Mayo de 2014, Río de Janeiro. A un mes del inicio del Mundial de Fútbol, un periodista deportivo argentino que realizaba la cobertura de la previa expresaba “no hay clima de Mundial, increíble en un país tan futbolero como Brasil”. Esa observación me corroboraba lo mismo que sentí cuando estuve de vacaciones dos meses antes: el ánimo de los brasileños no estaba para el Mundial. Claro que con la pelota ya rodando las cosas cambiarían. Sin embargo aquello fue un pequeño síntoma de la etapa en la que Brasil estaba ingresando. La elección del ex militar y ultraderechista Jair Bolsonaro es producto de la crisis, en primer lugar de representación política, y también económica e incluso ética.
El inicio de la crisis política fue un año antes del Mundial, durante la Copa de las Confederaciones, cuando millones de brasileños se manifestaron en una ola de multitudinarias protestas en varias capitales del país. Inicialmente, las mismas fueron por el precio del colectivo, pero luego el reclamo se extendió a otros servicios públicos: salud, educación y seguridad. La organización del Mundial, con sus enormes inversiones, despertó la indignación y el reclamo que se sintetizó en la consigna “queremos escuelas y no estadios”. Para muchos las manifestaciones de 2013 marcaron el quiebre de la hegemonía petista y el inicio del fin de sus gobiernos. El tiempo y los hechos ectivamente han dejado establecido en las manifestaciones de junio de 2013 un punto de inflección en la hegemonía petista, pero además instalaron un clima de descontento con la clase política en general.
En marzo de 2014 comenzó la operación Lava Jato, que rápidamente vinculó a un lavadero de autos (de ahí el nombre) y estación de servicio con un operador cambiario del mercado paralelo de divisas (llamados “doleiros”) en maniobras de lavado de dinero. El paso siguiente fue cuando se encontraron vínculos de dicho operador con un directivo de la Petrobras y allí el caso comenzó a tomar una dimensión cada vez mayor a partir de la estrategia de las delaciones premiadas.
En octubre de 2014 Dilma Rousseff disputó las elecciones en medio de desmentidas respecto a si tenía conocimiento de lo que sucedía en Petrobras, la economía entrando en recesión y una fuerte polarización. Dilma ganó la segunda vuelta en octubre de 2014 con un ajustado 51,64% ante Aécio Neves, hoy imputado en la Lava Jato y cada vez más comprometido. El PT ya antes había perdido parte del apoyo de partidos de la izquierda y se recostó paulatinamente cada vez más en el centro, sobre todo el PMDB, del entonces vicepresidente Michel Temer y el presidente de Diputados Eduardo Cunha. Luego de ganar las elecciones implementó un programa económico liberal y de ajuste fiscal, sobre todo de la mano del ministro de Hacienda Joaquím Levy, hombre de la escuela de Chicago y que presidirá el importante Banco de Desarrollo Económico y Social en el gobierno de Bolsonaro.
Bolsonaro debe entenderse a su vez en el marco de los cambios que vienen sucediendo en el mundo desde la crisis financiera de 2008. Donald Trump, con quien Bolsonaro se identifica, el crecimiento de partidos de extrema derecha en Europa, el regreso de las economías proteccionistas, la crisis del multilateralismo, entre otros.
El año 2016, último del PT en el gobierno, tuvo una recesión del 3,6%, acumulando 8 puntos desde 2014, la contracción económica más grave de la historia de Brasil. El desempleo que en 2010 era de 7,4%, en 2016 llegó al 12% y la deuda pública más que se duplicó desde aquel año.
En simultáneo la relación del gobierno con el PMDB de Michel Temer y Eduardo Cunha, de vital importancia para obtener una mayoría parlamentaria, fue rompiéndose poco a poco hasta llegar al impeachment contra Dilma Rousseff. Este se votó el 31 de agosto de 2016 en el Senado, con el sustento legal de “crimen de responsabilidad” por mal manejo de las cuentas públicas, pero con el argumento de fondo de la “corrupción del populismo” -como se escuchó reiteradas veces en los discursos de los congresistas- y el hecho político que le daba sustento: haber quedado en minoría en el congreso, una vez rota la coalición de gobierno y las masivas manifestaciones en la calle. Respecto a estas, la más importante fue la del 13 de marzo de 2016, que fue de hecho la más multitudinaria en la historia de Brasil. Allí se pedía por el impeachment contra Dilma (entonces con una aprobación del 10%), y contra la corrupción, en un mensaje para la totalidad de la clase política. El impechament solo se puede entender a partir de la crisis política y económica, sin la cual el cargo que se le imputó dificilmente llegaría a juicio político.
La salida de Rousseff, lejos de tener efectos positivos en la vida de los brasileños, continuó con la crisis económica, y política. El PBI está virtualmente estancado y el desempleo sigue igual. La aprobación del gobierno Temer es del 3% y una vez retirado de la presidencia probablemente habrá de lidiar con los tribunales. Su partido, el PMDB, obtuvo el 1,2% en las presidenciales, y el PSDB, que desde hacía décadas disputaba las segundas vueltas con el PT, el 4,76%. La falta de representatividad de los partidos más tradicionales fue capitalizada por Bolsonaro con su discurso crítico hacia política y los partidos corrompidos.
La Lava Jato también puso de manifiesto la crisis ética. Es ilustrativo el caso de Eike Batista, el hombre más rico de Brasil, a menudo puesto como ejemplo del empresario exitoso, mediático y que no se privaba de ostentar su fortuna. Eike Batista fue preso en enero de 2017 en el marco de investigaciones derivadas de la Lava Jato. Petrobras, epicentro de la operación, es la empresa más grande de Brasil y cuarta petrolera a nivel mundial (al menos hasta antes de la crisis). La brasileña Oderbrech es la principal constructora de América latina. Todos envueltos en la investigación de corrupción más grande de la historia de Brasil.
Sérgio Moro y Joaquím Barbosa fueron dos figuras que estuvieron en la danza de nombres para ser pre candidatos a presidente. El primero no pasó de un rumor, mientras que Barbosa, quien fuera el primer presidente negro del Supremo Tribunal Federal (La corte suprema) finalmente no fue ni pre candidato alegando motivos personales. El punto es que cualquiera de los dos hubiera sido excelente candidato. Vistos a partir de la crisis ambos representan lo mismo que finalmente representó Jair Bolsonaro. Sintetizado en tres palabras: honestidad, autoridad y orden. Honestidad para superar la crisis ética que destapó la Lava Jato. Autoridad y orden, para una sociedad que desde el inicio de la Lava Jato y luego del impechment a Dilma tiene la sensación de vivir en el caos permanente. Ese Brasil reclamaba orden y honestidad y lo encontró en la promesa de Jair Bolsonaro.
Desde luego, la política brasileña desde 2013 y la emergencia de Bolsonaro debe entenderse a su vez en el marco de los cambios que vienen sucediendo en el mundo desde la crisis financiera de 2008. Donald Trump, con quien Bolsonaro se identifica, el crecimiento de partidos de extrema derecha en Europa, el regreso de las economías proteccionistas, la crisis del multilateralismo, entre otros.
En el fútbol suele escucharse la frase “¡dasela al 10!”, con la esperanza de que el habilidoso gambeteé algún jugador, tire una pared y se convierta en el salvador del equipo cuando las cosas no van bien. Muchos, en este Brasil atravesado por la crisis, creen que Bolsonaro es ese salvador. La matáfora es mala. No solo porque la política poco y nada tiene que ver con el fútbol, sino que además Bolsonaro, en el campo de juego de la política, está muy lejos de honrar la tradición de los Zico, los Ronaldinho, los Neymar, y mucho menos de Edson Arantes do Nascimento, O Rei Pelé, que a los 17 años le dio al pueblo brasileño su primera Copa del Mundo. Lo que la política y el fútbol sí tienen en común es que en ambos casos está en juego, entre otras cosas, el ánimo del pueblo.
Bolsonaro es resultado de la crisis de representación, el hartazgo de la sociedad y la indignación con la clase política. La crisis que lo parió.
Cientista político argentino, vive en Brasil