Valentina Matviyenko, de 76 años, no es una figura más en el poder del Kremlin: es una de las personas con más influencia en Rusia desde el colapso de la Unión Soviética. Sin embargo, su reaparición en una cumbre parlamentaria internacional en Ginebra, Suiza, generó un vendaval diplomático por las sanciones internacionales que pesan en su contra a raíz de la guerra en Ucrania.
La presidenta del Consejo de la Federación de Rusia —léase la Cámara alta de la Duma— es la tercera figura en la jerarquía institucional del Kremlin y estrecha aliada de Vladimir Putin. En medio de las negociaciones por un alto al fuego en Ucrania, Matviyenko llegó a corazón de Europa escoltada por otros altos dirigentes sancionados, como Pyotr Tolstoi y Leonid Slutsky. Su presencia provocó manifestaciones, abucheos y una dura carta pública rubricada por más de 200 opositores rusos en el exilio. Los firmantes se quejaron de una supuesta "relajación" por parte de países occidentales respecto a la condena a Rusia, en sintonía con el clima de época que marcó el giro diplomático del presidente estadounidense Donald Trump hacia Moscú desde que desembarcó en la Casa Blanca el 20 de enero.
Nacida en Shepetivka (hoy parte de Ucrania) en 1949, la política más poderosa de Rusia se formó como diplomática y ocupó puestos clave del servicio exterior ruso. Su ascenso político fue respaldado por Vladimir Putin, quien la integró a su primer gabinete y más tarde la designó gobernadora de San Petersburgo. Férrea defensora de la ofensiva militar en Ucrania, desde 2011 preside el Consejo de la Federación, la cámara alta del parlamento ruso, y ocupa el tercer lugar en la jerarquía institucional del país.
Quién es Valentina Matviyenko, la mujer más poderosa del Kremlin
Matviyenko, nació en Shepetivka en 1949, en pleno auge de la Unión Soviética, una ciudad ubicada en lo que hoy es el centro-oeste de Ucrania. Formada bajo el sistema soviético, su carrera se desarrolló con fluidez dentro de las estructuras del Partido Comunista, primero como funcionaria en Leningrado (actual San Petersburgo), y luego como diplomática en el exterior. Lejos de ocultar su origen ucraniano, Matviyenko lo integra dentro de una visión imperial que considera a Ucrania y Rusia como parte de una misma "civilización histórica".
Tras ser embajadora en Malta y Grecia durante los años noventa, su ascenso en el entramado del Kremlin comenzó en serio bajo el ala de Putin, quien la designó viceprimera ministra para el área social en 1998. En 2003 fue elegida gobernadora de San Petersburgo, ciudad natal de Putin, donde consolidó su imagen de funcionaria pragmática, leal y de línea dura al mandatario ruso. Desde 2011 preside la Cámara Alta del Parlamento ruso, lo que la convierte en la tercera persona en la línea de sucesión del poder, después del presidente y del primer ministro.
Desde ese rol, ha sido una de las voces más firmes dentro del aparato estatal ruso en justificar la anexión de Crimea en 2014 y la invasión de 2022. No sólo votó a favor de cada medida legislativa relacionada con la guerra, sino que defendió públicamente el uso de la fuerza como "respuesta legítima" a las aspiraciones ucranianas de acercarse a la OTAN. Que una figura nacida en suelo ucraniano sea hoy una de las principales arquitectas políticas de la guerra contra ese mismo territorio es, para muchos, el símbolo más crudo del proyecto que Vladimir Putin busca consolidar.

Críticas a la visita diplomática de la jefa del Senado ruso a Ginebra
La funcionaria viajó a Suiza para participar del 15º encuentro de mujeres presidentas de parlamentos nacionales, convocado por la Unión Interparlamentaria (UIP), con sede en Ginebra. En un contexto de creciente preocupación por una posible "normalización tácita" de relaciones entre Rusia y algunas democracias occidentales, su visita fue recibida con una mezcla de incredulidad, protesta y advertencia.
Matviyenko llegó en un avión oficial, autorizada a cruzar espacio aéreo europeo —incluido el italiano—, a pesar de estar incluida en las listas de sanciones de la Unión Europea, Estados Unidos y Suiza. La exgobernadora de San Petersburgo no solo asistió al foro, sino que además tomó la palabra y llamó a la paz internacional, apelando a la experiencia de las guerras mundiales como advertencia.
Ni bien se conoció la noticia del arribo de la delegación rusa, estallaron las reacciones. Más de 200 opositores firmaron una carta pública denunciando lo que calificaron como una “normalización progresiva de criminales de guerra”. Las protestas en las afueras del recinto no se hicieron esperar, al igual que los abucheos dentro del evento.
“¿Cómo puede ser que los representantes del Estado agresor estén aquí, sentados entre nosotros, como si nada hubiese ocurrido?”, resaltó Olena Kondratiuk, vicepresidenta del Parlamento de Ucrania. Ni Kondratiuk ni Matviyenko aparecieron en la fotografía oficial del evento, tomada luego de sus respectivas intervenciones. En reconocimiento a la postura de Kiev, la legisladora compartió en X el momento en que algunos representantes abandonaron el recinto en protesta a la presencia de la delegación rusa.
El equipo del fallecido líder opositor Alexéi Navalni calificó la visita como “una repugnante rendija hacia el levantamiento de sanciones”, alertando sobre el riesgo de que Occidente ceda, por omisión o pragmatismo, ante el aparato diplomático del Kremlin.
Olga Prokopieva, directora de la organización Russie-Libertés, con sede en París, fue aún más contundente: “Recibir a estos emisarios del Kremlin en Ginebra no es neutralidad: es complicidad. No es momento de mostrar debilidad”.
Matviyenko no solo carga con sanciones internacionales: también con denuncias sobre su enriquecimiento personal. Distintos medios europeos han revelado que posee una villa en Italia con playa privada, adquirida a través de mecanismos opacos. Su estilo de vida contrasta con la retórica de austeridad y sacrificio que promueve desde su banca en Moscú.
La polémica en Suiza se vio alimentada por el hecho de que las sanciones pueden ser suspendidas temporalmente por razones diplomáticas. El propio Ministerio de Exteriores suizo reconoció que, bajo los acuerdos con la UIP, está obligado a facilitar la entrada de delegaciones oficiales, incluso si los individuos están sancionados. Para muchos, esto se traduce en una brecha legal que Rusia explota con fines propagandísticos.
Una relación de confianza con Putin, forjada durante décadas
Valentina Matviyenko no solo es una figura institucional poderosa: también es una de las personas en las que Vladimir Putin más confía desde sus primeros años en el poder. Su cercanía se consolidó durante su gestión como gobernadora de San Petersburgo, ciudad natal del presidente, entre 2003 y 2011. En esos años, Matviyenko no solo promovió grandes obras de infraestructura y una modernización urbana alineada con los intereses del Kremlin, sino que también demostró una lealtad política sin fisuras.
Desde que asumió como presidenta del Consejo de la Federación en 2011, ha sido reelegida en varias ocasiones —la más reciente, por unanimidad, en septiembre de 2024—, convirtiéndose en una figura clave en la articulación del sistema legislativo ruso en favor del Ejecutivo. Bajo su conducción, la cámara alta aprobó sin objeciones todas las decisiones estratégicas de Putin, desde la intervención en Siria hasta la invasión de Ucrania.

Para muchos analistas, Matviyenko representa una pieza fundamental del modelo de “vertical del poder” que Putin ha construido durante más de dos décadas: una red de leales, formados en los años de la posguerra fría, que comparten una visión conservadora, nacionalista y autoritaria del mundo. En ese esquema, su rol no es solo simbólico como “la mujer más influyente de Rusia”, sino operativo: legitimar desde lo legal lo que el Kremlin decide en la sombra.
La reaparición de figuras del entorno más cercano de Putin en foros internacionales coincide con un momento crítico en las negociaciones sobre Ucrania. La administración Trump, en su segundo mandato, ha presionado por un acuerdo de paz rápido, incluso sugiriendo reconocer la anexión rusa de Crimea. El Kremlin, por su parte, parece jugar a dos puntas: promueve señales conciliadoras en escenarios diplomáticos mientras sostiene su ofensiva militar.
CD / Gi