OPINIóN

Algún apunte sobre cultura rusa

Feroz y melancólica, el alma rusa, que es la cultura rusa, se abre en irradiación permanente a todas las culturas, en una permeabilidad de intercambios que produce sinergias notorias, prueba de su vitalidad.

Moscú (Rusia)
Moscú (Rusia) | Bloomberg

Días atrás, el embajador ruso en la Argentina, Dmitri Feoktistov, se quejó, mediante una nota en Perfil, de una "ola de rusofobia" que, a causa de la guerra entre su país y Ucrania, se desató en Occidente y llegó a nuestras tierras. Enumeró, en dicha porción del mundo, frontales ataques a la cultura rusa, quitando de repertorios, de librerías, de exposiciones, de festivales cinematográficos a nombres señeros y obras notables del arte ruso, agregó la prohibición de medios de comunicación y lo extendió a la esfera del deporte, con la exclusión de deportistas, arriando banderas, enmudeciendo el himno. Pero del otro lado, justamente, en la orilla opuesta, abreva otra ola. Para arrancar, citaremos dos acontecimientos y no menores y no precisamente culturales, sino históricos, pero que hacen a una cultura y demuestran, de forma indiscutible, que sólo una cultura de esas características pudo producirlos.

De uno, año 1812 en la mentada Europa, recibió Napoleón su lección más trascendente, que no fue la que le enseñó Laplace en la Academia Militar cuando le dijo que no necesitaba la hipótesis de Dios para explicar el Universo, una lección que la quedó sabiendo toda Francia sin necesidad de voltear los ojos a las orillas del Berézina para visualizar la última estampa, y sangrienta, de una retirada espantosa, con las huestes de Kutúzov respirándole en la nuca y asestándole los últimos mazazos a la Grande Armée de un emperador que tendría mucho de genio militar, pero no la visión de Augusto para medir las proporciones de un Imperio. Del otro hecho, última década de la primera mitad del siglo veinte, en una entonces vapuleada Europa, dan cuenta los maliciosos cálculos que trazaba, junto a los Estados Unidos, evaluando ambos sus conveniencias para abrir el Segundo Frente que la Unión Soviética venía reclamando largamente a fin de no aguantar, sola sobre sus hombros, el mayor peso de la contienda bélica contra el nazismo, y que, finalmente, esos llamados aliados decidieron abrir en Normandía en junio de 1944, cuando ya hacía año y medio que la gesta de Stalingrado había resuelto, entre agosto de 1942 y febrero de 1943, por sí misma, el curso de la Segunda Guerra.

No se puede “cancelar” la cultura rusa

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Emblemáticos ejemplos de resistencia y determinación, en ese poner el cuerpo del pueblo ruso estaba puesta en juego toda su alma, y en esa alma, bajo las armas materiales que sostenían el asedio, resonaban las armas espirituales de una cultura. Parafraseando a Clausewitz, y si se nos permite la licencia, podríamos decir que «la cultura es la continuación de la guerra por otros medios». ¿Un oxímoron? La novelista francesa de El encanto del erizo, Muriel Barbery, sin pretender aportar nada nuevo, lo resumió con tino: «La historia humana está atravesada por dos líneas, constantes: el deseo del arte, presente desde las cuevas prehistóricas, y la increíble violencia de la especie, su pulsión destructiva». Casi freudiana, la definición. Tarkovski, en Stalker, la tradujo al cirílico: «El ser humano viene al mundo sólo para crear obras de arte». Ser ruso, siempre, tiene mucho de anhelo.

Otro punto para salir al cruce de ese conato desvalorizador que hoy es la excusa de la invasión a Ucrania, ayer era la excusa de la ambición soviética, anteayer fue la excusa del Imperio Ruso, siempre será la excusa a mano o una que se fabrique, puede encontrarse, sin necesidad de escarbar, en la casa matriz de esa desvalorización porque, ¡vamos!, tampoco es que hay "buenos y malos" en el mundo, eso ocurre sólo en la concepción infantil de un país del Norte, y con perdón de sus niños. ¿No será una constante de las sociedades en las que prima el lucro y donde la cultura es nada más que otra de las formas del entretenimiento? Decirlo desde fuera puede parecer mala predisposición de un foráneo, así que démosles la palabra a los propios. «Una sociedad capitalista requiere una cultura basada en imágenes. Necesita suministrar muchísimo entretenimiento con el objeto de estimular la compra y anestesiar los dolores asociados a la clase, la raza y el sexo», señaló Susan Sontag.

Gore Vidal fue más allá y, en una oportunidad en que se hablaba del "deterioro cultural de los Estados Unidos", manifestó sin ambages que eso no era posible porque «nosotros nunca tuvimos una cultura»”. De recurrir al cine, maquinaria publicitaria por excelencia de ese conjunto de estados que se promociona a sí mismo, erróneamente, como "el modo de vida americano", que no lo es porque, en América, americanos somos muchos y, por cierto (y por suerte), bien distintos, y ni siquiera es norteamericano porque en esa región del continente habitan México y Canadá, así que son, vendrían a ser, serían, nomás, sencilla, simple, elementalmente estadounidenses, pues bien, allí, en ese cine, el suyo, al que el gran crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet calificó como «el viejo cuento del tío Oscar», encontramos, clavada en su paladar, su propia espina. Citemos dos películas que, sin tener conexión explícita entre sí, la tienen implícita, y no por el hecho fortuito de haberse concretado el mismo año (2012), aunque el Hado suele hacer sus manejos, sí, quizá, por provenir de sendas obras literarias, que una palabra vale por mil imágenes, aunque la mayoría, en su ignorancia, suponga lo contrario.

En Mátalos suavemente (Killing them Softly), de Andrew Dominik, basada en la novela Cogan’s Trade (1974), de George V. Higgins, uno de los personajes dice: «Estados Unidos no es un país, es un negocio», y la casualidad –de vuelta el Hado, aunque la escritora española Leticia Sánchez Ruiz afirma que «la casualidad es la apariencia en la que se muestra la realidad cuando quiere que nos demos cuenta de algo»–, bueno, esa casualidad hace que en Cosmópolis, de David Cronenberg, basada en la novela Cosmopolis (2003), de Don DeLillo, otro personaje complete, sin proponérselo, el concepto, al decir, sin medias tintas: «La extensión lógica del negocio es el asesinato». No se podría caracterizar mejor a un país cuya preocupación central es cómo sacar provecho de lo que sea, sin importar costos, vidas, daños puntuales o colaterales, así tenga que invadir lo que invada, colonizar lo que colonice o arrojar bombas atómicas sobre ciudades repletas de civiles, para limpiarlas luego de cadáveres con un Plan Marshall o escoba parecida, por caso, la Guerra de Corea que insufló divisas al Japón ocupado y terminó de infectar su cultura con el virus del consumismo, ¡pandemia si las hay!, y si no, que se les pregunte a Ozu, Kurosawa, Kobayashi, Ichikawa, Fukasaku, Teshigahara... Temor en puerta, el atómico, pues siempre está sobre la mesa entre las otras cartas que obran de comodines, como se ufanan de decir en el cine hollywoodense los matones baratos. El mismísimo Robert Lowell, en tiempos de la guerra de Vietnam, pronosticó en un poema que su nación protagonizará «una guerra tras otra, hasta el fin de los tiempos»". No se le puede pedir que no sea bárbaro a un país cuya escala de valores es bárbara y tampoco cuesta imaginar que, si dejase de existir, el planeta no lo extrañaría, salvo por un puñado de intelectuales y artistas y varias de sus bellezas naturales, aunque las bellezas, por fortuna, quedarían pegadas a la tierra.

De cómo Occidente canceló el arte oficial ruso

Feroz y melancólica, el alma rusa, que es la cultura rusa, se abre en irradiación permanente a todas las culturas, en una permeabilidad de intercambios que produce sinergias notorias, prueba de su vitalidad, como esa Carmen gitana creada por el francés Mérimée, elevada a una irresistible libertad musical por su compatriota Bizet, condensada en suite por el ruso Rodión Shchedrin y plasmada en la coreografía del cubano Alberto Alonso para entregarla a la interpretación magistral de Maia Plisiétskaia, que sacudió no sólo la danza internacional sino las hasta entonces conservadoras aguas del Bolshói. Esa misma alma que en otras esferas, la científica, por caso, vino a ser por estos días de las urgentes y produjo la vacuna que estuvo en la primera línea de trincheras cuando todo era incertidumbre en el 2020 tras los estragos iniciales del Covid-19 y contra la que Occidente, manía la suya, todavía sin la excusa de la guerra en Ucrania, infló múltiples excusas y lanzó numerosos dardos. Sputnik V, su nombre, de "Vacuna", no de número romano. El que sí tuvo número romano fue aquel primer satélite artificial puesto en órbita por los seres humanos, el Sputnik 1, en 1957. En ruso, Sputnik significa Compañero de Viaje, una definición, por entonces, indigerible para Occidente, porque compañero y camarada, ¡vaya si se parecen!, más que sinónimos, casi hermanos gemelos y, para colmo, que el alma rusa, así fuese su alma satelital, anduviese por el cielo, atravesando su atmósfera, era un fierro caliente en plena Guerra Fría.

Tan poderosa esa alma expresada en su cultura que, aun en los desaguisados que los rusos cometen contra sí mismos, como regresar al capitalismo en lugar de profundizar el socialismo, permanece viva, recreándose, y encuentra puntos de contacto con lo latino, es más, con lo rioplatense, o qué, si no, es esa nostalgia rusa envuelta en niebla que puede hallarse en una tela de Quinquela o en un cuento de Chéjov o en el «fondín del tango "Tinta roja" donde lloraba el tano». En un ejemplo que nos toca de cerca, hay una novela argentina publicada en 2021 en España por la Editorial Pez de Plata, de Oviedo, Dom su título –en ruso, Casa–, que trata de una estación espacial a la deriva en la que va perdiéndose un astrofísico mientras en la Tierra se desarticula lo que había sido su patria, la Unión Soviética. La asociación con la plataforma espacial Mir, que en ruso significa Mundo o Paz y fue la primera de esa clase en órbita, salta a la vista, pero la relación empieza y termina allí, porque la intemporalidad cósmica y existencial de Dom diverge de los nueve meses en los que vagó la Mir con su astronauta Serguiéi Krikaliov, sin que se dignasen a bajarlo, ni los soviéticos que se estaban volviendo rusos ni los rusos que habían sido soviéticos; lo que no termina allí, sino al revés, comienza, es esa mancomunidad espiritual entre alma y alma, entre dos culturas, se la llame de un lado Argentina, Buenos Aires, Río de la Plata, se la llame del otro Federación de Rusia, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas o Imperio Zarista. Esa fuerza interior en que se mezclan furia y piedad, inclinándose ora a un lado, ora a otro o, directamente, confrontándose, como en esa escena final de La esclava del amor, cuando Nikita Mijalkov aún no era lo reaccionario que luego fue y suelta, en atormentadas imágenes, a esa furibunda guardia blanca a caballo en pos del vagón en que se aleja la protagonista que ni siquiera es roja. Esa mixtura de contrarios ya advertida por Nietzsche años antes al lanzar, con el fulgor de un rayo: «Cambiaría toda la alegría de Occidente por la manera rusa de estar triste». Que Tolstói, en Guerra y paz, chasquea en dos latigazos, cuando Natacha, durante un fin de año en la dacha familiar, se larga, de repente, a bailar de tal forma que uno de los personajes se sorprende: «¿De dónde lo sacó?», y el otro le responde: «Es la sangre». En esa sangre, Rusia es indestructible. La Santa Rusia. La creyente y la atea.

 

(*) El autor es poeta y escritor.