En memoria de Amando Alexis
Rodeado por el más lujurioso de los mares –la maldita circunstancia del agua por todas partes, según Virgilio–, en medio de un calor cañaveral semejante al sexo ardiente de un animal tropical, un día como hoy, pero en la isla de Cuba (concretamente en Santiago de las Vegas, a dos horas a lomo de mula de la ciudad de La Habana) nacía, hace apenas cien años, Italo Calvino: una de las inteligencias literarias más fecundas y esplendentes del siglo pasado.
Autor entrañable que no necesita presentación, Calvino es un milagro articulado de la prosa que recuerda, en su complejidad, que la literatura es una de las formas más cordiales y verdaderas de habitar el mundo, en la medida en que lo imagina antes de representarlo para ofrecerlo como una tentativa permanente: todo en su literatura es un ensayo y una especulación delicada que se nutre de la poesía y la fabulación popular, senderos de naturaleza eminentemente fantástica: en la riqueza variopinta de sus libros el mundo se ofrece como una fábula a ser recorrida, solo para desentrañarla mejor.
A la belleza conocida de su obra –de un talante enciclopédico y sensual que crece con la vida del lector, a la manera de los versos de una vida o los vinos encontrados en el fondo de una bodega– se suma este año la colección de entrevistas titulada He nacido en América, una selección del tomo publicado en Italia en 2022 por Mondadori y que en la versión española, publicada por Siruela, es traducida por Dulce María Zúñiga.
Compilación de opiniones de un intelectual que piensa narrando, se trata de una colección de perlas que dibuja con nitidez un paisaje con las herramientas de un iluminador que va y viene a su antojo entre los claroscuros y sutilezas del lenguaje, siempre desde una actitud honesta –preciso es decir moral– que encuentra una relación de fidelidad con el oficio; por ejemplo, en lo tocante a los viajes: “En el fondo, ¿qué importa si nos distraemos? Humanamente, es mejor viajar que quedarse en casa. Lo primero es vivir, después filosofar y escribir. Es primordial que los escritores vivan con una actitud que los conduzca hacia un mejor acercamiento a la verdad. Algo que se reflejará en la página. La literatura de nuestro tiempo será ese algo, nada más”.
Lúcido, sus consideraciones incitan a la reflexión, porque son precisas y descriptivas: “Quien acepta el mundo como es será un escritor naturalista; quien no lo acepta, y hace lo posible por explicárselo y cambiarlo, será un escritor de fábulas. Tolstoi es piadoso ante todo; Voltaire, Brecht y Picasso son despiadados”.
Para Calvino la literatura –es decir, la realidad– es muchas cosas, pero en esencia se trata de una forma sensible y fascinante del conocimiento, de la claridad posible que prefigura una manera de ejercerla de manera aplicada (no teorética, a la manera más bien estéril de un Paul Valéry): “Los libros de viaje son un modo útil, modesto y completo de hacer literatura. Son libros de utilidad práctica, aun cuando los países cambian año tras año, o precisamente por eso, porque al hacer una imagen fija de cómo los hemos visto, registramos su esencia mutable, y podemos expresar de ellos algo que va más allá de la mera descripción de los lugares visitados, establecer una relación entre nosotros, la realidad y un proceso de conocimiento”.
Calvino es un escritor y un humanista sin igual porque imagina la realidad sensible, permeable a los aspectos de la cultura que nos rodean, entendiendo el mundo como un palimpsesto en el que vamos escribiendo –pero también borrando– los trazos de nuestra azarosa existencia.
Advertidos de su consideración sobre Galileo Galilei como el mejor prosista italiano de todos los tiempos, sus opiniones dan también una idea acabada de su proceso creativo: “Mi manera de escribir prosa está bastante próxima a la manera en que un poeta compone un poema. No soy un novelista que escribe novelas largas. Concentro una idea o una experiencia en un breve texto sintético que se relaciona estrechamente con otros textos para formar una serie. Presto particular atención a las expresiones y a las palabras, tanto con respecto al ritmo como a los sonidos y las imágenes que evocan. Creo, por ejemplo, que Las ciudades invisibles es un libro que ocupa un lugar situado entre la poesía y la novela”.
Atento, conoce bien las minucias del gremio: “Los novelistas cuentan esa verdad escondida por debajo de cada mentira… Sospecho de los escritores que alegan decir toda la verdad sobre ellos mismos, sobre la vida o sobre el mundo. Prefiero quedarme con las verdades que encuentro en los escritores que se presentan a sí mismos como mentirosos sin freno”.
Sensible, prodiga algunos pasajes dignos del Eclesiastés: “La juventud consiste en aprender a poseer las cosas del mundo; la vejez consiste en aprender a abandonarlas. Quizás ahora es imposible cualquier posesión; existen solo falsos poderes. Todo lo que he aprendido lo aprendí en negativo: solo puedo proceder por exclusión, en literatura y en todo lo demás”.
En un artículo de 1987, Severo Sarduy se preguntaba y respondía con tino infalible: “Qué imagen quedará de Italo Calvino. Sin duda la de un escritor como los verdaderos, particular y atípico. Uno de los raros en haber utilizado todos los registros del lenguaje con sus colores y sus texturas”.
Cubano de nacimiento y universal por elección, el noble maestro Italo recuerda aquella hermosa parábola de Borges, que redondea los alcances de este montaje autobiográfico de absoluta colección: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.
Grazie tante, maese.