Presiento que algo va a pasar.
Javier Milei abre cada día un poco más la ventana. Y todos lo vemos. Y todos hablamos de él. Por eso, más allá de su desempeño electoral futuro, él ya ganó. Porque sus ideas ya permearon en gran parte de la opinión pública normalizando propuestas y enfoques, que hasta hace muy poco tiempo eran marginales.
Este fenómeno ya lo teorizó el investigador norteamericano Joseph Overton, ex vicepresidente del Centro Mackinac de políticas públicas. Tras su muerte, en 2003, la ventana de Overton comenzó a popularizarse. La premisa es muy sencilla: una idea considerada inadmisible puede dejar de ser tabú cuando aparece otra opinión más extrema.
Dicho de otra manera: evidencia hasta dónde se corre el horizonte de ideas que son aceptadas por la mayoría de los ciudadanos para discutir dentro de la esfera pública. Esa delgada línea que separa lo inaceptable de lo tolerable.
En un momento fue el divorcio, luego el matrimonio igualitario, luego el aborto.
De eso no se podía hablar, hasta que las sociedades y la política fueron empujando dichos debates.
¿Pero qué pasa cuando la política intenta hablar de temas que una mayoría social no comprende o ni siquiera le interesa? ¿O qué pasa cuando la percepción pública asume que la política no es parte de la solución si no del problema? Ahí nace la antipolítica, que es la manera más visceral y demagógica de hacer política. Ahí es cuando aparece el líder menos pensado abanderando el “sentido común” y recoge esas demandas insatisfechas y las convierte en panfleto.
Eso es Milei. La consecuencia reaccionaria de una sociedad hastiada de promesas incumplidas y frustraciones apiladas. Ahora empezamos a oler el verdadero hedor de las bolsas de basura que supimos acumular.
Pero volvamos a Overton. Milei busca, y ya lo consiguió con creces, alimentar su ego y sus chances electorales con la ira de un pueblo. Por eso ensancha la ventana, y cada vez el abanico de temas a debatir son mayores y más polémicos. Cerrar el Banco Central, dolarizar la economía, aceptar la portación libre de armas, etc. Ya no hay tabú en su agenda: puede minimizar el golpe del 76, apoyar a Trump, adorar a Cavallo o gritar “zurdos de mierda” y a nadie le sorprende. Ya no es un loco. Es un loco lindo. Ya no es un peligro. Es un juguete rabioso que entretiene y gusta. Es un diputado rebelde que sortea su sueldo entre dos millones de inscriptos. Es un político que le dice a la “casta” esas verdades que le incomodan. Es lo que “la gente” quiere escuchar.
Es un minarquista ensayando su país ideal en estudios de televisión.
La ventana ya se corrió, empujada por el hartazgo social, el liderazgo encolerizado y el apoyo mediático que amplifica su voz al mismo tiempo que la legitima
La ventana sigue estirándose como un chicle. Ya no hay lenguaje inapropiado, temas incómodos ni posturas imposibles. El debate público es un gran embudo que engulle todo lo que le tiran encima.
Como el agua que corre por las alcantarillas, no la vemos, pero ahí está. Hay un proceso invisible de construcción de sentido que no descansa. El propio Overton hablaba de etapas. Hay fases de aceptación, imperceptibles, pero muy eficaces. Así pasamos de lo impensable a lo radical. De lo radical a lo aceptable. De lo aceptable a lo sensato. De lo sensato a lo popular. De lo popular a lo político.
Así estamos. Con la ventana “de lo aceptable” cada vez más corrida a la derecha. Normalizando prácticas, nombres y enfoques que parecían enterrados.
Suena de fondo una musiquita pegadiza con letra cambiada:
En escenarios polarizados la ventana se abre un poco más
y hasta los pobres libertarios pueden ganar.
Presiento que algo va a pasar.
Es de noche, otra vez.
*Consultor en Comunicación Política. Director del Posgrado en Literatura y Discurso Político de Flacso.