Cada tanto, en los bananales se oyen quejidos: son los cachos, el ruido de los frutos que nacen. La fricción del racimo parido desde las entrañas de la acuosísima Musa paradisiaca, como la clasificó el naturalista Carlos Linneo en su gran taxonomía del mundo vivo del siglo XVIII, se hace oír y significa que un capullo violeta ahora cuelga de la plantota. A su alrededor crecerá el penco del que penderán varios de los manojos que se compran por kilo en pueblos y ciudades. Sobre todo se escucha nítido de noche, cuando el silencio se armoniza con el bicherío local. E inquieta porque suena como el llanto de un bebé. Ese reventón es un hito en la vida de esta planta, que alimentará al fruto cosechable unos meses después hasta morir y dejar otras más chicas a su alrededor, que crecerán bien si el clima, la humedad y el agua acompañan, o la inteligencia humana gana la pulseada.
Este mundo productivo en torno al cual distintas tradiciones aportan sus saberes, tiene en Argentina dos sedes específicas: Formosa y Salta/Jujuy, ambas regiones subtropicales que hoy abastecen principalmente al norte de nuestro país en períodos distintos. Formosa (a través de los Departamentos de Pilcomayo, Laguna Naineck y alrededores) lo hace entre abril y octubre, mientras Salta/Jujuy (con los Departamentos de Orán, San Martín y Ledesma) suministra de agosto a abril.
Desde comienzos del siglo veinte ambas regiones tuvieron producción familiar. El auge vino en los años setenta y primeros ochenta, cuando algunas experiencias comenzaron a tecnificarse y la superficie destinada a cultivos creció. Para ese entonces unas 15.000 hectáreas abastecían casi el 80% de la demanda doméstica y el resto se completaba con banana brasileña. Pero de los noventa a esta parte, la producción nacional no paró de caer. Primero fue el ingreso de banana ecuatoriana (principal exportador del mundo) y, ya en el siglo XXI, llegaron la boliviana, la paraguaya y se intensificó la brasileña, lo que explica la dinámica declinante del cultivo nacional, que hoy se expresa con más fuerza en Formosa.
Arenas movedizas formoseñas
Laguna Naineck está cerca de Clorinda, la frontera con Paraguay. Es un pueblo de poco menos de 10.000 personas vinculado históricamente al cultivo de la fruta, rodeado de comunidades indígenas que a menudo proveen la mano de obra para los mal pagos laburos estacionales. Complicado por la sequía que las obras hídricas gubernamentales no lograron menguar, y con un promedio de edad de los productores de 65 años, cada vez se destinan menos hectáreas a la cosecha de esta fruta, que pese a todo sigue arraigada en el lugar.
“Llegamos a sacar cachos de 50 kilos pero hace tres años que venimos patinando en la arena. Lo digo por la falta de agua. Bajó mucho la calidad de la producción y yo ya renuncié. Voy a hacer lo más fácil. Cambio de rubro y ya está. No quiero seguir más con la banana. Tengo todas las máquinas disponibles pero la gente se aburrió de vender a bajo precio. Mucho gasto y falta de comercialización”, dice Pedro Bondaruk, hijo de un productor que por la década del cuarenta se afincó en Naineck para producir algodón. En 1985 comenzó con la banana y armó todo lo que tiene: de 10 hectáreas pasó a 67, pudo hacer pozos, cámaras refrigeradoras, planta de empaque y hasta pequeños carriles para tratar con cuidado la fruta cosechada. La banana en algún momento rindió, pero hoy está en retirada y lo certifican las vacas que se pasean y alimentan en los bananales que hoy lucen exhaustos: “Vendí cuarenta cajones (22 kilos aproximadamente) a 700 pesos hace poquito, poniendo solo la fruta para que se la lleve el intermediario”, le cuenta a la revista Crisis.
Gerardo Cabrera, de 84 años, es otro de los productores mejor parados en Naineck y dice: “Me inicié en 1965. Acá era todo monte de madera blanda que volteamos a hacha. Teníamos menos competencia, no entraban bananas de países limítrofes, solo la brasileña, y el clima era mucho más estable también”. Ahora deja lugar a Adrián, su hijo contador, que volvió al terruño para apostar a la harina de banana y a la comercialización directa como último intento por salvar la producción, y completa el panorama: “Octubre no vendimos nada. Siete meses tenemos que bancar hasta poder volver a vender en marzo”. Tanto Pedro como Gerardo tienen tractores y galpón para empacar pero la mayoría de quienes producen en Formosa poseen 2 o 3 hectáreas de bananas trabajadas familiarmente, algún móvil y no mucho más. Son el eslabón más débil de la cadena y dependen de que un intermediario llegue a la finca a llevarse la cosecha antes de que se pudra. En esas condiciones, pagar por el trabajo se parece a repartir pérdidas.
Este mundo productivo en torno al cual distintas tradiciones aportan sus saberes, tiene en Argentina dos sedes específicas: Formosa y Salta/Jujuy
Breve manual del cosechador
Lo que llamamos banana tiene origen en Asia y su difusión data del tiempo en que el océano Índico era el centro del mundo. Por entonces, los navegantes árabes le pusieron nombre y la hicieron llegar junto al islam a África. Y luego al sur europeo: de Al Andaluz a las Islas Canarias −principal proveedora de Europa− llegó aquello que llamaron Musa, después plátano y finalmente banana..
En el siglo XVI, de la mano de la otra gran religión monoteísta, llegó a Centroamérica, más precisamente a la Isla de Santo Domingo, y de allí se dispersó por el continente. Lo que en Argentina conocemos como plátano pertenece a la especie Musa, un tipo de vegetal híbrido de alta mutación, lo que explica la larga historia de confusiones en torno del fruto, que fue cambiando de tamaño, color y uso. En la medida en que nuestra especie comenzó a manipularla, aparecieron variedades: de colores, chicas, grandes, dulces, paposas, acuosas. En un lento proceso de esterilización, el fruto encogió sus semillas hasta perder la posibilidad que otras frutas tienen de germinar y crecer. En ese devenir histórico y genético, el fruto dio lugar a una planta que crece de gajo.
Mientras crece, la diferencia la hacen el buen riego y los productos químicos o agroecológicos que usen los productores, que permiten que la planta dé lo mejor de sí. La temperatura y la humedad son parte del cóctel necesario para la fruta perfecta. Esto explica la diferencia entre bananas grandes, chicas y medianas.
Cuando Crisis visita el lugar, en noviembe, Naineck prende velas para que caiga lluvia porque las napas están muy abajo y los pocos sistemas de riego por goteo que hay instalados no tienen de dónde sacar. Es exactamente el mes en el que el precio de la banana se dispara todos los años.
Listo el cacho, lo siguiente es recolectarlas, limpiarlas y empacarlas. Algo que puede ser un valor apropiado por el productor o por un intermediario. Luego hay que llegar al mercado mayorista o minorista, de acuerdo a la punta que tenga cada productor. El precio está directamente relacionado con la posibilidad de comercializar y, por supuesto, con la calidad de la fruta. Por eso es fundamental vender directo. Los más melancólicos recuerdan aquellos años mozos cuando colocaban en el Mercado Central. Los más inquietos apuestan a la organización gremial o campesina −Federación Agraria (FA) o Unión de los Trabajadores de la Tierra (UTT). Y los más intrépidos tejen alianzas con comercializadoras de nuevo tipo, como puede ser la privada El Click bolsones o la Empresa Cooperativa de Alimento Soberano (ECAS).
“Si tuviéramos 20.000 hectáreas afectadas a la producción de bananas podríamos producir 600.000 toneladas −el consumo estimado anual de bananas en Argentina. Pero evidentemente no es prioridad. Ecuador tiene un precio de referencia mínimo para proteger a quienes producen. Acá hoy debería ser mínimo 60 pesos el kg en la chacra. 1.200 mínimo la caja”, afirma Pánfilo Ayala, referente de la Federación Agraria Naineck. La FA calcula que solo en el último año en Formosa se perdieron unas 300 hectáreas del cultivo. Mientras conversa con Crisis el cajón de banana ecuatoriana en el Mercado Central de Buenos Aires está firme en 7.000 pesos y alrededor de 6.000 la paraguaya. Y en Resistencia, la Sabrostar ecuatoriana a 8.800. El descalabro cambiario aumenta la tensión pero también abre oportunidades. (Los precios son de diciembre del 2022, NdE).
Que sea subtropical no quita que podamos producir buena calidad. Hay épocas del año que es de inferior calidad por el invierno frío: a la planta le gusta el calor
El filón salteño
La diferencia entre los sistemas de trabajo y capital intensivos y aquellos emprendimientos de carácter familiar se ve tanto en la producción como en la comercialización. Por un lado, en la producción familiar, lo habitual es el esfuerzo de cargar los cachos −40 kg en cada mano−, de laburar al sol bien temprano, y exponerse a víboras u otros animales exaltados por el calor. Ahí la inversión es casi impensable por los márgenes de ganancia que deja la producción, que a menudo enfrenta a jornaleros y patrones. En esas fincas las bombas para regar, los cable carriles y los sistemas de empaque ni siquiera ilusionan: lo urgente se impone a lo importante.
En cuanto al capital intensivo, lo cual hoy es una excepción en Argentina a la hora de producir bananas, hay cerca de Orán dos experiencias de mayor escala y con tecnología que incluye agroquímicos: Tuma y Salvita. Ambas abastecen principalmente todo el norte del país, donde desde los años noventa el ingreso de camiones con banana importada está prohibido por razones sanitarias que tienen sus consecuencias comerciales. También llegan a los grandes centros urbanos más al sur pero ahí la competencia es complicada porque dominan las dos principales importadoras: Tropical, con sede en el Mercado Central de Buenos Aires; y Argenfruit, en Mendoza.
Tuma, la gran empresa frutícola que produce jugos en una fábrica enorme montada en el predio del ingenio que supo ser de los Patrón Costas, tiene unas 500 hectáreas de producción de banana producidas, cosechadas y empacadas con alta tecnología. Y la emergente más importante del sector es Salvita, de las mayores empleadoras de la zona, también con 500 hectáreas trabajadas con riego, cable carriles a motor que conducen las bananas cuando se cosechan sin golpearlas, y una eficiente empacadora. Sus micros van y vienen por la ruta 50 con laburantes que se suben a las 5 de la mañana como jornaleros y vuelven a sus casas al atardecer. Desde que en 2018 decidió retomar la producción luego de retirarse de la actividad a principios de los noventa −porque la convertibilidad facilitó la importación y cambió el paladar argentino−, se propone crecer en cantidad de hectáreas producidas.
“A mi criterio se importa más cantidad de bananas de las que se consumen. En algún momento van a tener que replantear los volúmenes de importación para dejarle espacio a la producción nacional”. Salvador Muñoz conduce Salvita junto a su hermano Miguel. Hijos de un español que trabajó hortalizas en el norte del país, hoy manejan una diversificada empresa que además de producir hortalizas y pimientos, incluye emprendimientos ganaderos y agroindustriales. “Hay intereses opuestos entre el importador y el productor que aquí puede hacer lo que venimos haciendo para sustituir importaciones”, dice y se ufana de trabajar con la misma tecnología, variedad y métodos que Ecuador, salvando las diferencias climáticas: “El hecho de que sea subtropical no quita que podamos producir de buena calidad. Hay épocas del año que tenemos inferior calidad porque el invierno es frío y a la planta le gusta el calor, pero se puede producir bien. Hablo de la calidad de la fruta, el largo, no del rinde. En sabor superamos porque es una fruta que no tiene muchos días de cámara, a las 36 horas está en mercado, se puede madurar y poner a la venta. Una banana que viene de afuera está veintipico de días en cámara y eso afecta el sabor”.
En Argentina, dos empresas dominan el comercio: Tropical y Argenfruit. También hay otras, que operan con fuerza pero con volúmenes más bajos
En la salteña Colonia Santa Rosa se ven algunas de las enormes plantaciones de Salvita, donde el fuego fue noticia a principios de noviembre. Allí mismo hace unos treinta años un compadre capataz le enseñó al entonces peón Rubén Paita a trabajar la banana, como lo hacían los gallegos. Luego aprendió con los portugueses. Y finalmente tuvo la chance de trabajar cinco hectáreas dentro de la Comunidad Kolla−Guaraní en la que vive junto a setenta familias que se dedican a la producción de bananas, mangos y otros alimentos cerca del Río Blanco, en la ruta 50. Allí comparte las formas de cultivar y de cuidar a sus plantas del picudo, un insecto que las amenaza. Desde agosto varios episodios golpearon todo tipo de cultivos en la zona, originados en las quemas domésticas y supuestamente controladas de los ingenios.
José Fariña, productor hace unos diez años, trabaja con la Comunidad Kolla-Guaraní y tuvo un momento de visibilidad hace unos meses cuando en agosto se incendió su bananal con los cachos listos para cosechar. Pudo reponerse pese a todo. Se las arregla invirtiendo lo que recauda de cada cosecha en otros negocios urbanos y así va, lleva vida de productor bananero entre la finca y la ciudad. “Primero vamos a pelear por el agua, después el cable carril. Acá es mucho más importante armar unas buenas plantas de empaque para dejar ese valor dentro de la comunidad”, dice Fariña. Mientras Simón Villalobos, presidente de la comunidad, nos lleva por el lecho del Río Blanco que a menudo inunda la zona de producción.
Historia de la cáscara
La producción mundial de banana no para de crecer. De las 26 millones de toneladas que se producían globalmente en los sesenta a los casi 120 millones de 2020, hay una reconfiguración del mercado y un potencial productivo que explica la transformación.
Dice la FAO que menos de un quinto de la producción mundial total de banano se comercializa en el mercado internacional: la mayoría se consume localmente, sobre todo en los grandes países productores como India, China y Brasil, y en algunos africanos donde bananas y plátanos protagonizan la dieta. Las potencias exportadoras hoy son latinoamericanas: Ecuador, Guatemala y Costa Rica. Y Filipinas, en Asia.
En un principio las grandes bananeras en Latinoamérica fueron la encarnación, casi un cliché, de lo que se entiende por imperialismo: luego de fusiones y compras de empresas que permitieron controlar la nueva escala, nació a comienzos del siglo veinte la United Fruit con plantaciones extensivas para el comercio internacional. El chistecito de pisar la cáscara de banana se internacionalizaba.
Cuando la historia dio un giro, Eduardo Galeano sacaba Las venas abiertas de América Latina para contar las aberraciones de este pulpo agrícola. Se tumbaron selvas, se trazaron ferrocarriles y puertos en control de la multinacional, y hasta se creó un nuevo país para controlar el principal pasaje marítimo: el istmo de Panamá. La provisión de bananas a Estados Unidos se garantizó con el patrullaje de los marines.
Pero esa es una historia vieja. Aquella integración vertical en la que el pulpo hacía y deshacía dio lugar a un control más sofisticado desde la comercialización, ya sin tanta presencia en los territorios. Además, a mitad del siglo veinte, un hongo atacó masivamente las plantaciones centroamericanas, que cayeron en desgracia. En ese entonces se comercializaba un tipo de banana que ya no se ve, la Gross Michael y una variedad cultivada en Inglaterra por un jardinero de apellido Cavendish se instaló resistente, traída por la Standard Fruit Company, que se apropió de la mitad de la comercialización. Ya en los setenta, fusión mediante, se convirtió en la United Brands, que sería luego Chiquita Brands, actualmente la principal importadora de banana a Estados Unidos.
Hoy las tres grandes multinacionales del comercio frutal son Chiquita, Dole y Del Monte Fresh. Las últimas dos tienen producción asociada con bananeros de Ecuador y se vinculan con el mercado argentino operando directamente a veces o comprando y vendiendo a las importadoras. Al control de la cadena que da el eslabón comercializador −sin los riesgos de asumir los problemas de la plantación− se suman las triangulaciones y empresas controladas, que conforman las habituales mamushkas del poder económico hábiles para despistar a quien pretenda seguir el hilo de las ganancias y los flujos financieros.
De cupos, cepos y algo más
En Argentina, dos empresas dominan el comercio: Tropical y Argenfruit. También hay otras operadoras como Don Jaime, que el último año llegó con fuerza a varios mercados pero en volumen no operan como las dos primeras, quienes traen el 60 o 70% de las bananas que ingresan al país.
Argenfruit nació en 1994 y fue activa promotora de la importación. Tiene una enorme planta de maduración en Mendoza y hoy es conducida por Francisco Rinaldi, desde Ecuador. Producir desde allá y enviar bananas a todas partes requiere una destreza logística de la que son expertos y que aprovecha la dinámica abierta en los noventa: la innovación comercial se impone a la innovación productiva y como la oferta a fin de cuentas está dolarizada, depende de que haya verdes para proveer al mercado nacional.
Tropical, por su parte, nació en 2002 y veinte años después sigue comandada por Franco Sibilia, segunda generación de bananeros. Montada sobre la infraestructura que dejó la partida de Del Monte Fresh, no solo usufructuó la ventaja que daban esos túneles de maduración presurizada sino que construyeron algunos más cuando había dólares durante el kirchnerismo. Con el macrismo se propusieron como objetivo salir de la bananodependencia porque la libre importación permitía mayor juego, traer delicadezas, como les llaman a las frutas de consumo más cheto. Y hoy siguen pujantes: planean construir varias decenas más de túneles y sumar operaciones.
Mientras se ve pasar a toda velocidad la descarga de cajas de banana boliviana, Franco Sibilia se hace un ratito para hablar con Crisis el día en que se implementa el nuevo régimen de importaciones SIRA, que aprieta la disponibilidad de dólares para importación y abre el juego a la importación con dólares propios: “Argentina necesita 80.000 millones de dólares para todas las importaciones que necesita. Sobre frutas y verduras no llegan a 300 millones de dólares, 0.7% de las importaciones. Si ves la macro, 300 millones por año es un quilombo al pedo”.
El cierre de las divisas disponibles para importación en un momento en que el mercado está menos provisto es un tema de debate en el sector
El argumento es que más importación podría cubrir mejor la demanda y bajar por fin los precios. Por eso discute los cupos que significan acceso a dólares baratos, con la legitimidad que da la eficiencia logística y la inversión en infraestructura para la comercialización de larga distancia. Según él, Argentina no produce más banana porque la fruta necesita un clima tropical y en Orán y Formosa es subtropical: “Hay experiencias a todo trapo, impecables, con una inversión de aquellas y sin embargo no sale el volumen que se calculaba porque o hay sequía o hay frío. Siempre tenemos algo que hace que se corte el ciclo de la banana, de la floración, de la producción… y se estiran las semanas”. Y agrega: “para nosotros, que somos comercializadores, lo ideal sería que tengamos banana nacional porque te salís del lío de la importación, de deber en dólares, de empresas navieras, de competir con el valor de la banana en el mundo. Si tuviéramos producción nacional sería mucho más fácil nuestro trabajo. Mucha menos estructura, que te tenés que stockear porque a los dos días que te cargan no tenés la fruta acá… pero la realidad es que no lo tenemos”.
El cierre de las divisas disponibles para importación en el momento en que el mercado está menos provisto es un tema de debate mientras se entrega esta nota. Otra vez lo urgente se impone a lo importante y una serie de otros problemas como el arraigo de quienes producen en los lugares, el cuidado de esos espacios y la posibilidad de tecnificar también esa escala quedan para después. Y aparecen otras preguntas: ¿por qué la banana no se constituye como economía regional? La inversión logística en, por ejemplo, madureros, garantiza la existencia de la fruta que nos acostumbramos a comer pero a la vez, ¿no son dólares que podrían colocarse en la producción a pequeña, mediana o gran escala?
De fondo suena la discusión entre el paradigma de la seguridad alimentaria, que apuesta a soluciones tecnológicas y globales para las necesidades alimentarias y energéticas de las poblaciones, y el de la soberanía alimentaria, que jerarquiza la posibilidad de decidir qué comemos y cómo lo producimos en las comunidades locales, con sus particularidades y dinámicas de cercanía. Sonidos como el de la parición de los cachos, que inquietan, pero hay que saber oír.
Publicado originalmente en la revista Crisis