Desde Beijing
El señor Wang era un gerente de ventas de una empresa internacional en Zhejiang, en el este de China, que se describía a sí mismo como “un hombre feliz con una bella esposa y una hija”. Pero en sus ratos libres, Wang frecuentaba bares y hoteles donde se filmaba teniendo sexo con otras mujeres. Lo hizo con más de cien en tres años. Un día se le ocurrió que podía ganar dinero vendiendo sus grabaciones caseras a clientes en el extranjero. Se asoció con un promotor en los Estados Unidos y contrató a un ingeniero en sistemas para desarrollar un software que le permitiera cobrar a distancia. Fue un éxito: ganó 150 mil dólares de voyeurs de todo el mundo.
Pero la aventura terminó muy mal para Wang. Lo arrestaron en enero pasado y esta semana le cayeron once años de cárcel. La prensa oficial se ocupó de hacer público su caso, que solo es una pequeña muestra de la cruzada antipornografía que impulsa el gobierno chino. La producción de contenidos eróticos es uno de los blancos favoritos de la censura oficial.
Aquí la pornografía es ilegal. La ley criminal china establece penas desde tres años de prisión hasta cadena perpetua para quienes produzcan, reproduzcan, publiquen, vendan y/u organicen transmisiones, actuaciones o exhibiciones de “materiales obscenos”. A través de la Oficina Nacional contra Publicaciones Pornográficas e Ilegales, bajo dirección del Partido Comunista, las autoridades destinan grandes recursos a la persecución del porno y también a la difusión de los “logros oficiales”. Hace algunos días se anunció, por ejemplo, que se censuraron cerca de diez millones de publicaciones con contenido erótico en lo que va de 2018.
En un país donde religión y Estado son asuntos separados, los imperativos de “moral sexual” corren por cuenta del Partido, que mete a la pornografía en la misma bolsa que el juego o las drogas: “vicios” socialmente disruptivos, típicos de Occidente, que atentan contra la cultura de la familia y el trabajo que la nación necesita de sus ciudadanos para sostener el despegue económico. Pero el problema es justamente convencer a los ciudadanos.
En su libro People’s Pornography: Sex and Surveillance on the Chinese Internet, Katrien Jacobs, profesora de Estudios Culturales de la Universidad China de Hong Kong, plantea que la lucha gubernamental contra la pornografía es una “batalla perdida”. Jacobs se dedica desde hace años a investigar el creciente apetito popular por los contenidos eróticos en el marco de lo que ella llama una “liberación sexual” de los jóvenes chinos, que configura un estado de ánimo social comparable al de los años 60 en Occidente. Según Jacobs, las nuevas generaciones de chinos nacidos después de los 80 empiezan a rechazar el ascetismo moral que marcó a sus padres, cuando China aún era un país comunista sin matices.
La autora observa que, pese a los esfuerzos de la censura oficial, cada vez hay más material pornográfico disponible en línea, buena parte del cual no viene de la “industria” sino de chinos osados que graban sus videos caseros y los suben a la web. El propio gobierno es consciente de esa brecha entre norma y realidad. Por eso, dice Jacobs, China vive hoy una “confusión confuciana” en cuanto al porno: “Oficialmente se prohíbe la pornografía, pero de hecho las autoridades permiten la difusión de cierta cantidad, y es probable que sean aún más indulgentes en el futuro”.
Si para el gobierno es difícil combatir la producción de porno, ni que hablar del consumo. Pan Suiming, director del Instituto de Investigación sobre Sexualidad y Género de la Universidad Renmin de China, lleva quince años haciendo encuestas nacionales sobre el porno entre jóvenes de 18 a 29 años. En ese período, el porcentaje de varones que consumen pornografía nunca bajó del 70%. A su vez, su investigación mostró un rápido aumento del consumo femenino.
Pan subraya que, además de probar el fracaso de la campaña oficial contra el porno, sus estudios derriban dos mitos populares en China. “Primero, la idea de que las mujeres se oponen innatamente al sexo o, al menos, están menos dispuestas a él que los hombres. Segundo, la falsa suposición de que los consumidores de porno son más propensos a cometer delitos sexuales. ¿Por qué no aumentan estos delitos en un país donde el 70% ve pornografía? Los temores de los conservadores que emiten juicios morales son solo eso: puros fantasmas”.