CULTURA

Intelectuales: historia y tradición

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El vocablo “intelectual” aparece en castellano casi al mismo tiempo que explota el caso Dreyfus. A mediados de 1900 Rodó le escribe a un amigo venezolano comunicándole la aparición de Ariel, y ahí anuncia que su obra será “para los intelectuales de América”. Si en el siglo XIX, en la región, y enraizados en el granítico paradigma del progreso, estas minorías que tienen el monopolio del conocimiento letrado funcionan como intelectuales legisladores –dibujan el mapa organizacional del Estado, trazan el estatuto legal que debe regir–, en el siglo XX irrumpe una figura más asimilable a la que se encuentra en Europa: un intelectual contestatario de la oficialidad.

De Pierre Bourdieu a esta parte, son muchos los investigadores que han montado la lupa sobre estas figuras, competentes en algún ámbito del conocimiento simbólico, cuyo papel es producir y transmitir enunciados sobre el mundo. Sea desempeñando el papel de ideólogo de cierto orden, o promoviéndose como aguafiestas, el intelectual de tanto en tanto abandona su alcazaba divina para tomar la palabra y diseccionar el lote de cuestiones de orden público (en ocasiones lo hace en el vacío metafísico, inmaterial, del plató televisivo). La opinión pública le confiere la autoridad ética de juzgar patrones de conducta justamente por la trascendencia que impone la dimensión simbólica para la sociedad.

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En ese “rasti” elástico denominado esfera pública, las relaciones entre intelectual y poder político nunca han sido sencillas, ni lo serán jamás. La historia es larga y la repetimos de memoria: madame de Staël huyendo de la tenaza bonapartista, el denuncismo de Emile Zola y Anatole France, el narcisista de Malraux y su desvío aventurero, el compromiso de Sartre, la épica de Walsh, calibre 22 y cianuro en mano. Odiseas iconoclastas, enfáticas, tumultuosas. Del otro lado –en un lugar alejado del heroísmo, aunque por demás incómodo– aparecen quienes, seducidos por la tripa gobernante, arriman su labor de zapa. Pero para los capitanes del poder el saber como servicio arancelado exige obediencia y alineamiento, algo que la conciencia crítica del pensador no resiste. El casamiento dura poco. Mientras persiste, intercambian cumplidos, aplausos de kermesse, alguna queja amortiguada. Al final, la decepción que sustenta el mohín conduce a la catalepsia, para terminar en una orgía de diatribas beligerante (la infidelidad se paga con exilio). El ejemplo por antonomasia es el de Federico II y Voltaire. Dice el francés en sus memorias: “(Federico) me trataba de hombre divino; yo le trataba de Salomón. Los epítetos no nos costaban nada”. Tres años duró el amor. A mediados de 1753 Federico –desconfiado de las pompas– descubre que Voltaire, en realidad, se burlaba de sus textos (a Federico le daba por la poesía). Voltaire debe escapar de la corte prusiana como bandido; finalmente es detenido, encarcelado y despojado de sus bienes.