Estamos en Mar del Plata y, como un reflejo entre gagá e infantil, me sale cantar mentalmente ese horrendo hit de los años '70. Es imposible que no lo recuerden, pero por las dudas, me refiero al que decía “Qué lindo es estar en Mar del Plata / en alpargatas, haciendo fiaca / felices y bailando en una pata / en Mar del Plata soy feliz”. Lo hago cada vez que vengo al festival de cine, una costumbre casi ininterrumpida desde 1996. Lo peor es que, en algún momento, lo hago con sentimiento. Después se me queda pegado.
Hoy, miércoles, es un día muy particular porque presento un libro (ya presenté otro ayer; 2019 me encontró prolífico) y Flavia presenta por octavo año consecutivo una película, cuya premier mundial fue el lunes. También tengo que ver unas películas que integran la selección sobre la tiene que expedirse el Jurado de la Crítica Joven. Naturalmente, no formo parte de ese jurado, pero siempre me pregunto por qué en los festivales, en lugar de secciones dedicadas a los jóvenes, no hay otras para los viejos. Así como hay premios a las óperas primas, también podría haberlos a las (posibles) últimas películas, teniendo en cuenta la edad y el estado de salud de los directores. De todos modos, junto con el franco-español Fernando Ganzo estamos encargados de un taller para los jóvenes críticos. El año pasado ya lo hice, y tal vez haya sido el primer curso para ser jurado en la historia de la cultura. Pocas cosas suenan como tan irrelevantes (y lo son), pero no crean que ser jurado es fácil.
Alguien debería escribir un libro sobre un aspecto poco estudiado de los festivales de cine, que son los desayunos. Es el mejor momento del día para los invitados, que, aunque no lo digan explícitamente, gozan de una estancia gratuita en otra ciudad y no tienen que ocuparse de los quehaceres cotidianos. Mientras los invade la secreta euforia de no tener que preocuparse por la temperatura del agua para el café o acordarse de comprar el pan para las tostadas, se encuentran con conocidos y hacen nuevos amigos, en algunos casos duraderos. Hoy, sentado en la mesa del desayuno, estaba con nosotros Pierre Léon, exquisito cineasta ruso-francés y más exquisito individuo, quien nos decía que la gente es más importante que sus películas, algo que se nota en los desayunos. Dime con quién desayunas en los festivales y te diré quién eres. Luego aparecieron Lisandro Alonso y Ben Rivers, este último artista y cineasta experimental británico, a quien conocimos ayer en el ascensor y cuyo último film iremos a ver porque nos cayó simpático. En la mesa también estaba el crítico ruso Boris Nelepo, que trajo a Mar del Plata un programa integrado por copias en 35 mm recientemente restauradas de John Stahl, cineasta americano nacido como judío ruso en Azerbaiyán, uno de los puntos más altos de esta edición marplatense. Pero lo que más me deslumbró de lo que vi es el corto de Claudio Caldini, que se proyecta junto con el de Flavia y otro de Narcisa Hirsch. Se llama Calendario de lluvias, dura diez minutos y recopila momentos que el director capturó con un teléfono o una cámara de bolsillo y luego editó con el software más elemental. Con una tecnología mínima, Caldini logra una belleza y una perfección estética máximas. Es lo contrario de lo que hoy se ve en el cine.