Selva Almada nació en Villa Elisa, provincia de Entre Ríos, el 5 de abril de 1973, donde vivió hasta 1991, luego en Paraná y desde el 2000 en la ciudad de Buenos Aires.
Es autora de un libro de poesía: Mal de muñecas (2003); de las novelas: El viento que arrasa (2012); Ladrilleros (2013) y No es un río (2020); cuentos: Niños (2005); Una chica de provincia (2007); El desapego es una manera de querernos (2015) y Los inocentes, con ilustraciones de Lilian Almada (2020); de una crónica: Chicas muertas (2014).
En Chicas muertas, Almada narra los femicidios de Andrea Danne (Entre Ríos), María Luisa Quevedo (Chaco) y Sara Mundín (Córdoba) en los años ochenta del siglo pasado.
Con la ayuda de una beca del Fondo de las Artes, el libro es el resultado de una investigación periodística que requirió de charlas con familiares, vecinos, lectura de expedientes, y la consulta a una tarotista.
Almada señala un elemento común en los tres casos: "La falta de acción fue porque eran mujeres pobres. María Luisa era mucama, Sarita era prostituta -nadie se preocupa por esclarecer el crimen de una prostituta- y Andrea era de clase media baja y no tenía los medios económicos para que alguien le prestara atención… De hecho, dice con pesar, en Sáenz Peña, la mayoría de la gente no se acordaba del caso de María Luisa".
A continuación, transcribo el siguiente fragmento de Chicas muertas, publicada por Random House, Buenos Aires, 2014, páginas 23-27
“Desde la mañana temprano, el sol calentaba las chapas del techo de la casa de los Quevedo, en el barrio Monseñor de Carlo, de la ciudad de Presidencia Roque Sáenz Peña, Chaco. Los primeros días de diciembre preludiaban el álgido verano chaqueño, con temperaturas de 40 grados, habituales en esa zona del país. En el sopor de su pieza, María Luisa abrió los ojos y se incorporó en la cama, lista para levantarse y salir a su trabajo en los de la familia Casucho. Hacía poco que trabajaba allí, de mucama.
(…)
Había cumplido los quince hacía poco, el 19 de octubre que, ese año, había coincidido con el día de la madre. Era una chica menudita que todavía no había terminado de echar cuerpo. Tenía quince, pero parecía de doce.
La casa de los Casucho quedaba en el centro de la ciudad de Sáenz Peña y María Luisa hacía el trayecto, unas veinte cuadras, a pie. Esa mañana, 8 de octubre, era el día de la Virgen, un feriado a medias, pues algunos comercios abrían normalmente. Pero la ciudad andaba a media máquina, así que se habrá cruzado con poca gente.
Estaba contenta porque era su primer trabajo. Entraba temprano, a eso de las siete, y se retiraba a las tres de la tarde, luego de lavar los platos del almuerzo.
Si ese día pensaba quedarse por ahí, aprovechando el feriado, no se lo confió a su madre, Ángela Cabral, que, al ver que atardecía y María Luisa, la Chiqui como le decían en la familia, no regresaba del trabajo, empezó a preocuparse.
Desde que se había separado de su esposo y padre de sus seis hijos, Ángela vivía con las dos más chicas y con Yogui, el varón soltero de veintisiete años. Él era el hombre de la casa y fue a él a quien recurrió su madre.
Aprovechando la tarde libre, Yogui estaba en una pileta pública con unos amigos. Allí lo fue a buscar un primo para decirle que Ángela estaba llorando porque la Chiqui no había vuelto a la casa luego del trabajo.
El primer lugar donde la buscó Yogui fue en la casa de su padre, Oscar Quevedo, que vivía con su nueva mujer, una boliviana con la que los hijos no se llevaban bien. Pero María Luisa no había pasado por allí. A partir de entonces, la búsqueda fue intensa y, a medida que pasaban las horas, cada vez más desesperada.
Ni testigos ni la investigación policial pudieron determinar nunca qué paso ni dónde estuvo la Chiqui entre las tres de la tarde que salió de su trabajo, el jueves 8 de diciembre de 1983, y la mañana del domingo 11 cuando hallaron su cadáver.
Sólo Norma Romero y Elena Taborda, dos amigas recientes de María Luisa, declararon que la vieron a la salida del trabajo, caminaron juntas un par de cuadras, pero luego se separaron.
El secreto mejor guardado de la literatura argentina
La búsqueda por parte de la policía apenas había comenzado cuando, la mañana del domingo 11 de diciembre, sonó el teléfono de la Comisaría Primera. Alguien, del otro lado, denunciaba que había un cuerpo en un baldío entre las calles 51 y 28, en la periferia de la ciudad. De estos terrenos, ahora abandonados, en una época se había extraído tierra para fabricar ladrillos y había quedado una excavación de poca profundidad y grandes dimensiones que, cuando llovía, se llenaba de agua, formando una laguna que en la zona llaman represa. En esta represita con poca agua, abandonaron el cuerpo de la chica. La habían ahorcado con el mismo cinto de cuero que se había puesto la mañana que salió de su casa al trabajo.
Ese domingo, en Buenos Aires, a 1107 kilómetros, a esa hora recién se apagaban los ecos de las fiestas populares por la asunción de Raúl Alfonsín, el primer presidente constitucional de los argentinos después de siete años de dictadura. Los últimos en abandonar la fiesta cabeceaban en las paradas de colectivos, que pasaban de largo, cargados hasta el estribo.
En Sáenz Peña, todos habían estado pendientes de la televisión que durante el sábado había transmitido en directo, por Cadena Nacional, los actos y festejos que habían comenzado a las ocho de la mañana. Hacia la nochecita también habían salido a festejar a la plaza San Martín, la principal. Los que tenían auto habían armado una caravana por el centro, con banderitas argentinas flameando en las antenas, bocinazos y medio cuerpo afuera de las ventanillas, agitando los brazos y cantando. Aunque el gobernador electo del Chaco, Florencio Tenev, era del opositor partido peronista y el flamante presidente era del partido radical, la vuelta de la democracia era más importante que el color político y nadie quería quedarse afuera de la fiesta.
Mientras todos celebraban, los Quevedo seguían buscando a María Luisa.”