El reconocimiento de una derrota electoral es fundamental para el funcionamiento de la alternancia en el poder en los Estados Unidos. Una elección discutida, o incluso no reconocida, constituye un peligro inédito, una sombra sobre la democracia más vieja del mundo.
«La dinámica de la política está en manos de los perdedores».
William Riker (1993)
Una sombra se cierne sobre la democracia más antigua del mundo. El presidente Donald Trump ha discutido abiertamente la transparencia de los resultados electorales. La noche del martes 3 habló de fraude masivo, suspensión del recuento y robo electoral. Aunque asombroso, no podría decirse que fuera una sorpresa. Durante la campaña electoral el mandatario insistió en sus sospechas sobre el voto por correo como un método fiable de sufragio. Mientras el presidente en las redes sociales pide el conteo y su equipo de campaña comienza acciones legales, el equipo de Biden espera, con mayor comodidad que la noche del martes, que finalicen los escrutinios.
Cualquiera sea el resultado, el daño ya está hecho. El peligro potencial es una elección no reconocida; el peligro seguro, una elección discutida. Los dos casos generan una crisis que impacta en la legitimidad del futuro presidente, del gobierno y, más importante aún, del régimen democrático. Esta semana el mecanismo más básico y estructural de la democracia se ha puesto en duda: las elecciones.
Se trata de la última estación de un desgaste que lleva tiempo en el sistema político norteamericano, que comenzó por la incidencia de actores extranjeros en la campaña presidencial del 2015 y el crecimiento de las protestas sociales, en un país donde las válvulas de participación democrática y canalización de reclamos han sido desbordadas. La corrosión tiene menos señales exteriores que las visibles hoy.
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El consenso de los perdedores
La democracia es un juego político que reparte dos incentivos con igual importancia: victorias y derrotas. Requiere el compromiso de ambos para realizarse y la aceptación de ambos para consolidarse. Cuando Adam Przeworski sostiene que "la democracia es un sistema donde los partidos pierden elecciones", apunta precisamente a esa dinámica. El compromiso democrático central es aceptar las derrotas. Reconocer que quien ganó no es un tirano ni quien perdió un traidor. Ambos mantienen el reconocimiento mutuo porque saben que en el desenlace del juego democrático no hay ganadores eternos, sino victorias o derrotas temporales.
De esto se desprende una suposición clave: las derrotas no son dramáticas. Si el perdedor de hoy podría ser el ganador de mañana, la convivencia es tolerable. Esto es consistente con la idea democrática, y es cierto en la mayoría de los casos, pero muy problemático en las pocas excepciones. América Latina es testigo de muchos cuestionamientos electorales; lo hemos presenciado en elecciones nacionales (México 2006 o Bolivia 2019), regionales (Venezuela 2000) o provinciales como en la elección en la provincia de Tucumán, Argentina, durante el 2015. ¿Qué aprendimos de estos casos?
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En primer lugar, sabemos que se genera un desgaste en la valoración de la democracia. Los estudios recientes dan cuenta de que los perdedores electorales muestran menores niveles de satisfacción con la democracia, incluso cuando la elección es reconocida como legitima. Así lo apunta la evidencia tanto en Europa como en América Latina. Estudios realizados en Argentina durante este año 2020 muestran, por ejemplo, que el 80 % de los votantes de Juntos por el Cambio se sienten poco o nada satisfechos con el funcionamiento de la democracia, mientras que el 85 % de los votantes del Frente de Todos se sienten muy o algo satisfechos.
Sabemos que los mayores niveles de insatisfacción de los perdedores electorales no son una bronca fugaz sino una tendencia que se mantiene de uno a otro ciclo electoral, que recrudece las movilizaciones, la polarización y dificulta la construcción de consensos multipartidarios (Vairo, 2006; Dalhberg y Linde, 2015).
El desenlace práctico y disruptivo de los puntos anteriores es el de las derrotas con protestas sociales, desde el desconocimiento de los resultados al pedido de recuento, pasando por efímeras denuncias mediáticas o largas sentadas populares. Todos los casos estudiados apuntan a que los perdedores tienen mayor propensión a la protesta poselectoral. Y no necesariamente protestas por rechazo a los comicios en sí (como sucedió con Andrés Manuel López Obrador durante el 2006), sino para diferentes temáticas que surjan posteriormente a la elección (Argentina 2020). Los perdedores permanecen más insatisfechos y activos en términos de movilización social, cualquiera sea el caso.
Nerón, Nerón que Trump que sos
El desconocimiento de un resultado electoral hoy representa un desafío para Estados Unidos. A futuro lo será para todas las democracias occidentales donde la polarización bloquee los términos de entendimiento entre las fuerzas políticas, vuele los puentes de diálogo público y exacerbe la emergencia de fuerzas de derecha radical.
* Politólogo. Consultor político. Director de Doserre. Presidente de ASACOP. Profesor en la Universidad de Buenos Aires.