OPINIóN
Idus de Marzo

Cómo mataron a Julio César y Marco Antonio planeó vengarlo

El último magistrado de la Roma Republicana no era supersticioso, pero la noche previa a su asesinato, su esposa Calpurnia soñó su muerte y su inmortalidad. Paso a paso, historia de una traición.

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Julio César, mar negro, Anatolia. | Wikipedia.org Shutterstock

En la Antigüedad Romana, había tres tipos de días identificados por las fases de la luna: las calendas (luna nueva, en que arrancaba cada mes), los idus (luna llena de cada mes) y las nonas (octavo día antes de cada idus, con la luna iluminada a la mitad, en cuarto creciente). El resto de los días se identificaban según los que faltaban o hubieran pasado (pridie y postridie) de cada hito señalado. Así, el 2 de abril era al primer día después de las calendas de abril.

Los Idus coincidían con la mitad del mes, y caían el 15 en marzo, mayo, Julio y octubre, y 13, en los restantes. Los Idus de Marzo (Idus Martii) estaban consagrados a Marte, dios de la guerra y coincidía con la llegada de la primavera.

El 15 de Marzo del 44 AC tuvo lugar el asesinato de Julio César, que significó el trágico tránsito de la República romana al Imperio.

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La noche anterior César fue a cenar a casa de Marco Lépido. Allí se habló sobre qué tipo de muerte prefería cada uno. César dijo preferir una muerte “inesperada y rápida”, ante la perplejidad de los conjurados presentes. Algunos creen que quien propuso este tema de conversación intentaba advertirle veladamente que su vida corría peligro.
Esa misma noche, Calpurnia, su esposa, soñó que el techo, ventanas y el frontis de su casa, que había colocado el Senado, “para ornamento y honor” del dictador, se le caían encima y mataban a su esposo, en sus faldas.

El mismo César soñó que estaba suspendido en el cielo, volando arriba de las nubes, y que era recibido por Júpiter con un apretón de manos.

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César no era supersticioso, y no se dejaba llevar por presagios; pero la pesadilla de Calpurnia lo conmovió. Esa mañana, adivinos le dijeron que los sacrificios revelaban malos augurios. Entonces, César quiso posponer la sesión en el Senado prevista, enviando a su mano derecha, Marco Antonio, para dar aviso.
En ese momento apareció en su casa Décimo Junio Bruto Albino, hombre de su confianza, designado “segundo heredero” en su testamento. Era uno de los complotados. Su misión era asegurarse de que César no faltara a su fatídica cita.

Décimo se burló de los adivinos. Dijo que faltar a la sesión era una ofensa al Senado; que no debía decepcionar “a todos los que desde hacía horas estaban allí esperándolo”. ¿Cómo iba a quedar si mandaba a alguien a decirles a los senadores que la sesión se suspendía por un mal sueño de Calpurnia? ¿Qué dirían de él sus enemigos? ¿No era ése el comportamiento de un tirano? Que si quería postergar la sesión, que fuera él a dar la cara y no mandara a alguien. Luego, lo tomó de la mano y lo llevó a la puerta de su casa. Era la hora quinta (11:00 AM).

Bruto, líder de los complotados, salió de su casa con un puñal. Como era pretor, atendió una audiencia judicial en el Foro, frente al Senado. Un litigante, disconforme con la sentencia que dictó, gritó que apelaría a César. Bruto le contestó serenamente: “César no me impide, ni me impedirá actuar conforme a derecho”.

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Artemidoro, un maestro griego, enterado del complot, escribió una esquela, para advertirle a César. Corrió a la Curia, donde funcionaba el Senado. Cuando el dictador se aproximaba, en su litera, en medio del gentío, puso en sus manos la advertencia, gritándole que la leyera. Éste intentó leerla varias veces, sin lograrlo, por ser interrumpido insistentemente por el tumulto.

En el camino al Senado encontró a Espurinna, el augur que días atrás le advirtió que corría peligro durante “los Idus de Marzo”. Envalentonado, César lo desafió: “Son los Idus de Marzo y no me ha pasado nada”; y aquél le respondió: “pero aún no han terminado”.

El senador Popilio Lena se acercó a Bruto y Casio, los dos principales conspiradores y les dijo al oído: “Me uno a sus plegarias para que puedan llevar acabo la empresa que tienen en mente. Es más, los exhorto a darse prisa. Ya todos saben sobre ésto”. Los complotados se paralizaron: su trama ya era un secreto a voces en el Senado.

En eso llegó César al atrio de la Curia, bajó de la litera, desorientado, decidido a postergar la sesión. Se le acercó Popilio y los conspiradores temieron que los delatara. Llevaron sus manos a sus puñales, dispuestos a matarse entre ellos para no ser capturados. Luego que Popilio besó la mano de César y se alejó sonriendo, respiraron aliviados.

Los senadores entraron al recinto y los conspiradores rodearon la banca donde se sentaba el dictador. Trebonio quedó afuera, para evitar que Marco Antonio entrara a la Curia. Casio miró la estatua de Pompeyo que había en el recinto, e imploró su ayuda.

Tilio Cimbro se arrojó a los pies de César, que se iba a sentarse, pidiéndole por su hermano exiliado. Varios se le unieron, besándole sus manos y pecho. César, fastidiado, intentó sentarse. Tilio le tiró fuerte de la toga, liberando el cuello del dictador. Era la señal acordada.

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Casca y su hermano lanzaron las primeras puñaladas, hiriendo a César, que gritó: “¡Esta es una agresión! ¿Qué haces, infame Casca?”, mientras tomó el brazo del agresor y lo hirió con el puñal. Entonces los demás lo rodearon y arrojaron puñaladas.

Cuenta Plutarco: “Y cuando cada uno de los conjurados desnudó su puñal, César rodeado por todas partes, encontrando a donde mirase sólo golpes y puntadas, se debatía como una fiera, acribillado, entre las manos de todos, ya que todos debían participar en aquel sacrificio y beber aquella sangre. Bruto le dio una puñalada en la ingle”. Cuando César vio que Bruto también lo atacaba, se desmoronó y dijo: “¿Tú también, hijo?”, confirmando el rumor que corría de que era hijo suyo y de su amante, Servilia.

Sintiéndose perdido, César se echó la toga sobre su cabeza, y “bajó el borde hasta los pies, para caer decorosamente”, con la nota de Artemidoro en su mano. Emitió un gemido, y cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se cubrió con su sangre, “de un modo que hacía pensar que el mismo Pompeyo presidía la venganza sobre su enemigo”.

Aristinio, el cirujano que revisó el cadáver reveló que tuvo 23 puñaladas. La herida mortal fue la segunda que recibió en el pecho.

Ante el cadáver tendido, y la mirada atónita del Senado, los conspiradores cometieron un grave error: lo dejaron allí, en vez de arrojarlo al Tíber, como habían planeado.

Horas después, tres esclavos de César rescataron el cuerpo y lo condujeron en la litera que lo había traído, de vuelta a su casa; desde donde se prepararía el contragolpe con el que los cesaristas, encabezados por Marco Antonio, liquidarían a los asesinos del último magistrado de la Roma republicana.

*Abogado, Ingeniero, Profesor Universitario, Director Centro de Investigaciones Fundación Federalismo y Libertad