Si una de las causas primeras que tuvo el siglo XX fue, con fervor, poner en el centro la vida, lo viviente, las formas de vida, con la misma intensidad se dedicó a destruirla. Esa centuria pasada, fue la “época (criminal) de lo monstruoso”, en palabras de Sloterdijk, y una vez que la Primera Guerra puso a andar al siglo la destrucción siguió escombro sobre escombro, ruina sobre ruina, hasta preguntarse como en “Experiencia y pobreza” de Walter Benjamin, a propósito de esto, cómo imaginar el arte en general desde la nada. O mejor dicho, como sobrevivir a la nada (histórica, económica, cultural) de un mundo que había desaparecido, tal y como se lo conocía.
Por eso, destrucción y supervivencia tensionan y su accionar puede explicarse a partir de la superposición de esos dos movimientos: uno sobreviene al otro, lo implica, lo arma y lo desarma. Son dos ardores, de arrebato y padecimiento, que constituyen las prácticas y discursos, las manera de entender muchos de los momentos cruciales del siglo.
En las guerras, cada una un poco a su modo, regresar del frente implicó dos instancias que implicaron primero perder y luego, recuperar la forma, de manera diversas. La máquina de la guerra tiene su motor en la aniquilación, al tiempo que construye avances y nuevos modelos de escritura, arte e imágenes. Lo sabemos por las vanguardias; lo conocemos por los procesos posteriores.
La guerra de Malvinas duró dos meses y medio, entre el 2 de abril y el 14 de junio de 1982, y terminó con una victoria inglesa, 649 soldados argentinos muertos, y otros cientos (no hay estadísticas fehacientes que precisen la cantidad) que con el tiempo se fueron suicidando. Participa, a su modo, de las contiendas bélicas que se dieron casi a fin del siglo agonizante y en nuestro caso, al filo de la dictadura (1976-1983).
Entre 2013 y 2019 un proyecto editorial emprendido por Diego Sanstede y Martín Felipe para ARGRA arroja la evidencia que son muy pocas las fotografías que hay sobre la guerra de Malvinas. Por un lado, las imágenes fueron muy controladas por el gobierno de facto. Los pocos reporteros que cubrieron el evento estuvieron poco tiempo y las fotos pasaron por un proceso de censura. Sobre Malvinas, entonces, había poco menos de 80 fotos que hemos visto durante este tiempo. El otro descubrimiento iluminador fue darse cuenta de que no había fotos de los soldados. Sacadas por ellos mismos, para ser más específicos. Esa constatación fue determinante para dar comienzo a uno de los proyectos más significativos y reveladores que viene a expandir el conocimiento sobre esta guerra. Desde el pasado a presente, lograr, por fin, ese regreso del frente de batalla definitivo.
Diego Sanstede es uno de los realizadores de Malvinas, Memoria de la Espera que es un proyecto en marcha de la asociación civil Fotografías, Sociedad y Memoria. Trabajan en la construcción de un archivo para la preservación y difusión de las imágenes (y sus historias) tomadas por los soldados conscriptos argentinos en el otoño de 1982, durante el conflicto que derivó en la Guerra de Malvinas: “nuestros fines son culturales y buscan enriquecer la historia, la educación, los puentes entre generaciones hacia la memoria y el porvenir. La historia de este trabajo comenzó en 2017 con un rastreo inicial y los aportes de las fotografías de los excombatientes Mario Feroldi y Martín Borba, que formaron parte de un libro y una muestra. Desde entonces, a partir de un sostenido proceso de investigación, Memoria de la Espera está en continua expansión: en la actualidad, el archivo tiene incorporadas más de 1000 fotografías y 50 entrevistas audiovisuales a soldados conscriptos, realizadas en ocho provincias. Tras los encuentros con cada excombatiente que cuenta con fotografías tomadas durante el conflicto realizamos la digitalización de los materiales en alta resolución.”
La primera foto que encuentran fue una que estaba en Facebook. Muy distinta a las que habían visto siempre. Era en color, cuando la mayoría de las fotografías conocidas eran en blanco y negro. Ahí están dos soldados conscriptos abrazados sonriendo. Se ponen en contacto con el centro de ex combatientes de La Plata y sobreviene un conocimiento decisivo: “sí, había un compañero nuestro del Regimiento 7 de La Plata que tenía una cámara de fotos”. Ese era Mario Feroldi que vivía en Chacabuco y acerca las primeras imágenes.
A partir se arma el mapa que va desde el conurbano bonaerense, Laferrere, Ramos Mejía, y sigue por las provincias. Un itinerario que comienza a recopilar ese registro tan original, transparente y sin mediaciones que se ve en las fotos en papel, “parecen las fotos de vacaciones, cuando éramos chicos”, explica Sanstede con la conciencia exacta de esa frase. Porque lo que es inquietante y elocuente es el candor de las poses, las sonrisas, los abrazos. La incertidumbre del desenlace de los hechos históricos frente a nuestra certeza con el tiempo transcurrido. Pareciera que esas fotografías modelan el alejamiento total entre los dos bandos: los argentinos colimbas inexpertos, la idea de una guerra como matanza, la falta de todo, la injusticia, los mártires, la dictadura. En el otro extremo: los ingleses entrenados, profesionales, la guerra como estrategia, la abundancia de recursos, el deber, los victoriosos, el Imperio. Al tiempo que hacen de estas circunstancias una verdad contundente.
Asimismo, Sanstede explica que se trata siempre de fotografías originales en formato papel, impresas en 1982: “digitalizamos los negativos, en el caso de que aún los conserven. Durante el proceso se toman notas de nombres, lugares y fechas de cada fotografía incorporada, en cumplimiento de las normas internacionales de archivo y conservación. Con cada uno de ellos realizamos una entrevista del encuentro en formato audiovisual, que deja registro de lo que recuerdan de su paso por la guerra e indaga sobre el valor de las fotografías como caja de memoria. Para llevar adelante estas distintas facetas del trabajo, Memoria de la Espera coordina un equipo multidisciplinario formado por archivólogos, editores y montajistas de video, técnicos de sonido, retoque digital de fotografías, diseño gráfico y diseño web, manejo de redes, redacción y corrección”
En 2017 hacen un libro que sale en la colección de pequeño formato de ARGRA y la muestra anual de la Asociación de reporteros gráficos en el Palais de Glace. “Fue muy emocionante porque pasaron de estar en un portarretratos en la casa, en una carpetita en un cajón a formar parte de una experiencia social y cultural”.
El componente emotivo es muy pregnante. Es muy difícil ver las fotos, el registro duro, sin conmoverse. Sin apartarse de la situación de guerra. De hecho, las imágenes son también sobrevivientes, porque atravesaron las requisas y el frío. Porque los rollos llegaron al continente escondidos. Porque las cámaras de fotos arribaron a las islas, muchas veces, en encomiendas que mandaron familiares. Porque resistieron bombardeos, escasez de comida. Porque se repusieron a heridas y perdieron muchos kilos. Porque fueron ignoradas, silenciadas. Porque tuvieron que pasar muchos años para que fueran vistas. Como en los viajes de esas épocas, los soldados revelaron las imágenes al llegar para compartirlas con sus compañeros. Quizá haya duplicadas, entonces. Los que muestra una fraternidad instantánea.
Las pocas fotos de mujeres en Malvinas exhiben que ese espacio no era apto para ellas. Sin embargo, un grupo de instrumentadoras, entre ellas Silvia Barrera, estuvo en Buque Hospital Irizar. El día antes de viajar, su papá le compró una cámara fotográfica Minolta Pocket 110 mm y diez rollos de película. “Sacá fotos a todo lo que veas así después veo lo que vos viviste”, le dijo cuando se la entregó. De los diez rollos que le entregó su padre, solo dos sobrevivieron a las requisas que hacían los soldados ingleses por los camarotes del buque luego de la firma del cese al fuego. En los ocho rollos que se llevaron, había fotos que le interesaban profesionalmente, donde había registrado cirugías y a los heridos. Los negativos que pudo traer se perdieron y solo conserva cincuenta y un fotografías color, copias de la época.
Busco en las extraordinarias listas narrativas con las que Tim O´Brian recreó la guerra de Vietnam, su guerra como soldado, en el clásico The Things They Carried publicado en 1990 qué llevaban los soldados. Quiero verificar si llevaban libros o cámaras de fotos. Sólo aparece una referencia a un libro: “Hasta que le pegaron el tiro, Ted Lavender llevaba doscientos gramos de droga de la mejor calidad, que para él era una necesidad. Mitchell Sanders, el radio, llevaba condones. Norman Bowker, un diario. El Rata Kiley llevaba tebeos. Kiowa, bautista devoto, llevaba un Nuevo Testamento ilustrado que le había regalado su padre, que daba clases en una escuela dominical de Oklahoma City. Como defensa contra tiempos difíciles, sin embargo, Kiowa también llevaba la desconfianza de su abuela hacia el hombre blanco y la vieja hacha de caza de su abuelo”.
Un poco más adelante, el escritor Tim ve al que fue en una foto: “Ahora es 1990. Tengo cuarenta y tres años, lo que le había parecido imposible a un chico de cuarto de básica, y sin embargo, cuando veo en las fotografías cómo era en 1956, me doy cuenta de que en los sentidos importantes no he cambiado en absoluto. Era Timmy entonces; ahora soy Tim. Pero la esencia sigue siendo la misma. No me engañan los pantalones bombachos o el corte de pelo al cepillo o la sonrisa feliz —conozco mis propios ojos—, y no hay duda de que el Timmy que le sonríe a la cámara es el Tim que soy ahora. Dentro del cuerpo, o más allá del cuerpo, hay algo absoluto e insustituible. La vida humana es un todo, una sola cosa, como una hoja de patín que traza círculos en el hielo: un chico pequeño, un sargento de infantería de veintitrés años, un escritor veterano que conoce la culpa y la pena”.
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