé por qué me toca hacerme cargo del episodio. Quizás porque no entra en el terreno de la firme crítica de arte sino que se desvía hacia la puesta en escena, la chabacanería, el accidente, la catástrofe o el sinsentido, todos asuntos que me son muy afines. O quizás sea porque he escrito extensiva y piadosamente sobre la otra gran pintora de esta década, primera punta de iceberg de un milenio prometedor: Cecilia Giménez, quien –pretendiendo restaurar un Ecce Homo en Borja, Zaragoza– reformuló las preguntas básicas del arte y su relación con el consumo interno y externo de sus delicados, a veces gloriosos, estupefacientes.
Ahora es en Nuremberg, en el Neues Museum: una abuela de 91 años completó una pieza de Arthur Köpcke (1928-1977) con una birome. El artista, que perteneció al prestigioso movimiento Fluxus, tituló la obra Reading-work-piece en 1977 y es básicamente un crucigrama –sin definiciones– con una nota que ruega: “Inserte palabras”.

La mujer (cuyo nombre las leyes alemanas no permiten revelar) tiene todas las de ganar en la demanda que se le hace. Es evidente que la obra había estado esperando, triste y olvidada, confundida con vana abstracción pictórica, al humano de buen juicio que hiciera lo que ella: que completara lo que el artista había dejado imprudentemente incompleto. La pregunta no es –como pretende la directora del museo, Eva Kraus– cómo es posible que alguien no distinga un crucigrama de una obra de arte compleja, sino cómo es que han tenido que pasar 39 años para que alguien hiciera lo que la obra esperaba.
Insisto en que no me toca juzgar la calidad de la obra, ya que lo contemporáneo se ha definido siempre por su enorme capacidad de expandir nuestro asombro y de erradicar la idea de lo bello, o lo sublime, como único objeto de práctica del arte. Creo, en todo caso, como en casi todas las piezas de Fluxus, que las intenciones de la obra son buenas y son sólidas. Lo que no me puedo explicar es por qué esto no ha pasado antes. Por qué ha asistido la obra cuatro décadas en silencio a la desesperada apelación de su autor: ¡denme palabras!

Lo que la obra buscó fue –sin duda– esto que estoy haciendo ahora. Otorgar palabra a la imagen pura. Deshacer el mito publicitario según el cual una imagen vale más que mil palabras y repavimentar el otro mito, el literario, según el cual una sola palabra puede contener mil imágenes.
La policía declaró que la anciana dijo haber tomado la invitación a completar el crucigrama al pie de la letra y siguiendo la nota que acompaña el trabajo. La obra es un trozo de crucigrama arrancado y resemantizado (pegado, bah) sobre un fondo negro, muy en el espíritu del ready-made del que se sirvió Fluxus, probablemente para protestar con ironía sobre las pretensiones de una clase (la burguesía) que define lo que es arte y lo que no lo es, y lo comercializa, lo goza y lo impone según sus atribuladas contradicciones. Y sin embargo, el encanto funciona si uno entra en clave contemporánea. Ya que no hay otra. No lo digo con intenciones de esnobismo. El crucigrama sin definiciones, esperando cuarenta años en la pared de un museo, alejado de su destino natural (que era el de ser llenado en la hora del café, leyendo las noticias de los atentados de la Rote Armee Fraktion, por ejemplo) contiene a partir de hoy sutiles interrogantes. Y éstos son –si se quiere y si hay deseo– tan poderosos como la enigmática sonrisa de la Mona Lisa. Lo digo por aquellos que sólo le suponen al arte su eficacia cuando la resolución pictórica es excelsa o preciosista.

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Veamos un poco: Alemania, Fluxus, 1977. ¿No fue acaso el año del Deutscher Herbst, el otoño alemán? En septiembre, Hans Martin Schleyer, un nazi y ex oficial de las SS que entonces se desempeñaba como presidente de la Asociación Alemana de Industriales, fue secuestrado en un operativo espectacular por la RFA (Rote Armee Fraktion): arrojaron un cochecito de bebé frente a su auto. El chofer de Schleyer frenó de golpe y su escolta policial se estrelló contra su coche por detrás. Los guerrilleros dispararon sobre la escolta y se llevaron a Schleyer para exigir al gobierno la liberación de cuatro de sus presos políticos más ilustres: Baader, Ensslin, Raspe y Möller. El gobierno no los liberó, sino que les prohibió cualquier comunicación. La crisis continuó hasta que el 13 de octubre el vuelo 181 de Lufthansa de Palma de Mallorca a Frankfurt fue secuestrado por un grupo de árabes, que agregaron a la lista a dos palestinos presos en Turquía. El derrotero del avión por Roma, Chipre, Dubai, Omán y Mogadiscio permitió al gobierno preparar un operativo comando, a cargo del agente espacial Hans-Jürgen Wisch-newski, quien en un asalto relámpago de siete minutos tomó el avión en Somalia y liquidó a los secuestradores. Tres de los cuatro presos políticos se suicidaron en sus celdas de máxima seguridad con un arma que sería imposible haber introducido. La única sobreviviente, Irmgard Möller, que resultó herida en el “suicidio”, fue liberada en 1994. Tiempo después declararía que se trató de una ejecución extrajudicial.

El papel periódico –fuente de noticias– como intriga y adivinanza, su recorte y posterior traslado a un museo fino, su rellenado inocente e incompleto por una anciana que simplemente siguió la sugerencia del artista y –sobre todo– un seguro de 89 mil dólares para una obra que tal vez no fuera más que papel recortado sobre intenciones mixtas verifican el triunfo de las prácticas artísticas más que su derrota, como pretende la sorna general que se abate sobre este caso tan incierto.

Espero –como un detective en su oficina llena de humo de cigarro– más datos sobre la identidad de la abuelita. Mientras tanto, me concentro en las palabras que ha insertado en el acertijo tendido ante sus ojos por la historia. ¿Nadie ha reparado en lo inquietante de este mensaje? ¿Sólo porque Fluxus ya no existe debemos obviar lo que se ha escrito con toda claridad y con birome? La coautora de la obra ha de ser de lengua francesa, o al menos bilingüe y confundida: en el tiempo que le dejó –sospechosamente– la guardia del museo logró cincelar estas palabras de advertencia, de luz y de pasmo : amicalement, IQ (coeficiente intelectual), moquerie (broma), tendre (tierno), más algunas declaraciones en inglés: Italy, wall (pared), notes (notas) y Portugese, así de mal escrito. No obstante, son tres las palabras más inquietantes, más enormes: ici (que esto ocurre u ocurrirá aquí y no en otra parte), irral (que para un francoparlante bien podría sonar como irreal y para un alemán bien se acerca a irren, que es errar) y finalmente nid, palabra que no existe en ningún idioma que conozca y que se repite dos veces en la charada, en la amenaza, en el círculo perfecto del azar y la inocencia que sólo saben trazar los artistas con algún tipo de genio.