OPINIóN
Definiciones

Mérito, realidad y democracia

Términos que se prestan a confusión o fallas. Dichos del presidente Alberto Fernández y del Papa Francisco.

El presidente Alberto Fernández 20200916
Alberto Fernández. | Presidencia

La Real Academia Española lo explica bien. “Derecho a recibir reconocimiento por algo que uno ha hecho”. Esta es una de las acepciones de la palabra mérito que brinda la institución europea. A contramano de tal definición, en su afán por diferenciarse del gobierno anterior, el Presidente de la Nación sostuvo: “Lo que nos hace evolucionar o crecer no es verdad que sea el mérito, como nos han hecho creer en los últimos años. El más tonto de los ricos tiene más posibilidades que el más inteligente de los pobres”. Además de vincular erróneamente la riqueza con el intelecto, la declaración de Alberto Fernández engloba una creencia: el merecimiento es un disvalor, algo ajeno a la solidaridad y el bien común.

Esta cosmovisión, también defendida por el Papa Francisco, tiene otra falla de origen: confunde mérito con igualdad de oportunidades. Conviene, pues, aclarar las cosas. El primer concepto está relacionado con el accionar individual y los objetivos personales. La segunda noción, en tanto, empalma con las medidas y decisiones que se toman desde el poder político estatal a fin de generar condiciones equitativas para el desarrollo cultural, económico y social de la población.

Además de vincular erróneamente la riqueza con el intelecto, la declaración de Alberto Fernández engloba una creencia: el merecimiento es un disvalor, algo ajeno a la solidaridad y el bien común.

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Más allá de las claras diferencias, la crítica a la meritocracia -vocablo proveniente del latín que significa “debida recompensa”-, supone una condena ideológica al liberalismo político, ideario central de la ilustración y la Revolución Francesa de 1789. Sin embrago, por desconocimiento o mala praxis analítica, hay quienes igualan esa doctrina con el neoliberalismo económico. Sobre el apego a esta última corriente, plasmada en la Argentina de los años 90’, podrían dar cátedras, entre otros, varios miembros del oficialismo y figuras de la oposición.

En el plano metodológico, cuestionar el mérito implica ignorar que, desde una conducta honesta, perseverancia y reconocimiento van de la mano. Sobran ejemplos: estudiar supone un ejercicio intelectual que premia con un título esa dedicación académica; el ahorro constituye una restricción económica particular en pos de un mejor futuro financiero; cosechar es consecuencia directa de haber sembrado; obtener ganancias deriva de invertir y arriesgar capital.

A su turno, el rol de un Estado democrático, aún en una sociedad como la argentina que desde hace décadas tiene un serio problema con la idea de capitalismo, consiste en asegurar la plena libertad individual y, al mismo tiempo, armonizar los intereses colectivos. Nunca una cosa puede pasar por encima de la otra.

Aún en una sociedad como la argentina que desde hace décadas tiene un serio problema con la idea de capitalismo, consiste en asegurar la plena libertad individual y, al mismo tiempo, armonizar los intereses colectivos

Entretanto, mientras la pandemia torna complejo el presente e incierto el futuro, los males se acumulan: el nepotismo desincentiva el esfuerzo como medio para concretar la movilidad social ascendente; desde la cima del poder, la intolerancia pisotea la racionalidad y el diálogo; el consenso y el respeto caen al vacio toda vez que la dirigencia incurre en descalificaciones, acusaciones de estudiantina y decisiones unilaterales; pensar la política es tarea difícil cuando sobran palabras y faltan ideas; lograr el crecimiento económico se vuelve quimera si el Estado es el principal empleador; una Nación que tiene alta inflación, elevada emisión monetaria, fuerte presión tributaria, corrupción estructural y múltiples reglas cambiarias necesita normas claras e incentivos, hoy ausentes, que alienten las inversiones.

A lo anterior se añade un peligro: reparando en el malestar general de una parte de la ciudadanía para con la política, analistas y dirigentes insinúan que es posible un nuevo “Que se vayan todos”, aquella consigna reaccionaria que marcó la crisis de diciembre de 2001. Ante tal planteo, es preciso pensar tres cuestiones: ¿A dónde se irían todos?, ¿Quiénes vendrían? ¿Y para hacer qué cosas?

Por lo pronto, cuidar la institucionalidad y enfrentar los problemas endémicos enumerados -que explican, en parte, la decadente realidad Argentina- permitirá fortalecer la democracia