OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (vigésimo cuarta entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo.

Lectura
Lectura | Free Photos / Pixabay

Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo nació en la ciudad de Buenos Aires el 7 de abril de 1890. En una familia que viajaba a Europa con la “vaca atada” para tener leche fresca todos los días,

Su educación fue europea, siendo niña y ya no tan niña pensaba en francés. “El alfabeto en que aprendió a leer era francés, igual que la mano que la ayudó a trazar las primeras letras y la pizarra en que aprendió a escribir los primeros números”.

 

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Victoria Ocampo
Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo fundó y sostuvo económicamente durante cuatro décadas la revista “Sur” con el propósito de divulgar la mejor literatura extranjera, lo que no impidió publicar autores de habla española.

 

Era una apasionada y no le escapaba a los conflictos: “No hay que esperar que una política de hombres resuelva nuestros problemas, ni dejarnos encerrar en las secciones femeninas de los partidos”. Como mujer los problemas que más le preocupaban eran la patria potestad, la educación sexual de la mujer y en manos de quién debía estar el control de la natalidad. Manejaba su propio auto en calles y avenidas, fumaba en lugares públicos, viajaba en avión en pantalones, cuando pocas mujeres lo hacían.

Expuso lo que pensaba sin pelos en la lengua: “Si no le gustaran tanto las cosas lindas, limpias, el lujo, sería comunista” o, en Londres (1946) al no comprender cómo sus pobladores “tienen ánimo para vestirse de noche, sabiendo que en sus casas no tienen sirvientes, ni lavanderas, ni planchadoras”. O exclamar ante los aplausos al final de la película “Los muchachos de antes no usaban gomina”, “que si ese público era su país, prefería el destierro.”

Entusiasta promotora de la cultura, fundó y sostuvo económicamente durante cuatro décadas la revista “Sur” con el propósito de divulgar la mejor literatura extranjera, lo que no impidió publicar autores de habla española.

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Conoce gente famosa, con algunos de los cuales entabla amistad, Gabriela Mistral, Virginia Wolf, Germán Arciniegas, Albert Camus, Pierre Drieu la Rochelle, Waldo Frank, Ramón Gómez de la Serna, Aldous Huxley, Manuel Mujica Láinez, Le Corbussier, André Malraux, José Ortega y Gasset, Hermann von Keyserling, George Bernard Shaw, Rabindranath Tagore, Igor Stravinsky, Paul Valéry…

Por haberse abierto al mundo y no encerrarse en lo comarcano la acusaron de extranjerizante. En política, apoyó a los republicanos españoles y a la Resistencia francesa, viajó a Estados Unidos para ver los daños provocados por la guerra. Asistió al Juicio de Nuremberg. En los 50 el peronismo la fichó como “oligarca disidente” y conoció la cárcel, en los 70 incendiaron su casa de Mar del Plata. Fue una de las fundadoras de la Unión de Mujeres Argentinas, protestará contra el gobierno del general Onganía por el secuestro y quema de libros.

Aunque su “única ambición es llegar a escribir un día más o menos bien, más o menos mal, pero como una mujer” su labor fue reconocida:

Premios María Moors-Cabot y la Orden del Comendador del Imperio Británico (1965); Fundación Vaccaro (1966); y Alberdi-Sarmiento (1967); Doctorados Honoris Causa de la Universidad Visva Barathi, entregado por Indira Gandhi en Buenos Aires; y de Harvard (1968). Primera mujer argentina miembro de Academia Argentina de Letras (1977).

 

 

Victoria cuenta solamente lo que ha vivido y lo hace con inusual frescura. Como se puede apreciar en la visita que hace a una iglesia de Harlem en compañía del cineasta ruso Sergei Eisenstein, director de “El acorazado Potemkin”, “Alejandro Nevski” y otras, que leemos en “Cartas a Angélica y otros” -edición, prólogo y notas de Eduardo Paz Leston-, Sudamericana, Buenos Aires, 1997-fechada en Nueva York el 30 de mayo de 1930:

Llegamos muy temprano a la iglesia, una inmensa iglesia, que se parece un poco a un teatro. En lugar del altar, un órgano, una tarima y sobre la tarima dos pianos. Una mesa donde hay una Biblia; la mesa está recubierta por un terciopelo donde están bordadas en oro estas palabras: “God is love” (Dios es amor).

El placer de leer, siempre

No están encendidas todas las luces, pero ya hay algunos fieles. Todos negros. Nos sentamos en la tercera fila.  Estoy entre Gordon Taylor, el negro y Eisenstein, el ruso. De vez en cuando se oye una voz que canta spirituals y a la cual se suman inmediatamente otras voces. A medida que el tiempo pasa y que la iglesia se llena, el canto pasa del piano al mezzo piano, luego al forte. Ya es un coro en el que mezclan voces agudas y graves. Y de pronto los pies empiezan a marcar el compás sobre el suelo. Es el mismo ritmo de los blues, el mismo ritmo de los bailes que se bailan en los dancings de Harlem, en este mismo instante. De repente, en uno de esos intervalos de silencio que siguen a cada spiritual, un negro de anteojos dorados se pone de pie y empieza, en voz alta, su oración: “Oh padre, te agradezco por la salud...Oh padre, danos tu mano. oh padre, permanece con nosotros... Oh padre, ten misericordia...” La voz se vuelve de repente desesperada, temblorosa, llorosa, se convierte en grito. A  nuestro alrededor los negros esconden su cara en sus manos o levantan los ojos hacia el órgano. Agitan la cabeza. Aprueban en voz alta. Se oyen centenares de voces que dicen: “Por supuesto...”  “Sí, padre” “Eso es verdad” “Gracias padre” “Bendice al hombre, bendícelo en verdad”.

La voz es interrumpida por una voz de mujer que comienza un spiritual y en el mismo instante los pies vuelven a marcar el compás y toda la iglesia canta.

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Después una mujer dice su plegaria, se confiesa, cuenta a Dios sus miserias. Después lo hace un hombre. Cada vez, el que reza se pone de pie y habla volviéndose hacia el órgano y la tarima, todavía vacía. Y mientras habla el público mueve la cabeza y aprueba o se calla. En un momento dado, a pesar del aspecto cómico de esos pobres negros, se me llenaron los ojos de lágrimas. Se siente en ellos una fe que no he encontrado en ninguna otra asamblea de fieles.”

Victoria Ocampo falleció el 27 de enero de 1979 en Becar, provincia de Buenos Aires. Jorge Luis Borges escribió: “En un país y en una época en que las mujeres eran genéricas, tuvo el valor de ser un individuo. Dedicó su considerable fortuna a la educación de su país y de su continente. Personalmente le debo mucho, pero mucho más como argentino.”

 

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