A los israelíes les gusta jactarse de ser “la única democracia en Medio Oriente”. Y, si no les creen, aquí está la demostración: una cuarta ronda de elecciones en apenas dos años. Como se preveía, la trigésimo quinta sesión de la Knesset, el parlamento unicameral israelí, terminó por disolverse y abrir el camino automático hacia nuevos comicios.
En los papeles, el congreso dejó de tener sentido cuando los legisladores no fueron capaces de aprobar el presupuesto para 2020, pero en realidad todo gira alrededor de una sola cosa, o mejor dicho, una sola persona: Benjamin "Bibi" Netanyahu.
El hombre es el primer ministro desde 2009 y ya había estado en ese lugar entre 1996 y 1999, convirtiéndolo en el político israelí con más años en el puesto, bien por encima de líderes históricos y próceres como David Ben-Gurion, Golda Meir, Itzjak Rabin o Menahem Begin.
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“Bibi” es, en algunos aspectos, un político pequeño y bastante mezquino. Pero, por el otro, fue el encargado de hacer despegar la economía israelí en los '90, marcando el camino para lo que luego sería la Start Up Nation, y es también quien logró mantener las aspiraciones nucleares de Irán más o menos a raya y anestesió las aspiraciones nacionales y territoriales de los palestinos.
Por ello, muy pocos comentaristas en Israel le erran al blanco: que estas elecciones son un nuevo referéndum entre aquellos que adoran a Netanyahu y los que lo desprecian. Una especie de “grieta” al estilo de Medio Oriente.
Con la disolución de la Knesset y la convocatoria a elecciones, terminó de caer el gobierno de “unidad nacional” que Netanyahu había formado con Benny Gantz, un -hasta hace poco- celebrado ex jefe de las fuerzas armadas israelíes. El gabinete se había armado en mayo de este año, en uno de los peores momentos de la pandemia de coronavirus en el país.
En aquel momento, Gantz aceptó formar gobierno para romper el candado que había quedado tras las elecciones legislativas de marzo del 2020, cuando su coalición de centro-izquierda Kajol Lavan (Azul y Blanco) terminó segunda con treinta y tres escaños, apenas debajo de los treinta y seis del Likud (de derecha) de Netanyahu.
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Con la pandemia amenazando la economía y la sociedad israelí, Gantz se portó como un buen soldado y aceptó unirse a Netanyahu, dándole un respiro al primer ministro y, de paso, haciendo estallar su entonces incipiente carrera política.
Netanyahu aceptó la "unidad nacional" con Gantz porque seguramente quiere que el país sobreviva lo mejor posible a la actual pandemia y a las más tradicionales amenazas regionales. Pero también le sirvió para patear hacia delante las causas de corrupción que lo vienen persiguiendo desde hace años.
Al primer ministro lo acusan, entre otras cosas, de haber favorecido al gigante israelí de comunicaciones Bezeq, que ofrece servicios de internet, telefonía fija y móvil y es la matriz de la empresa de televisión por cable Yes.
Según la acusación, en los tiempos en que también ejercía como ministro de Comunicaciones (en la década pasada), Netanyahu favoreció a Shaul Elovitch, dueño de la corporación Eurocom, que a su vez controla Bezeq, con medidas que resultaron en millones de shekels en beneficios para el empresario israelí.
A Netanyahu el "gobierno de unidad" le sirvió para patear hacia adelante las causas de corrupción que lo persiguen hace años.
A cambio, el primer ministro recibió cobertura favorable o complaciente en el popular portal de noticias Walla!, propiedad de Bezeq y, al parecer, también algunos sobornos, lo que convierte a esta acusación en una de las más complicadas para "Bibi".
Hay otras causas que acosan al primer ministro, que van desde un presunto negociado en la adquisición de un submarino a gastos de gobierno excesivos por parte de su esposa, Sara Netanyahu, para pagar un catering de comidas.
Lo cierto es que, mientras se para en el escenario internacional de igual a igual frente a Barack Obama, Vladimir Putin o Angela Merkel, se hace amigote de Donald Trump y de los jefes de gobierno más a la derecha en Europa, en casa Netanyahu camina sobre la cuerda floja.
Por eso es que, aunque todavía falta mucho -las elecciones se realizarían el 23 de marzo próximo-, estos nuevos comicios volverán a ser sobre lo mismo: mantener al país en el curso de centro-derecha liberal que lo convirtió en una potencia económica y una fuerza militar-tecnológica difícil de ignorar, y para salvar a Netanyahu del banquillo de los acusados.
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De todas maneras, permanece detrás de esta “grieta” una marca de nacimiento que viene definiendo al país desde su creación, en 1948. En muchos sentidos, Israel es un gran experimento social, el regreso a la tierra milenaria de origen de un pueblo, el judío, desperdigado por todo el mundo en comunidades que no podrían ser más distintas.
Los “padres fundadores” del país, y los primeros inmigrantes que habían llegado a la Palestina bajo mandato británico para forjar el esqueleto de lo que luego sería Israel, eran en su mayoría judíos europeos, ashkenazi, blanquitos y de ojos claros.
Más tarde, empujados por la violencia que se desató en su contra en los países árabes tras la fundación de Israel, llegaron cientos de miles de inmigrantes de Irak, Marruecos y Yemen, judíos de piel aceitunada y ojos oscuros muchísimo menos sofisticados que sus nuevos compatriotas ashkenazi.
Esa división desaparece en general cuando se trata de servir en el ejército, ayudar al vecino o hacer negocios, pero sigue marcando la vida política del país, adonde los descendientes de los inmigrantes europeos siguen teniendo una invisible ventaja frente a los mizrahim, los “orientales” que, desde hace años, votan al Likud de Netanyahu.
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Los ashkenazi están representados por elegantes políticos como Shimon Peres o el linaje de los Rabin, por algunos de los artistas más “cool”, por las fortunas más antiguas y por los recuerdos del país casi socialista adonde mandaba la Histadrut, la central de trabajadores. Los mizrahim serán siempre los nuevos ricos con cadena de oro al cuello, los ruidosos que llevaron a Begin al poder y rompieron la hegemonía de la izquierda “blanca", los que siguen escuchando música árabe y adorando los platillos marroquíes o yemenitas.
Esa línea coincide mucho con la que divide al país entre los que están a favor y en contra de Netanyahu.
Eso sí, esta vez algo cambió para estas próximas elecciones, ya que los principales rivales de “Bibi” están ahora a la derecha, ya no en la muy devaluada izquierda.
Kajol Lavan se inmoló durante este “gobierno de unidad”, el Laborismo de Rabin fue destruido por el ahora renunciante Amir Peretz y las formaciones más a la izquierda apenas si pueden conseguir suficientes votos para entrar a la Knesset.
Los principales rivales del primer ministro en las próximas elecciones están a la derecha del espectro político.
El principal contrincante es Gideon Sa'ar, quien abandonó el Likud afirmando que el partido “cambió y se convirtió en una herramienta al servicio de los intereses personales de su líder, incluso en su juicio penal”.
Las encuestas que se realizaron apenas se anunciaron las elecciones muestran que Netanyahu se quedaría con 28/29 bancas de las 120 de la Knesset, el partido Tikvá Hadashá (Nueva Esperanza), de Saar, obtendría 18/20, Yesh Atid (Hay Futuro), del ex presentador televisivo Yair Lapid, la "última esperanza blanca" del establishment de centroizquierda, llegaría a 16 y Yamina ("derecha", en hebreo), de Naftali Bennett, estaría entre los 13 y 15 escaños.
"Bibi" los mira a todos desde arriba y ya está sacando cuentas.