El Gobierno está convencido de que la población votará en octubre principalmente por una baja de inflación aunque eso genere recesión. Es una estrategia contraria a la que utilizaron otras gestiones en el pasado, que apostaban a un discurso electoral centrado en la situación presente, y tomando medidas para mejorar el consumo meses antes de la votación.
Por el contrario, La Libertad Avanza (LLA) no teme aumentar las tasas de interés y enfriar aún más la economía para bajar todo lo posible la inflación, apostando a que el votante sea seducido por la esperanza, en forma de espera, de un futuro en mejor. Casi podríamos decir que el nuevo lema de Milei es “Viva la recesión carajo”, si es que sirve para que no suba la inflación.
Javier Milei no teme ir a las elecciones con retracción del salario real y del consumo, dos caras de la misma moneda. Y convencido de que su adversario, el kirchnerismo, como decía Jorge Luis Borges, “tiene todo el pasado por delante” ¿Pero le alcanzará a Milei la esperanza de la población para imponerse fuertemente en octubre? En esta columna de Modo Fontevecchia, por Net TV, Radio Perfil (AM 1190) y Radio JAI (FM 96.3), vamos a analizar esta dinámica parte por parte.
El sistema democrático argentino, con sus elecciones cada dos años, obliga permanentemente a revalidar el rumbo de los gobiernos en ejercicio. Se suele decir que, mientras que en los años pares se gobierna, en los impares se “gana elecciones”, en alusión a que el Ejecutivo está obligado a reservarse las medidas antipáticas para luego de haberse asegurado un buen resultado electoral y parlamentarios. Recién después se toman las medidas antipáticas. Antes de las elecciones, se toman las simpáticas.
Esta dinámica electoral es la que dio origen a un término muy conocido en el vocabulario político argentino: el plan platita. Sintéticamente, es el fomento del consumo con plata en el bolsillo de los ciudadanos a través de emisión durante el año electoral, sin importar las consecuencias o desbarajustes económicos que eso pudiera traer en el futuro.
Ese fue el caso de Sergio Massa durante las últimas elecciones, con reducciones impositivas, préstamos a tasas bajas, subsidios y quita de impuestos. Son políticas que le garantizaron apoyo, pero incrementaron notablemente el déficit fiscal. Son medidas que buscaron mejorar el poder adquisitivo inmediato y generar un impacto electoral favorable, pero sin un respaldo de equilibrio fiscal o monetario.
Uno de los triunfos discursivos de Milei es que ha logrado que la población comprenda que lo que se presenta como un alivio momentáneo para la ciudadanía termina siendo una transferencia de costos hacia el futuro, donde el beneficio político coyuntural se paga con mayor inestabilidad y deterioro social.
La radicalidad del discurso del Gobierno se sustenta, en parte, en que va contra la lógica y el sentido común construido en años de tradición política argentina. Milei, en lugar de proponer consumo hoy para pagar las consecuencias luego, propone a la población que soporte penurias hoy para disfrutar luego, aun en medio del año electoral. ¿Pero cuál es la novedad?
Mauricio Macri también sembró expectativas hacia el futuro que nunca se cumplieron durante su Gobierno, como cuando mencionaba “el segundo semestre”, “la lluvia de inversiones” o “los brotes verdes”. Pero mientras esas promesas de futuro eran completamente circunstanciales y empíricas, basadas en la confianza que el entonces presidente creía que su gobierno generaría en el mercado, en el caso de LLA hay toda una nueva narrativa histórica de interpretación de la Argentina. Una narrativa que viene a reemplazar las anteriores, con las cuales se interpretaba la política y la historia argentina.
El libertarismo y, en mayor medida, el anarco-capitalismo comparten con el marxismo un rasgo que, a primera vista, podría parecer improbable: un optimismo radical respecto al futuro. Esta coincidencia no se debe a afinidades ideológicas en sus medios o diagnósticos, sino a una estructura de pensamiento que ambos heredan de visiones teleológicas de la historia. Es decir, la historia tiene un espíritu y una dirección.
En ambos casos, el horizonte final es un “paraíso” social. Para los marxistas, una sociedad sin clases y sin Estado. Para los libertarios radicales, un orden espontáneo y próspero, libre de toda autoridad estatal donde el mercado regula todo. La certeza con la que se describe ese destino revela un elemento dogmático: la convicción de que el final es, si no inevitable, al menos absolutamente deseable y alcanzable. Este optimismo no es casual.
Para sostenerse, todo dogma necesita de una narrativa de destino que otorgue sentido y legitimidad a los sacrificios o acciones del presente. En el marxismo, la “dictadura del proletariado” se presentaba como una fase transitoria necesaria para alcanzar el comunismo pleno. En el anarco-capitalismo o libertarismo de Milei, algo similar sucede con el minarquismo o Estado mínimo, concebido como un trampolín desde el cual, poco a poco, las funciones estatales se irían privatizando hasta su completa desaparición.
La idea de “camino al Edén” funciona como motor de militancia y cohesión interna. Hay una narrativa que convierte la historia en un proceso dirigido hacia un clímax emancipador. Pero este mecanismo revela también una vulnerabilidad: el riesgo de que la certeza en el destino final conduzca a ignorar las complejidades del presente.

En los libertarios hay una idea de que la microeconomía se arreglará sola si la macroeconomía está bien, una ilusión equivalente a aquella que hace a los comunistas pensar que la eficiencia emergerá sola cuando las empresas sean de los trabajadores. El dogmatismo tiende a subestimar la posibilidad de que los procesos históricos no avancen según lo previsto o que, incluso, deriven en resultados contrarios a los esperados.
El optimismo absoluto, sin un análisis crítico constante, puede cegar frente a estas desviaciones. El propio Javier Milei manifestó este optimismo en su mensaje de fin de año en 2023, cuando delineaba el rumbo estratégico que iba a tomar su Gobierno recién comenzado. “Estoy seguro de que habrá luz al final del camino. En 45 años alcanzaremos niveles similares a los de Irlanda”, manifestó.
En su obra “El principio de esperanza”, el filósofo alemán Ernst Bloch concibe la esperanza como una fuerza activa que impulsa a la acción y a la transformación social, y no como un simple sueño irrealizable. No es un sentimiento pasivo, sino una motivación que empuja a la humanidad hacia el futuro y la posibilidad de un mundo mejor. Está arraigada en la realidad, pero apunta hacia lo que aún no existe, hacia lo posible.
El concepto de lo “todavía no” es central en Bloch. Refiere a posibilidades latentes en la realidad que aún no se han realizado, pero que pueden alcanzarse mediante la acción humana. Distingue entre “utopías concretas”, basadas en condiciones reales y factibles, y sueños abstractos, inalcanzables. Se trata de una intención hacia algo que todavía no ha llegado a ser, impulsada por una energía originaria que empuja hacia la novedad del futuro.
Bloch reconoce que la esperanza puede frustrarse precisamente porque está abierta y proyectada hacia lo incierto. Está inserta en el campo del “todavía no”, por lo que no es segura y siempre puede verse defraudada. Esta posibilidad de frustración no debilita la esperanza. Al contrario, forma parte de su naturaleza, ya que lo que se espera no está garantizado y depende de la acción para concretarse.
Una opinión diferente la sostuvo el filósofo inglés Mark Fisher, quien concibió a la esperanza como “inmovilizadora”, citando irónicamente la inscripción que daba la bienvenida en las puertas del infierno de Dante: “abandonen toda esperanza”. Hace énfasis en que la esperanza puede volverse paralizante cuando se convierte en expectativa abstracta o en ilusión de futuro inevitable.
Para Fisher, la promesa de un mundo mejor que nunca llega puede generar apatía, resignación o incluso dependencia de relatos que inmovilizan la acción presente. La esperanza, en este sentido, no garantiza impulso social; al contrario, puede atrapar a las personas en un ciclo de espera pasiva.
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El filósofo inglés subraya que la cultura contemporánea, saturada de utopías mediáticas o neoliberales, tiende a ofrecer esperanzas que son solamente promesas de consumo y no motores de cambio real. Así, las expectativas de transformación se diluyen en discursos que reproducen el statu quo, mientras el individuo se siente impotente frente a estructuras sociales y económicas inalterables. La ilusión de futuro puede volverse una estrategia de control, donde la esperanza se transforma en resignación disfrazada de posibilidad.
En el mismo sentido, el psicoanalista Gabriel Rolón arremetió contra la idea de esperanza en Urbana Play y planteó: “La esperanza es la espera de que pase algo que hoy no está. Es desear sin disfrutar. La esperanza te hace ignorante e impotente”.
Quizás aquí cabe una última distinción entre esperanza e ilusión. La esperanza es un estado interior que se sostiene incluso cuando las probabilidades parecen mínimas, porque se apoya en una convicción profunda o en un sentido de propósito. En cambio, la ilusión es un deseo que proyecta imágenes agradables hacia el futuro, pero que puede desvanecerse si la realidad no las confirma. La esperanza tolera la espera y la incertidumbre; La ilusión, en cambio, vive más de la fantasía y necesita señales rápidas para no apagarse.
En cierto modo, la esperanza es un faro, mientras que la ilusión es apenas un fuego artificial. Es decir, la esperanza no está necesariamente enajenada de la realidad, si se aleja y se vuelve dogmática, puede convertirse en ilusión. ¿Puede el motor de la esperanza ser suficiente para asegurarle un triunfo electoral al Gobierno sin una mejora significativa de la situación social antes de octubre?

En “La Odisea”, Homero narra el momento en que Ulises debe guiar su nave por un estrecho paso marítimo, con dos peligros mortales a cada lado: Escila, un monstruo que devora a los marineros, y Caribdis, un remolino capaz de tragarse la embarcación entera. Milei navega como Ulises en “La Odisea", obligado a pasar entre Escila, que podría ser la inflación que devora el poder adquisitivo, y Caribdis, la recesión que puede tragarse la economía entera.
La baja de la inflación, del 25% mensual en diciembre de 2023 al 1,6% en junio de 2025 es un hito, pero se logró con la “motosierra”. Esto incluyó recortes estatales, fin de organismos y subsidios, y déficit cero. El superávit trajo calma a los mercados, aunque dejó heridas en la construcción, el comercio y el empleo, reduciendo el consumo interno.
No obstante, la sociedad no es homogénea. Los hogares de altos ingresos aprovechan la estabilidad macro y acceden a bienes durables, como automóviles y turismo, por ejemplo, mientras que más de la mitad de los argentinos no llegan a fin de mes, viven endeudados y han visto caer su poder adquisitivo por los recortes sociales.
El consumo en Argentina se hunde. Luego de un pequeño repunte en el último trimestre del año pasado, que irradió en los primeros meses de este año, lleva más de un año consecutivo en caída, acumulando una baja significativa en los primeros meses del año. El consumo privado también se desplomó, y las pymes advierten que no hay actividad, alertando que esta caída prolongada amenaza con volver a multiplicar los cierres de emprendimientos, que ya se produjeron en el primer trimestre del año pasado, cuando comenzó el gobierno de Milei.
El Gobierno confía en que la recesión mantenga a raya la inflación, que sigue representando su mayor contraste con la gestión peronista anterior. Así lo expresaba estratégicamente Toto Caputo hace un año, cuando manifestó: “Las medidas que teníamos que tomar eran de sinceramiento de precios. Que la gente no convalide los precios es una buena reacción”. Casualmente, la recesión no se produjo en diciembre de 2023, cuando estaba el Plan Platita. La recesión se produjo ahora.
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El asunto es que la destrucción productiva que genera la recesión, si se prolonga durante un largo tiempo, puede ser irreversible. Uno de los datos más alarmantes es la caída del consumo. Para ir a un rubro específico que tiene que ver con los hábitos de la población, en el último año, 16.000 kioscos cerraron en Argentina, con un promedio de 43 por día, dejando al sector con menos de 100.000 locales activos, según la Unión de Kiosqueros de la República Argentina (UKRA).
Los principales motivos de los cierres son la caída del consumo, el aumento de precios, la competencia desleal de grandes cadenas y la venta de productos típicos de kiosco en otros comercios, además de la falta de regulación y la incertidumbre política y económica.
Pero yendo al sector productivo: la Industria manufacturera volvió a caer en junio. Según el INDEC, el Índice de Producción Industrial Manufacturero registró una caída del 1,2% respecto a mayo. Si bien creció un 9,3% interanual, el sector se encuentra 6,6% por debajo de los niveles de 2023, cuando Milei todavía no gobernaba.
Hubo además una leve mejora de la construcción en el sexto mes del año. El Indicador Sintético de la Actividad de la Construcción presentó una suba mensual desestacionalizada del 0,9%. Respecto al mismo mes del año anterior, el sector evidenció una suba del 13,9%. Aunque al comparar contra 2023, la construcción se ubica un 21,8% por debajo.
Otro dato que enciende las alarmas de la producción local es el fuerte crecimiento de las cantidades importadas en el 2do. trimestre del 2025. Según informó el INDEC, las importaciones aumentaron un 44,5% en relación con el segundo trimestre del 2024. Por su parte, las exportaciones en cantidades registraron un crecimiento interanual del 2,4%.
Por otra parte, la inflación en la Ciudad de Buenos Aires se aceleró en julio a un 2,5% mensual, impulsada por precios estacionales (+9%) y regulados (+2,4%). Aunque la inflación núcleo muestra una desaceleración gradual, sectores como alimentos y transporte registraron aumentos significativos. Sin embargo, se espera que la inflación de julio, que se conocerá hoy, supere el índice del mes anterior.
A nivel nacional, la actividad económica sigue débil, con indicadores mixtos: mientras algunos sectores, como la demanda de energía industrial, crecieron, otros, como el crédito y la construcción, muestran retrocesos.
El mercado de pesos experimentó tensiones, con un aumento abrupto en las tasas de corto y mediano plazo. Esto se da en un contexto de encajes más exigentes y vencimientos significativos de deuda en agosto, lo que podría impactar en la actividad económica y en la inflación en los próximos meses, si es que no se logran contener los aumentos de precios con la suba de tasas de interés.

Los datos económicos recientes refuerzan la dificultad del mensaje. La caída del consumo, el aumento de la tasa de interés y la evidencia de que la economía no está mostrando señales claras de recuperación, más allá de un breve rebote el último trimestre del año pasado, sugieren que la forma de la crisis se asemeja más a una “L” prolongada que a la clásica “V” o “U” de recuperación rápida que esperaba el oficialismo.
Incluso los signos de mejoría iniciales, que podrían haber irradiado sobre enero y febrero, se estancaron en marzo y comenzaron a retroceder en junio, lo que hace que la narrativa del “remedio amargo” sea más difícil de sostener. Recuerden que el remedio amargo se toma rápido, y Maquiavelo decía “todo el mal junto, todo el bien de a poco”, porque nadie soporta el mal prolongado.
Finalmente, el Gobierno parece carecer de otra receta electoral que no sea criticar el pasado kirchnerista y promover un futuro incierto, representado por la “L” de crecimiento lento o estancado. Sin propuestas concretas de alivio inmediato, la estrategia queda atrapada entre la exposición de la crisis y la promesa de un futuro remoto, con lo cual el éxito electoral y la aceptación social de la recesión como herramienta de progreso se vuelven inciertos. La política económica se transforma así en un juego de percepción donde los datos duros son el único contrapeso frente a la narrativa oficial.
El “Plan Esperanza” de Milei enfrenta un desafío central: equilibrar la expectativa de un futuro mejor con la cruda realidad de una economía en recesión y un consumo en caída libre. Si bien la baja de la inflación y el superávit fiscal representan logros técnicos, los costos sociales y productivos son palpables y profundos.
La estrategia del Gobierno apuesta a que la población soporte sacrificios presentes confiando en un horizonte prometedor, pero la historia argentina y los indicadores recientes muestran que la esperanza, por sí sola, puede no ser suficiente para sostener el respaldo electoral. La tensión entre promesas de largo plazo y necesidades inmediatas convierte a la política económica en un delicado juego entre percepción y realidad, donde el futuro, aún deseable, debe construirse con acciones concretas que mitiguen la vulnerabilidad del presente.
Producción de texto e imágenes: Facundo Maceira
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