En el primer capítulo del Libro II de su Arte retórica, Aristóteles afirma que, para persuadir, no alcanza con que el discurso sea demostrativo y fidedigno –el argumento por el “logos”, el razonamiento–. Según el filósofo griego, el orador debe conseguir, además, que el auditorio se predisponga favorablemente –el argumento por el “pathos”, el estado del alma, la pasión que se manifiesta–. Y, también por medio del discurso, debe presentarse a sí mismo de una cierta manera convincente –el argumento por el “ethos”, las formas propias acostumbradas y recurrentes que construyen la imagen, el estilo de cada uno–.
El 25 de abril salió a la venta el libro Sinceramente de nuestra expresidenta, Cristina Fernández. En casi 600 páginas, la autora desarrolla un relato que admite ser leído como una memoria, como una autobiografía, como un (auto) panegírico, como un balance, como un texto de campaña. Es que, en línea con esas lecturas –además de otras: la enumeración no es exhaustiva–, las claves del libro son múltiples.
En efecto, a través de sus páginas, por caso, se explican y defienden los actos de 12 años de gobierno de Néstor Kirchner y Cristina Fernández (el porqué del Memorándum con Irán –“una verdadera ingenuidad de nuestra parte, que nos hizo olvidar de los intereses geopolíticos en pugna”– o cuál fue la razón por la que no recibió a los familiares de la tragedia de Once –“estaba convaleciente, no me dejaban ver televisión ni leer los diarios”–). Se ataca abiertamente a la administración actual y a los medios. (“A veces me pregunto: ¿qué es el macrismo en definitiva? Considero que es un grupo de tareas del capital financiero que ha provocado un endeudamiento vertiginoso en el país, superior inclusive al operado en la última dictadura militar… porque tuvieron la cobertura incondicional de los medios de comunicación hegemónicos”). Y se sugiere la necesidad de presentar un programa (“Se requiere un nuevo y verdadero contrato social… Hay que volver a ordenar todo, pero no en el viejo orden, sino en algo nuevo, diferente y mejor que lo que tuvimos”).
Oralidad. En un tono definitivamente oral al que quienes vivimos por aquí estamos muy acostumbrados (como si en realidad no la estuviéramos leyendo sino escuchándola), la voz que se deja oír en el texto va desarrollando una narrativa con matices que entremezclan lo personal y la historia de la Argentina. O, mejor, que le dan una dimensión épica a la experiencia personal de la narradora. Y la vuelven protagonista –que lo fue, a qué negarlo– de la historia de nuestro país.
Con todo, elegiré, entre las numerosas posibilidades de análisis que brinda el texto, la dimensión que me provee la teoría aristotélica. Y lo consideraré desde una perspectiva retórica que me permita registrar, por medio de ejemplos, algunas de sus estrategias de argumentación. A eso voy.
El logos. Solo un discurso razonable convence, eso lo sabemos todos. Fuera de que lo que se dice sea verídico, es fundamental que resulte verosímil. Y algunas estrategias argumentativas están llamadas a sustentar la verosimilitud.
Desde el lugar del razonamiento, y siempre siguiendo al filósofo griego, la causa que hace persuasivos a quienes enuncian es su sensatez. No otro aspecto busca resaltar la reflexión introspectiva que trasunta en muchas páginas de Sinceramente. “No quiero olvidarme – por esos mecanismos de defensa mental innatos a la condición humana–” o “Tardaría mucho más tiempo todavía en darme cuenta de que todo esto no era solo contra los K”, dice la narradora, verbalizando el producto de sus cavilaciones.
Pero el razonamiento correcto también es el resultado del estudio y del conocimiento. En esa línea, el texto no se priva de las referencias a obras y a autores reconocidos: el semiólogo Umberto Eco, la filósofa Hanna Arendt o, incluso, “las pasiones que se expresaron en la Antígona de Sófocles… Electra, Edipo, Medea cuando mata a sus hijos”.
Y, desde luego, la evidencia palmaria que queda verificada en la cita textual de algunos discursos (que pueden encontrarse en internet) de Néstor Kirchner, como el de su asunción el 25 de mayo de 2003 o el que pronunció en la ONU el 25 de septiembre del mismo año. Y la literalidad de algunas notas periodísticas o el comentario –repetitivo– de sus propios discursos, como presidenta y como ex presidenta.
Todo ello interpela la convicción intelectual de quien la lee. Todo ello refuta la incredulidad de quien no le cree. Cristina busca presentar una enunciadora sensata que persuade desde un juicio madurado.
El pathos. En orden a lograr de su auditorio una determinada actitud, los recursos afectivos van entretejidos con el razonamiento retórico. Para Aristóteles, la captatio benevolentiae o captación de la buena voluntad es, de hecho, tan importante como el rigor de los argumentos intelectuales.
La voz de Sinceramente se emite, en no pocos pasajes, como una exclamación, con frases interjectivas que desnudan la emocionalidad más que ningún otro recurso: “Gobernar este país… ¡Mamita!”, “¡Qué cosa! Siempre sopa”, “Voy recordando las cosas que hemos hecho. ¡Madre de Dios!”, “¡Habemus Papam… y es argentino… y es Bergoglio! Tomá mate con chocolate”.
No solo eso. La narradora revela abiertamente sus emociones en muchos segmentos del texto. Desde las evocaciones más tiernas de la infancia (“Yo amo el 25 de Mayo, no descarto que posiblemente tengan que ver en ese amor Billiken y los actos del colegio”) hasta la mostración de la pena (“[de Néstor] extraño todo”), el afecto expresado se orienta a conmover a la audiencia, a que quien lee se identifique con su humanidad.
E incluso a que se le tenga, si se me permite plantearlo así, un poco de conmiseración. Sí, Fernández no ahorra secuencias en las que se presenta como víctima: “He soportado y sigo soportando ataques, agravios, difamaciones y descalificaciones”, dice, como los apelativos que ha recibido y cita reiteradamente (“yegua”, “chorra”, “puta”). Y lo confirma: “Tengo claro que es el precio que debo enfrentar por ser Cristina”.
El ethos. Finalmente, la imagen que el orador presenta en su discurso es crucial a la hora de persuadir, aclara el filósofo griego. Una adecuada disposición moral exteriorizada por las palabras y por los modos de expresarse delinea la figura de un sujeto irreprochable. Uno no dice que es virtuoso, sino que lo muestra por medio de lo que dice y por cómo lo dice.
Para empezar, Cristina se burla de algunos de sus defectos: “Y sí, reconozco que tengo un tono de voz alto y un modo de hablar imperativo… Amo discutir y convencer… y ganar la discusión” o “Y riéndome [de la historia sobre la amante de su marido], agregué para contribuir a mi bien ganada fama de soberbia ‘Mirá si teniéndome a mí va a buscar a otra’”. Para seguir, admite tibiamente algunas equivocaciones: “Ahora, mientras escribo estas líneas, pienso que quizás fue una Ley [de medios] tan complicada y compleja que tendríamos que haber hecho algo más corto y concreto”.
Y es que el reconocimiento de los propios errores colabora con la construcción de la imagen de un sujeto reflexivo, inteligente y criterioso. Quien escribe estas páginas lo sabe. Pero sabe también que eso no es suficiente para que su imagen adquiera una estatura heroica.
En función de lograrlo, la autora se inscribe en una matriz histórica de personajes políticos trascendentes. Pone en paralelo la pareja Kirchner-Fernández con la de Eva-Perón. Compara su convocatoria popular con la de las gestas del pasado. Subraya su posición influyente con la mención familiar (¡hasta por el sobrenombre!) de decenas de individuos públicos.
Y se instala opositivamente frente a la administración de nuestro Presidente y su contexto, a partir del consabido cuadrado ideológico que postula “nosotros somos los buenos y hacemos todo bien; ellos son los malos y lo hacen todo mal”. O como ella lo nombra: “el espejo invertido”.
Si la virtud consiste en un ethos que se atiene a la ley y a la moral, su filiación con hazañas pretéritas y su rechazo de un presente siniestro le construyen un ethos digno y modélico: el de un personaje, en suma, capaz de volver a liderar el destino de la Patria.
Sinceramente. “Sinceramente”, el adverbio “sinceramente”, es una forma de comenzar un enunciado para expresar que el auditorio debe advertir el compromiso afectivo del enunciador. Pero “sinceramente” es también el modo en que puede clausurarse un mensaje epistolar, tal como hace la autora en el primer capítulo de este libro, el que –lo confiesa– escribe al final.
De algún modo, entonces, “Sinceramente” abre y cierra el libro.
Aunque de lectura fluida por su tono coloquial, las casi 600 páginas de Sinceramente dejan en el aire una pregunta: ¿a quién persuadirán? ¿A los partidarios propios? ¿A los adversarios? ¿Acaso a los indecisos? Tal vez Aristóteles tuviera la respuesta.
JPA CP