Es frecuente que un animal pase a nombrar un objeto o una práctica a partir de alguna semejanza. La araña que cuelga del techo recibe ese nombre porque cuelga de un hilo desde las alturas. Un topo, animal que suele moverse en túneles oscuros, es un agente infiltrado. La mosca es una carnada artificial para atraer a los peces que se alimentan de insectos. Al criquet, ese artilugio que sirve para levantar apenas a los automóviles y así permitir el cambio de una rueda, también lo llamamos gato; posiblemente porque al verlo debajo de la carrocería, listo para ser activado, se asemeja a un pequeño felino acurrucado y vigilante. En algunas ciudades nuestras sendas peatonales se conocen como pasos de cebra, porque alternan la pintura blanca y el negro del asfalto. En un mouse —que en algunos países traducen al más castizo ratón— el cable parece una cola larga y finita. En Buenos Aires, el pingüino es una jarra que usan en los bodegones para servir vino; en Santiago de Chile es el apodo afectuoso para los estudiantes. Por supuesto, es muy común que los animales se usen para describir a alguien: un hombre puede ser un burro, un cerdo, un gusano, un pavo o una marmota. En algunos casos la semejanza con el animal está apenas más disimulada. El cigüeñal, una pieza de los motores de combustión interna, fue así bautizado por la cigüeña. La grúa, el aparato que sirve para levantar y mover grandes pesos, recibió su nombre por asemejarse, a lo lejos, a una grulla, con su cuello encorvado y su silueta afilada.
(En la imagen: Daniel Larusso practicando la posición de la grulla en las playas californianas, en The Karate Kid, de John G. Avildsen, 1984.)