Vio morir a Nelson Mandela, Margaret Thatcher, Juan Domingo Perón, John F. Kennedy, Winston Churchill, Ronald Reagan, Mao Zedong y tantos otros líderes legendarios –por causas loables o deleznables, pero legendarios al fin– del siglo XX. A sus 90 años recién cumplidos, Fidel Castro es el único gran líder de la era de la Guerra Fría que vive: el último mito de una época que no terminará de extinguirse mientras el veterano jefe cubano siga esquivando la muerte.
Aunque aún da muestras de sus reflejos intelectuales, la salud de Castro se ha deteriorado progresivamente desde 2006, cuando una severa afección intestinal, de la que el gobierno cubano jamás dio demasiados detalles, lo obligó a apartarse del ejercicio cotidiano del poder y a ceder el bastón de mando a su hermano Raúl.
Desde entonces, sus apariciones públicas se hicieron cada vez más espaciadas. Cada vez que pasan meses sin que Fidel se muestre en sociedad –siempre con la vestimenta deportiva que en los últimos años ha reemplazado al uniforme militar–, los rumores sobre su salud recorren la isla. Para la mayoría de los cubanos, proyectar lo que ocurrirá el día en que muera Fidel provoca una incertidumbre casi existencial: Castro ha sido, para bien y para mal, uno de los pilares fundamentales de una particular forma de vida desde hace más de medio siglo.
Es cierto que su influencia sobre las decisiones de gobierno es cada vez más reducida. Sin embargo, la sola existencia física de Fidel Castro funciona hoy en Cuba como un dique de contención frente al avance imparable de la apertura económica y la reconfiguración social cautelosamente impulsadas por su hermano Raúl. Para los sectores ortodoxos del gobernante Partido Comunista, Fidel aún es un faro: una especie de salvaguarda nonagenaria de los “viejos valores” de la Revolución.