Durante décadas, el consumo de agua en restaurantes, hoteles y centros altamente concurridos estuvo atado a un modelo productivo heredado y poco eficiente: se trata el agua en una planta lejana, se embotella en envases plásticos descartables, se transporta cientos o incluso miles de kilómetros, y finalmente se sirve a pocos metros de donde ese recurso natural ya está disponible.
Este sistema, que parecía incuestionable, hoy enfrenta serios desafíos ambientales, logísticos y económicos. En un contexto de crisis climática, presión sobre los recursos y nuevas exigencias culturales, la necesidad de transformación es cada vez más evidente.
La industria de la hospitalidad no es ajena a este escenario. Aquellos que operan en ella —hoteles, restaurantes, bares, cafeterías— consumen grandes volúmenes de agua diariamente, y dependen de un sistema logístico costoso, complejo y altamente contaminante.
El modelo tradicional, lejos de ser neutro, representa un impacto ambiental significativo: a nivel mundial se consumen un millón de botellas plásticas por minuto, y casi la mitad se debe a consumo de agua. De esas botellas, sólo un 10% se recicla de manera efectiva, utilizando para ello más recursos energéticos y naturales. El resto termina en basurales, ríos o mares, fragmentándose en microplásticos que nunca llegan a degradarse del todo, convirtiéndose en una amenaza directa para el mismo recurso que intentan contener y para todos los seres vivos que dependen del agua.
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Pero este problema no es nuevo, ni mucho menos irreversible. De hecho, lo hemos visto antes. En las últimas décadas sectores como la energía, el transporte, el conocimiento y hasta el entretenimiento pasaron de modelos de distribución centralizados y costosos, a modelos locales, inteligentes, eficientes y accesibles. Del DVD al streaming, del diario de papel al portal digital, del disquete al CD y luego al archivo en la nube. Todos esos cambios compartieron un mismo principio: reemplazar la distribución centralizada por la descentralización, con menor impacto y mayor eficiencia. Y el agua no es una excepción. La transformación ya empezó.
En muchos países del mundo, los sistemas de filtración in situ —es decir, en el propio lugar de consumo— ya no son una innovación, sino una norma. Son tecnologías comprobadas y cada vez más accesibles, que eliminan el uso de envases descartables, reducen a cero los costos logísticos y mejoran notablemente la eficiencia operativa. Lo interesante es que no sólo fueron adoptadas por la industria, sino que también son cada vez más valoradas por los consumidores. Porque son soluciones que conjugan sustentabilidad, sentido común y transparencia.
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En Argentina, hay iniciativas que demuestran que este cambio es posible también a nivel nacional. Con un modelo simple pero transformador, se instalan sistemas de filtración y acondicionamiento de agua directamente en los lugares de consumo, eliminando el packaging innecesario y el transporte, reduciendo de manera drástica la huella ambiental ligada al modelo tradicional de agua envasada. Esto se traduce en un triple impacto real: ambiental (menos residuos, menos plástico y menos emisiones), operativo (mayor eficiencia y menor complejidad logística) y económico (reducción de costos sostenida).
Lo importante es entender que esta transformación no niega ni combate el modelo tradicional de agua envasada: simplemente lo complementa. Existen contextos en los que el modelo clásico sigue siendo útil e incluso necesario. Pero allí donde una alternativa más limpia, más eficiente y más coherente está disponible, esa elección deja de ser una cuestión de preferencias y se convierte en un imperativo ético, económico y ambiental.
Estamos ante una evolución. Y como toda evolución, no se impone: se adopta. El futuro del agua —en particular en los espacios donde más se consume— ya no depende únicamente de recursos tecnológicos, sino de decisiones conscientes. Porque cuando la sustentabilidad y la eficiencia van de la mano, el cambio no sólo es posible: es inevitable.