Desde las ratas postapocalípticas y el macabro teatrino de Las brigadas, hasta el vampirismo lumpen y la entropía urbana de Las máquinas orientales, flota una omnipresencia de lo mataderista. Los caudillos luppineanos no son sino reencarnaciones de Matasiete, oficiantes del “quita-penas”, de la faca federal y de esos puñales “bien templaos y afilaos” que describiera Ascasubi en La refalosa. Entre el mazorquero y el capanga tumbero, entre el cana corrupto y el milico siniestro, los malevos luppineanos formulan una serie de hipóstasis que encuentran en su tercera novela, ¡Paraguayo!, la explicitación de su raigambre decimonónica.
¡Paraguayo! –publicado, como de costumbre, por la editorial platense Club Hem– es, por un lado, una novela de aventuras, un western gaucho. Estimulado por un argumento novelesco y canónico de venganza (aunque con un tono paródico y desmesurado con cierta tónica tarantinesca), es también un relato surrealista, pesadillesco, donde una pampa esperpéntica es bañada en la sangre de una masacre. Este escenario, una tierra baldía y sin ley donde se suceden episodios de violencia desmedida expresados con un bizarro humor negro, escenifica la misma locura atávica, la violencia y el sadismo de ese “rojo atardecer del oeste” de Meridiano de sangre de Cormac McCarthy, aunque encuentra en la pampa luppineana su formulación surrealista y su verificación de las oscuras y energúmenas leyes profetizadas por Martínez Estrada al hablar de los “invariantes históricos” del país.
Durante los años de la Guerra del Paraguay, una banda de paraguayos masacra a todo el pueblo de las Flores. Sólo sobreviven la Mary, violada por los forajidos, y su hermano, el boyerito Arturo, quien se entrenará para buscar venganza y confrontar finalmente, convertido ya en el héroe conocido como El Chacal, tanto a los asesinos como al jefe del ejército paraguayo, el Mandioca.
Abundan la sodomía, la tortura, los duelos y una omnipresencia de lo carnavalesco, desde lo cual se entreteje tanto el terror de esa gauchesca infernal como el humor de una picaresca disfrazada de aventura. Lejos de las Memorias de la Guerra del Paraguay de Augusto Roa Bastos o del Cabichu’i que historiza aquel acontecimiento, o de la solemne trilogía que le consagra Manuel Gálvez,
¡Paraguayo! emplea la guerra como una coartada para desplegar “lo novelesco puro” en una acepción no remisible a la poética de César Aira, sino a una particular amalgama lamborghineano-laisequeana a través de la cual Luppino encauza en sus obras el efecto de una invención continua e ininterrumpida de peripecias, pero a la vez, postula la creación de una “pura escritura”: un sistema coherente de consignas, dobles sentidos, estribillos y recurrencias que van configurando una lengua autónoma. Una lengua que desmantela, por su flujo de escritura, la unidad cultural del libro, y se proyecta en cambio hacia todo un sistema total de escritura.
Ese siglo XIX que amenazaba regresar desde las sombras como un retorno de lo reprimido, ese pasado criollo y descarnado que se cernía sobre el futuro lumpenizado de la ciudad en sus novelas anteriores, finalmente se hace manifiesto en ¡Paraguayo!. Esta vuelta a lo decimónico que opera Luppino, esta iteración de un siglo XIX extrañado de sí, pero, a la vez, más real que el histórico, se aleja de otras experiencias equivalentes, y evita anclarse en lo llanamente neogótico (como quiere cierta weird fiction local de los últimos años), lo experimental novelesco (las reescrituras gauchescas de Aira a Cabezón Cámara) o lo experimental atmosférico (el moroso mil ochocientos saeriano), para postular en cambio un siglo XIX que encuentra sus claves en una tradición que abarca Tadeys de Osvaldo Lamborghini, la pampa inhóspita de los relatos de Ezequiel Martínez Estrada y, a fin de cuentas, esa parafernalia de salvajismo que, bien leída, dimana de la gauchesca.
El relato de ¡Paraguayo!, con esa resonancia exclamativa que remite a los sugestivos juegos de Juan Filloy, pero que también recuerda a los gritados títulos de las viejas películas del western spaghetti, funciona en dos niveles: el paródico (más superficial, habilitado para una lectura más convencional) y el mitológico (más profundo, para el cual se exige la neurosis del lector fanático, del luppinista celoso que establece conexiones paranoicas, que percibe el movimiento entrópico de su instrumental narrativo, el flujo atemporal de sus arquetipos y el filo reversible de su humor revirado). En el primer nivel, la novela parecería una reescritura distorsiva del siglo XIX, tal como la literatura argentina viene oficiando desde el ciclo pampeano de Aira, las novelas decimonónicas y raras de Saer (La ocasión y Las nubes) y que pueden remontarse hacia adelante hasta Tierra de bárbaros de Norberto Luis Romero, Tempestad y asalto de Ángel Faretta, Las aventuras de la China Iron de Gabriela Cabezón Cámara o Sanmierto de Emilio Jurado Naón.
Un siglo XIX que, como cronotipo construido sobre la base de artificios literarios y clichés de época, se deconstruye en una representación gótica del pasado, a medio camino entre la caricatura (lo histórico es permutado por lo irreal, lo extraño, lo distorsionado, lo novelesco) y la feudalidad (la pampa decimonónica como un escenario que repone el repertorio de violencia, superstición e inhospitalidad que la novela gótica tiende a identificar con el oscurantismo medieval).
La caricatura, ese arte de la distorsión grotesca que busca engendrar la risa, campea libremente en ¡Paraguayo! y en toda la producción de su autor, sin que ésta se agote en tal recurso. Y es que la caricatura sería aquí el disparador para una experimentación con el lenguaje donde se juega con el humor negro, el mal y la potencia insinuante de un lunfardo-gauchesco. En cierto modo, la pampa luppineana hace literal la expresión figurada de Lamborghini que se refiere a la Argentina como “la gran llanura de los chistes”, y la resignifica al filtrarla con el apotegma estradiano que reza: “Y aquellos siniestros demonios de la llanura que Sarmiento describió en el Facundo, no habían perecido” (acaso esos demonios son esas mismas “divinidades clancas de la llanura” de las que habla Lamborghini en “Soré, Resoré”). La feudalidad, esa sensación de mundo inhóspito y premoderno, sin duda, bebe en Luppino del tenebrismo goyesco del pensamiento de Martínez Estrada: la visión de una pampa barbarizada hasta la ahistoricidad, en la cual todo parece un ciclo onírico de degradaciones y masacres. De este modo, en ese nivel de superficie, el de la lectura paródica (¡Paraguayo! como una parodia gótica de la gauchesca y, en general, del siglo XIX argentino), la novela posee un cierto aire de circo malicioso, de entretenimiento morboso, y circula fundamentalmente en el plano de la anécdota (legible, interpretable y, hasta cierto punto, transparente): en el contexto de la Guerra del Paraguay, la Banda de los Paraguayos pasan a cuchillo a los habitantes del pueblo de Las Flores. Hasta aquí, la novela podría leerse en diálogo con el arsenal del Southern Gothic que despliega Cormac McCarthy: la violencia, la locura atávica, lo anormal.
Pero en el plano profundo (el mitológico, por decirlo de algún modo), las figuras y peripecias de la novela parecen tener otras funciones, roles secretos. Parecen abrevar en un mismo sistema de figuras estáticas que, a modo de hipóstasis, reencarnan en cada novela bajo diferentes nombres (nombres arquetípicos, a la vez que apodos vulgares, al modo de los de fantoches titiritescos o máscaras de la comedia del arte: el Milico, el Comisario, el Trompa, el Mandioca). Vale insistir: Luppino repone insidiosamente esa filosofía tenebrosa de Martínez Estrada acerca de los invariantes históricos y las reencarnaciones de los caudillos. Antes de titularse ¡Paraguayo!, la novela tenía otro título, más que significativo, que, quizás por ser excesivamente transparente en sus propósitos, el autor decidió modificar. Se llamaba La pampa infernal. Es una clave que en la obra de Luppino expresa cierta reversibilidad: allí donde la pampa es infernal, también puede pensarse que el infierno es pampeano.
El gaucho-lunfardo que predomina (sea más urbano, sea más rural) en las novelas del autor sella el gran pacto lamborghineano de buscar en la rara expresividad del argentino (que “no es ninguna raza ni nacionalidad, sino puro estilo y lengua”) las claves para escenificar el mal en todos sus matices. La “fiesta del monstruo”, la “fiestonga de garchar”, que articulan su tradición del gótico criollo desde la vejación del unitario en “El matadero” hasta El Fiord, encarnan en Luppino una formulación ontológica: el universo donde se mueven sus criaturas y sus ordalías es nombrado como “desmundo” en Las brigadas, y ese “des-” que licúa la realidad del mundo representado se abre a su vez hacia un Real absoluto. Sólo al salir de la mundanidad superflua, se abre la ominosa verdad de ese “desmundo” distorsivo y expresionista de Luppino. En tal sentido, la pampa infernal, que es la escenografía de ¡Paraguayo!, es un desprendimiento de ese proscenio distópico donde ocurren tanto Las brigadas como Las máquinas orientales, tanto La parte del rey como Serbia o no Serbia (inédita), tanto “Una novelita soviética” como “Contra las MM”, y si funciona genealógicamente como una suerte de épica fundacional (pues al reescribir la gauchesca, Luppino pone las bases del pasado histórico de su mundo ficcional: su propio siglo XIX argentino), también funciona como una posible permutación entre otras, como una aventura; otra variación en el cosmos inventivo del proyecto luppineano, capaz de abolir toda referencia espacial o epocal, y de hacer de esa pampa un espacio equivalente a cualquier otro dentro de los reinos de su cosmos, tal como ocurre en Laiseca, en cuyas ficciones la ambientación en Tecnocracia, Soria, China, la Unión Soviética, Guatimotzín o Transilvania termina siendo intercambiable y supeditada a otro régimen de estereotipia y representaciones, uno donde sólo se leen los signos de la mitología interna del autor y que, naturalmente, exigen la maña trasnochada del lector fanático.
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El panegírico de la contratapa de ¡Paraguayo!, fraguado por Mario Bellatin, no es un detalle menor, sino una declaración de afinidades artísticas y una exhibición de alianzas: no sólo cuenta la afirmación que hace Bellatin de Luppino como creador de una mitología o la comparación que arroja con monstruos latinoamericanos como Jaime Sáenz o Cronwell Jara, a quienes llama “genios secretos”, sino que también la propia firma del autor de Salón de belleza establece paralelismos: la noción bellatineana de escritura, que trasciende la unicidad del libro y se disemina hacia todo un sistema coherente y proliferante, permite explicar la concepción luppineana de proyecto, y revela un componente de sacralidad al que habrá que atender. Luppino repone la exigencia de la vanguardia al colocarla en el terreno salvaje de una escritura sagrada, que mezcla risa y terror en un mismo gesto, gesto de gaucho malevo y de mandarín refinado.
Una escritura que avanza por la vindicación del perdido arte de la frase perfecta. Si las novelitas de Luppino parecen jugar al coleccionismo de la unidad, también, en otro perfil, reclaman otras singularidades que trascienden la lógica del libro: el párrafo, la frase y la palabra adquieren un rango de obra de arte autónoma; pero también hacia afuera, las propias portadas de los libros, las intervenciones de Luppino en otros terrenos (como la Caja Luppino, híbrido entre maliciosa estrategia de marketing y objeto artístico; su taller La Otra Caja, un taller de escritura secreta para leer la mística de Bellatin; las traducciones al italiano de Francesco Verde, que Luppino percibe como reescrituras de su proyecto, como obras autónomas y simétricas a la propia, compuestas en colaboración).
Escéptico frente a la institucionalización de la vanguardia, Luppino parece colocarse en la vanguardia de la vanguardia, en un proyecto que desmantela obsolescencias y revive la literatura por medio de la inserción de una concepción supersticiosa y ritual del texto.
En cierta ocasión, Chesterton niega que William Blake haya hablado realmente, como aseguraba, con los espectros de determinados hombres célebres. Sin embargo, en lugar de refutar al poeta místico desde el escepticismo, Chesterton redobla la apuesta en el campo mismo de la superstición: Blake en realidad habría sido engañado por demonios que se hacían pasar por fantasmas famosos. Tal es la actitud de Luppino frente a la vanguardia: no le reclama sus excesos, sino la insuficiencia de estos; no niega la superstición de las vanguardias, sino que no les perdona el no ser lo suficientemente supersticiosas, el no creer a fondo en esa verdad pringosa y radiante que asegura que, en la literatura, que es lo más importante del mundo, se dirimen acontecimientos cósmicos. Y que, entonces, ningún riesgo, ningún sacrificio es suficiente.
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Luppino suele ver sus novelitas como juguetes, lo cual puede producir una imagen equivocada de la clase especialísima de juguetes de la que está hablando. Decir que ¡Paraguayo! es una iteración de la gauchesca (una parodia, una reescritura, una versión, una apropiación) es, a la vez, un acierto y un error: acierto porque, como realmente ocurre en el Martín Fierro, el itinerario de atrocidades introduce un método de pensamiento que realiza una impugnación psicótica del realismo; y error porque darle al lector una obra de Luppino bajo la promesa de un rótulo genérico es como darle a un niño un arma cargada. Un arma no es un juguete. Y, sin embargo, el mundo de estas narraciones no produce otra cosa que la confirmación, de largo sospechada, de que entre juego y violencia existe un vínculo antiguo y secreto, casi ritual. Luppino puebla, satura sus novelas con juegos capciosos bajo los cuales se perciben agitaciones malignas. Mientras lo hace se ríe y exige nuestra risa, que otorgamos dudosos. Y a los monigotes que resultan de tal oficio, Luppino llama juguetes. ¡Cuidado! ¿Cuándo entenderemos que lo que está haciendo Luppino es ciencia, en el sentido último de la palabra?
* Agustín Conde De Boeck (1987) es Doctor en Letras por la Universidad Nacional de Córdoba y becario postdoctoral de Conicet. Ha publicado los libros El Monstruo del delirio. Trayectoria y proyecto creador de Alberto Laiseca (La Docta Ignorancia, 2017), Sinfonía para un Monstruo. Aproximaciones a la obra de Alberto Laiseca (Eduvim, 2019; en coautoría con Celeste Aichino) y H.P. Lovecraft. Vida y obra ilustradas (Diábolo, 2019). Este año se publicarán, además de dos ficciones de su autoría, un libro sobre Marcelo Fox en coautoría con Matías Raia (por Borde Perdido) y un libro sobre el gótico argentino en el siglo XIX junto con Eva Lencina. Actualmente coordina un taller de lectura online sobre Los sorias de Laiseca.