Jorge Romero tenía 28 años. Se había recibido hacía menos de un mes y llevaba cuatro días en el Policlínico La Barra. Era, en rigor, una casa particular en cuya planta baja funcionaba un consultorio con insumos básicos: antisépticos, hilo para suturar heridas y muestras de medicamentos.
El médico dormía allí para hacer horas extra y pagar un alquiler. Aquel 4 de enero recibió un mensaje curioso: “Hay alguien del otro lado del teléfono que está pidiendo que le prestemos un aparato para medir la presión”.
—Hola, soy el doctor Jorge Romero. ¿Me puede contar lo que pasa?
—Acá Guillermo Cóppola. Estoy con Diego Maradona, que duerme hace dos días. No logramos que se despierte.
—Pero si está así hace dos días no está durmiendo. Está en coma.
En junio de 2020 el representante recordó aquellas horas: “Lo veo sentado en la cama, apoyado contra el respaldo, y me asusto. Corro a la casa y empiezo a buscar el teléfono con la chica que hacía las cosas, para encontrar al médico más cercano. Pero no llamé a uno. Fueron dos o tres, y no querían venir porque les decía que Maradona no reaccionaba”.
Cuando Romero aceptó, Cóppola le pidió que se acercara con la mayor cautela hasta la chacra del empresario argentino Pablo Cosentino, en el balneario de José Ignacio. El médico tomó su maletín, subió al auto y manejó los veintitrés kilómetros que lo separaban del lugar. Llegó poco después de la una de la tarde y de inmediato lo guiaron hasta un anexo de la casa. Cuando se recuperó de la incredulidad –en efecto, el hombre más famoso del mundo yacía desvanecido sobre una silla de mimbre–, creyó que era una escena demasiado limpia.
“La fiesta había sido en otro lugar”, asegura por teléfono. “Maradona estaba plantado ahí. No había ropa ni enseres personales, apenas un neceser”. Enterado de que la serie de Amazon sobre la vida del astro lo dejaría como “un pelele”, este hombre reacio a la exposición pública acepta dar algunos detalles inéditos. Por ejemplo, que el consumo no le generaba a Maradona una reacción predominante de aceleramiento, sino que “quedaba duro. Era el efecto compensatorio: la paz”.
“Al lado [del ex jugador] había una persona durmiendo; Guillermo lo despertó para que se corriera, y yo revisé a Diego –contó en abril de 2019. Tenía una crisis hipertensiva y una arritmia ventricular. Además, dejaba de respirar durante lapsos de cinco o seis segundos. Estaba muy grave en serio. ¡Se estaba muriendo!”.
Maradona necesitaba ingresar a un centro especializado. Romero asegura que le costó convencer de ello al representante.
—Si no lo internamos, se muere en unas horas.
Más de dos décadas después, su furia sigue intacta: “Ese señor casi lo mata”. Cóppola se desentiende: “Era un médico raro, como un hippie. Si me decías que venía fumándose un ‘caño’, te lo creía. Pero vino. Cuando lo toca, dice que hay que llamar a la ambulancia. Yo me negué e insistí en que había que llevarlo [en la camioneta que estaba disponible]”.
Mientras el empresario se demoraba en el baño, el médico avanzó con las maniobras de reanimación. El objetivo era mantener la vía aérea despejada. Le pareció que pasaba una eternidad, hasta que subieron a Maradona a la camioneta. A esa altura, la persona que dormía a su lado se había ido y estaba por abordar un vuelo privado en el aeropuerto Laguna del Sauce.
Todo indica que se trataba del publicista y representa artístico Carlos Ferro Viera, a quien el ex jugador había conocido en 1996, durante una visita a Cóppola en el penal de Dolores. Estaba detenido por tráfico de estupefacientes. Desde entonces se había convertido en uno de sus amigos cercanos. Hay versiones que señalan que fue quien acercó cocaína a Maradona durante aquel verano.
Romero y Cóppola manejaron hasta el Sanatorio Cantegril. Los enfermeros llevaron al ex jugador en camilla hasta la sala de cuidados intensivos, donde esperaba un cardiólogo. “Se le constató una crisis hipertensiva y una arritmia ventricular”, informó David Frank Torres, director del centro de tratamiento intensivo. Ahí terminó el trabajo de Romero. “Lo dejé en CTI [Centro de Tratamiento Intensivo] y me fui”, confirma.
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Acostumbrado a que lo convocaran en los momentos agudos, el doctor Alfredo Cahe viajó de urgencia desde Buenos Aires. Encontró a su paciente “en estado semicomatoso”, con hipertensión, problemas cardiovasculares (excitación y taquicardia) y neurocognitivos. A su favor, mantenía un buen rendimiento pulmonar y su clásica capacidad de desintoxicación, con la que el médico seguía sorprendiéndose. “Se quedó mudo, y de pronto temblaba. Pero no hacía un equivalente epiléptico”, recuerda Cahe, que indicó un esquema de sedación. Sabía que, en esas situaciones, a Maradona había que dejarlo dormir.
Cuando empezó a indagar, escuchó que en esos días había corrido mucha droga, una situación que ya venía desde Buenos Aires. “Hasta yo estaba asustado”, revela. “Todos los cuadros que hizo, en principio, fueron siempre de adicción, que era muy difícil de manejar”. Por esos días, alcohol (le gustaba el vino Valmont), cocaína “y sustancias que uno nunca pudo saber, porque se las traían los amigos para probar”.
Ante la complejidad del cuadro, Cahe convocó de urgencia al prestigioso cardiólogo Carlos Álvarez, quien dirigía el Instituto Sacre Coeur, en el barrio porteño de Recoleta. Cuando llegó a Punta del Este, ese mismo 4 de enero, los médicos le describieron a un paciente “con antecedentes de consumo de cocaína por vía inhalatoria durante diecisiete años”, que había ingresado con una descompensación hemodinámica y superado una torsade de pointes (torsión de puntas). Se trata de una arritmia ventricular multiforme que, en ocasiones, puede ser de sumo riesgo. Se manifiesta en latidos eléctricos muy rápidos y anárquicos, que pueden volver al ritmo normal por sí solos o desencadenar una fibrilación ventricular, trastorno que puede llevar a la muerte. En el caso de Maradona, esa condición logró revertirse con oxigenoterapia y cinco miligramos del fármaco betabloqueante Atenolol, administrado dos veces por vía endovenosa.
Los análisis toxicológicos mostraron “la presencia de altos niveles de clorhidrato de cocaína en sangre: 500 microgramos por mililitro”. El diagnóstico que hizo el doctor Álvarez fue “insuficiencia cardíaca congestiva aguda, acompañada de hipertensión pulmonar secundaria”, para lo cual indicó el reemplazo del Atenolol por un tratamiento a base de drogas vasoactivas, para aumentar la disponibilidad de oxígeno en el músculo cardíaco; diuréticos, para la eliminación de líquidos, e inhibidores de la enzima convertidora de la angiotensina para controlar la hipertensión arterial.
Maradona evolucionó bien. Los edemas se redujeron y perdió más de diez litros en setenta y dos horas. Pero el corazón estaba indudablemente dañado, con un agrandamiento de la aurícula izquierda y un aumento del índice cardiotorácico (mide el tamaño de la silueta cardíaca) a expensas del ventrículo izquierdo.
Romero lo vio por última vez. “Estaba mal, bajo los efectos de la analgesia, recuperándose de a poco. Le estaban por sacar el respirador. Le dije que se cuidara, que casi se muere. Di media vuelta y me fui. No estaba para sobrecargarlo”.
En los años siguientes fortaleció una convicción: si seguía consumiendo a ese ritmo, Maradona moriría. “Al nivel suyo, siempre hay lesiones severas”, explica. “Tenía un impulso a la autodestrucción”.
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Las versiones sobre el origen del cuadro eran confusas. Cóppola intentaba minimizarlo: “Diego está un poco fastidioso porque se quiere ir, pide de comer y por suerte se lo ve físicamente deshinchado. Todos esos son buenos síntomas. Lo que sucede es que por las fiestas comió muchos asados, hizo desarreglos y, como además está excedido de peso, hizo este pico de hipertensión”.
El representante terminaría procesado por falso testimonio: en sus declaraciones había omitido revelar la presencia de Ferro Viera. Así lo justifica hoy: “Soy de otra generación… Había otra gente con Diego [por Ferro Viera], y yo no lo señalé. No sumaba ni restaba. Lo niego para no complicarlo. Era un muchacho amigo. ¿Para qué lo iba a meter? Le dije ‘andate de acá, llevate todo lo que tenés, por favor, que vas preso’. Estaba duro en un sillón. Dije: ‘Métanlo en un auto, que se vaya’”.
Aquellos días también dio una versión que negaría años más tarde: camino al sanatorio, habían parado a cargar gasoil en el balneario de La Barra y “Diego pidió una leche chocolatada, que no le dimos, porque el médico que viajaba en la camioneta lo desaconsejó. No estaba inconsciente. Sentía un fuerte malestar. Estaba muy hinchado. Y desde dos días antes se quedaba dormido de repente”. “A Cóppola se le ocurre parar en la estación de La Barra para cargar 70 litros de combustible”, aseguró Romero. “Estuvimos quince minutos con Maradona en coma mientras cargaba nafta. ¡Lo quería matar!”.
Cóppola aclara y concede: “Se me criticó, pero al médico yo le conté que venía de dos o tres días de ‘caravana’. Diego estaba inconsciente. En [la estación de servicio] Ancap de La Barra me conocen todos; voy hace más de cuarenta años. Me preguntaban por Diego y yo desdramatizaba todo. Pero llegamos al límite”.
En su testimonio ante la jueza Adriana de los Santos, había detallado los movimientos de Maradona desde su llegada a Uruguay, el 31 de diciembre a las nueve de la noche. “Su intención era hacer un entrenamiento intenso. Tomó sol, jugó al fútbol e hizo dos producciones de fotos. No hubo noche para él, salvo el 31. Y esa no fue una fiesta loca. Fue en la casa de una familia amiga y estaba mi nieta en su cochecito”, insistió en declaraciones a La Nación. También contó que por esos días buscaron un medicamento para el hígado, Trasmebil, y que Maradona compró y tomó un jarabe expectorante el día de su internación.
Cóppola dio detalles sobre los alimentos que había consumido su amigo desde el 2 de enero, una seguidilla que representaba un peligro para cualquier hipertenso: un almuerzo de milanesas y tarta de atún en el restaurante Las Hermanas; esa misma tarde, más milanesas, pero en sándwich, en el bar del Hotel Las Dunas, donde el ex futbolista se hospedaba con Claudia y sus hijas; asado en lo de Cosentino; fideos en lo de otro amigo; otra vez fideos, hechos por Claudia, dos días después; ubre y corazón a las brasas con un fotógrafo de la revista Gente. Habían comprado esos cortes en un supermercado junto a Juan Navarro, dueño del Exxel Group, que en los noventa llegó a contar con los supermercados Norte, los alfajores Havanna, los helados Freddo, la cadena Musimundo y la panificadora Fargo. “Parecía una desesperación por llevarnos cosas”, recordó el representante. “Fue un exceso todo”.
Ahora lo confirma: “Se comió 1,8 kilos de ubre. Y como medio kilo de un plato de pasta aglio e olio. En la prensa estaban todos con ‘la droga, la droga, la droga’. Sí, hubo, pero no era solo eso. Yo les dije a los médicos que creíamos que de 1999 al 2000 cambiaba el mundo [por el efecto informática Y2K, que supuestamente ocasionaría fallas masivas a nivel global]. Todo era una excusa”.
Pero el 1° de enero no habían cambiado el mundo ni las ansias competitivas de Maradona, que se hizo tiempo para la inauguración de una cancha de fútbol en la playa La Boyita. “Era capaz de estar un día y medio sin dormir, y después jugarse un partido. Después de esa noche larga del 31, el 1 tuvimos ese partido al sol, no sé con qué temperatura. Íbamos perdiendo 3-1 contra un equipo con [el empresario] Alan Faena, [el animador] Nicolás Repetto y [el esposo de la modelo Valeria Mazza] Alejandro Gravier. Diego dijo: ‘No podemos perder contra estos, mirá lo que son. Vos parate ahí’. Me tiró dos pelotas y me hizo hacer dos goles. Ganamos 4-3. Pesaba como cien kilos y cuando terminó, se tiró al agua fría. Tenía una fortaleza que te hacía pensar que era inmortal”.
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Apenas salió de la clínica, Maradona anunció: “No quiero dejar este mundo. Voy a luchar para seguir viviendo”.
El lunes 10 de enero subió con Claudia a un avión sanitario alquilado por un grupo de amigos. En Aeroparque tomaron una ambulancia que los dejó en Fleni, adonde ingresó con el objetivo de estabilizar su cuadro clínico. Un centenar de personas apiñadas en la calle Montañeses acompañó su arribo con gritos, llantos y cantos de cancha. Las puertas de la clínica, que solían estar abiertas las 24 horas, se cerraron y quedaron bajo la custodia de dos guardias.
El doctor Cahe siempre buscaba lugares de jerarquía científica para internar a Maradona. Esta vez tuvo que esforzarse para convencer al director, Ramón Leiguarda, de que aceptara a un paciente muy comprometido. Todo suponía una exposición mediática indeseada, con un elenco de acompañantes que no siempre se comportaban según lo esperable en un centro de salud.
Las primeras declaraciones del médico personal del astro en Buenos Aires no dejaron lugar a la especulación: “Ésta es la última oportunidad que tiene Diego para recuperarse de su adicción. Y si sale, me lo quiero llevar del país. Acá no se curará nunca”.
Maradona permanecería en una sala de cuidados intermedios del cuarto piso, mientras su familia ocupaba una habitación en el octavo. Las primeras noticias fueron contradictorias. “Neurológicamente está perfecto”, dijo Leiguarda. “De buen ánimo, camina solo y está sedado. Veremos qué es lo que quedó del episodio inicial y esperamos que no surjan complicaciones”. Cahe, en cambio, confesó que tres meses antes Maradona había sido internado de urgencia por una infección pulmonar y que “hace un año y medio que lo veo cuesta abajo”.
El diagnóstico del doctor Álvarez con el que el ex futbolista llegó a Fleni fue: hipertensión arterial, depresión del sensorio (deterioro sensorial), edema agudo de pulmón e insuficiencia cardíaca congestiva. Ese cuadro se complicaba con la excitación psicomotriz que obligaba a medicarlo, con un consecuente estado de somnolencia. Al día siguiente de su llegada, fue sometido a un electroencefalograma que mostró un “trazado desorganizado simétrico desprovisto de actividad focal o paroxística”. Era indicador de una disfunción cortical difusa bilateral. Se trata de un trastorno que afecta en forma generalizada las funciones de la corteza cerebral y puede responder a distintas causas, entre ellas, hipertensión arterial, desarreglos del metabolismo de la glucosa y consumo de drogas.
Además del plan de hidratación y las nebulizaciones, se le administraron una decena de medicamentos: una ampolla del complejo vitamínico B (incrementa la energía celular, calma los dolores neuropáticos y ayuda a prevenir la anemia megalobástica), Taural (combate el reflujo gastroesofágico y actúa como protector gástrico), Lasix (diurético), enalapril (combate la hipertensión), Rivotril (ansiolítico), Clexane (anticoagulante), Luvox (antidepresivo), Zyprexa (antipsicótico), hidrocortisona (alivia la inflamación) y aspirina (ayuda a prevenir recurrencias).
Un ecocardiograma determinó que el paciente tenía el “ventrículo izquierdo ligeramente dilatado con hipertrofia difusa a predominio posterolateral inferior con depresión global moderada de la contractilidad a predominio anteroseptal. A nivel basal el septum no muestra engrosamiento y tiene mínimo desplazamiento”.
También se verificaron estas particularidades: hipertrofia de pared libre del ventrículo izquierdo con adecuada motilidad (movilidad); regurgitación mitral leve secundaria; esclerosis de la válvula aórtica; regurgitación tricuspídea leve; presión sistólica pulmonar calculada de 30 mm de HG. Los datos emergentes tanto del electrocardiograma como del ecocardiograma mostraban un corazón con signos de daño. Como veremos, el daño se constataría pocos días después.
Al segundo día de internación, Maradona pudo caminar unos minutos por los pasillos de Fleni. Mostraba signos de una buena evolución, sin señales de secuelas neurológicas por el pico de hipertensión. Quería irse. Incluso hablaba de entrenar de nuevo. Pero los médicos insistían en la necesidad de “un severo tratamiento fuera del país” para dejar atrás su adicción. Por esas horas se mencionó Canadá, en una de cuyas universidades trabajaba su hermano Raúl. “Está tomando conciencia de lo que le sucedió y de la necesidad de encarar un tratamiento definitivo”, aseguraban los responsables del centro.
La presencia de Cóppola –que había logrado salir de Uruguay después de pagar una fianza de quince mil dólares– dividió las aguas. Cahe la alentó: “Tienen un diálogo especial. Son amigos de muchos años, es difícil definir con palabras”. Álvarez estaba en contra: “Preferiría a Maradona rodeado de su familia directa para que reviva los momentos de su infancia con su madre y sus hermanos, pero en un ambiente sano”. (…)
“A partir de ahora, lo que se haga va a ser acordado no solo entre los colegas sino también con la familia y, en lo posible, con el propio Diego”, avisó Cahe, que antes de arreglar la salida de Sacre Coeur llamó con Cóppola a siete centros especializados en el tratamiento de adicciones. La primera opción era el Instituto de Psiquiatría de Boca Ratón (Florida), que proponía un tratamiento con la familia durante los primeros días. A pesar de las gestiones del representante y del propio Álvarez, Estados Unidos negó la visa con una respuesta tajante: “Por favor no insistan”.
En Canadá tampoco querían recibirlo. “No tenemos consejeros en español ni médicos que sepan el idioma”, los desalentó una médica del Clarke Institute of Psychiatry de Toronto. La respuesta de The Vitanova Foundation, en Ontario, fue más ambigua. “Acá les proponemos ‘hoy no vamos a tomar cocaína’. El día a día es lo que importa –les explicó la anfitriona, Franca Carella. Pero para que yo acepte este tratamiento necesito dos entrevistas. Una en el lugar que ustedes elijan y otra en el centro. Para ver si yo le gusto y el lugar le gusta. Si no es así, nada va a funcionar”.
Después de otra comunicación fallida con el Caritas School of Life de Toronto, volvieron a considerar la chance que más seducía al ex jugador: una recuperación en Cuba, con la venia de su amigo Fidel Castro. Finalmente, fue el destino elegido.
Maradona dejó el Sacre Coeur con la indicación de medicarse con aspirinas, diuréticos, inhibidores de la enzima convertidora de angiotensina (reducen la presión arterial) y carvedilol (relaja los vasos sanguíneos y disminuye la frecuencia cardíaca).
Álvarez recuerda su indicación más elocuente durante aquella despedida: “La necesidad absoluta de poner freno a su adicción a la cocaína y al estrés”. En Cuba, el ídolo solo lograría lo segundo.
☛ Título La salud de Diego
☛ Autor Nelson Castro
☛ Editorial Editorial Sudamericana
Datos sobre el autor
Es periodista y médico graduado con honores en la Universidad de Buenos Aires.
Editorialista político del diario PERFIL, conductor de televisión y radio, ha entrevistado a numerosas personalidades mundiales y cubierto eventos históricos de relevancia global.
Ha publicado varios libros sobre salud y enfermedad en figuras del poder, entre ellos: La salud de los papas y La verdad sobre la salud de Cristina Kirchner.