El 9 de diciembre, Bernard Leon Madoff, el reconocido financista neoyorquino, llamó a su oficina a uno de sus más cercanos colaboradores. "Este año quiero pagar los bonus en diciembre", le dijo. Sonaba raro ya que, por lo general, ese pago siempre se realizaba en marzo.
Esta decisión hizo sonar las alarmas entre los miembros del Directorio de Madoff Securities. Y estas luces rojas trascendieron el ámbito de la sede del fondo de inversiones. Pero las señales no eran nuevas. Los empleados percibían en su jefe un nerviosismo poco habitual en sus modales diplomáticos y sosegados.
El estrés que evidenciaba daba cuenta de que algo extraño estaba pasando. Unos días antes, otro de sus ejecutivos había recibido el primer chubasco de lo que después se convertiría en un huracán: Madoff, le había informado que los clientes le habían pedido el dinero y debían conseguir liquidez por U$S7.000 millones.
Los llamados telefónicos urgentes se incrementaron. Fueron días de vértigo y adrenalina. Madoff sabía que tenía que juntar ese monto o todo el castillo de cristal levantado se vendría abajo, y una caja de Pandora se abriría ocasionando daños impensados. Así fue, finalmente, que el velo se descorrió.
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