Oliverio tiene 13 años y esta semana comenzó la secundaria. Es un niño encantador, fabricado en el laboratorio miope de la sobreprotección progre. Siempre consideré que inculcarles a mis hijos valores humanistas los volvería mejores sujetos, y cuando tuvimos que elegir escuela con la madre –ella descartó de raíz la pública–, opté/optamos por una bienpensante de Paternal. Me equivoqué. No solo por el pus endogámico que supura (los chicos y las chicas van al mismo club, a la misma profe particular de inglés, todos los cumpleaños comandados por los mismos animadores, vacaciones en la misma ciudad balnearia, y así), sino por lo homogéneo de los elementos: las mamis y los papis de la escuela progre están todos moldeados con la misma trincheta (recuerdo una encendida discusión sobre La Chinoise de Godard, en la puerta del colegio). Lo sabemos de memoria: la epidermis que contiene a ese rasti elástico que llamamos Buenos Aires está enhebrada con porciones gruesas de violencia, tensión, crueldad. Así las cosas, la “comunidad” educativa que nutre a la escuela progre no dista demasiado de la burbuja que abriga al feedlot zoquete que anida en Nordelta: los pibes y las pibas no tienen contacto con la vida real. Por eso creo que logré subsanar el error y en esta nueva etapa convencí a la madre y también a mi hijo de amplificar las glándulas perceptivas para a acceder a un escuela con otro roce, otro componente social digamos. Decía: esta semana Oliverio comenzó la secundaria, al mismo tiempo que Dante, mi otro hijo, arrancó sexto grado en la primaria progre que por suerte abandonó Oliverio. Esta semana, decía, mis hijos comenzaron la escuela, y yo me convertí en Uber.
La declaración de la pandemia a nivel global en marzo del año pasado me encontró en Jordania, viaje que había planificado para raspar Oriente Medio. Si bien alcancé a recorrer parte de Líbano y de Turquía, de súbito el sacudón interrumpió el itinerario estipulado. En cuestión de horas, mi estancia placentera en Áqaba (un hotel precioso a orillas del Mar Rojo) se resquebrajó. Una mañana al rey jordano se le antojó (para eso es rey, claro) clausurar fronteras hasta agosto. Logré escapar de casualidad, a horas del cierre, para iniciar un periplo alucinado por aeropuertos varios, hasta desembarcar en España, otra vez, a horas del cierre fronterizo para los extracomunitarios como yo.
Semanas después el vuelo de repatriación me depositó en un hotel espantoso de la calle Libertad. Catorce días comiendo de una bandeja de aluminio. Pero claro, estaba en mi país, en mi ciudad, a pocos kilómetros de mi departamento en Villa Crespo y a un estirón del abrazo de mis hijos. Todo estaba en su lugar.
Aquel día, cuando salí del hotel, me emborraché y por la noche canté el himno en el balcón de mi departamento; en mi misma cuadra un muchacho tenía por costumbre (lo corroboré luego) trasladar a su terraza un potente parlante para dar comienzo al ritual. Al día siguiente no me sumé. Me parecía banal y en algún punto ridículo.
Un rápido vistazo por el retrovisor me conduce a una reflexión: desde que tengo 15 años, cuando comencé a viajar solo, no he parado nunca. Siempre acepté trabajos que me permitieran disponer de dos meses, en ocasiones más, tan solo para viajar. Y si no lo conseguía, trabajaba hasta juntar dinero y luego renunciaba. En eso no me equivoqué. Viajes largos, viajes cortos, pero nunca paré.
Lo curioso es que hace un año que no me muevo. Apenas conseguí despegar de la ciudad en abril del año pasado (los periodistas también somos VIP), me instalé en una casa que tengo en las afueras de Buenos Aires, y ahí anclé. Una semana con mis hijos, otra sin ellos, me acostumbré a sus zooms y a la hamaca paraguaya. En invierno, horno de barro y fogón; cuando llegó el calor: pileta y pastito; las patas desnudas, siempre. Esta semana, decía, Dante y Oliverio comenzaron la escuela. Yo volví a Buenos y me convertí en Uber.