El automóvil de los malos aceleraba por las calles de la gran ciudad hostigado por el de los buenos, dejando atrás un tendal de vehículos volcados o chocados. Tras doblar en una esquina, como por un hechizo, se esfumaba ante la perplejidad de quienes llegaban apenas después. Poco más tarde se veía partir al camión en cuyo interior yacía, astutamente oculto, el auto de los delincuentes. En situaciones como ésta, recurrentes en la tele de entonces, mi viejo solía enfurecer: "¡Le están dando ideas a los chorros!"
Una sensación semejante experimenté años más tarde, durante un tramo de El Cielo y el Infierno, notable film de Kurosawa basado en una novela negra del norteamericano Ed McBain. La película resolvía ingeniosamente el aspecto más crítico de un secuestro, que es la instancia de entrega del dinero del rescate. Aunque apelaba a la comunicación telefónica desde un tren, que en 1963 Japón tenía disponible en algunas líneas ferroviarias, la opción de arrojar dos maletines desde un vagón en movimiento podía ser adaptada a otras realidades mediante unos sencillos ajustes.
Un puñado de creaciones de Hitchcock me hicieron sospechar que el inventario de saberes provistos por la depurada inteligencia de guionistas y directores podía ser vasto.
Gracias a esa generosidad mi educación continuó en franco progreso y mi sentido común se fue afinando. Aunque nunca estuvo en mis planes cometer un delito, ya conocía pautas elementales, como usar guantes, eludir cámaras de seguridad, no volver a la escena para estampar la "firma", preferir celulares descartables, ocultar el botín hasta que las búsquedas se diluyeran, evitar gastos ostentosos y mantener un hermetismo incondicional incluso entre los más allegados.
En caso de prestar declaración, debía mantener las manos y la mirada serenas, no tocarme la nariz ni la boca, tampoco rascarme el cuello ni recurrir a cualquier otro gesto que denotara rigidez.
A la luz de la instrucción recibida, admiré la elegancia de Pierce Brosnan en El Caso de Thomas Crown y llegué a imaginar el monasterio de San Giorgio Maggiore de Venecia, en la espléndida rendición crepuscular de Monet, fantásticamente exhibido en una pared de mi living.
Deleité mis dedos y mis ojos con las esmeraldas de la daga turca, codiciada por Melina Mercuri y Peter Ustinov en Topkapi. Ni hablar del collar de diamantes Cartier, copia del que fuera propiedad del Maharaja Jam Sahib de Nawanagar desde 1931, que es exquisito objeto de deseo de Sandra Bullock y Cate Blanchett en Ocean’s Eight.
Tras accionar un control remoto disfruté Alerta Roja, en la que Dwayne Johnson es deslumbrado por unos huevos de oro que (ficcionalmente) pertenecieron a Cleopatra. Y en la misma plataforma localicé una producción vernácula, El Robo del Siglo, en la que Francella, Peretti y compañía recrean el atraco al Banco Río de Acassuso.
La Casa de Papel, Breaking Bad, Atrápame si puedes...en fin, el material de estudio siguió siendo abundante y variado. ¿Sería porque el interés -o la excitación- de la audiencia por estas temáticas está lejos de atenuarse?
En los últimos tiempos mi erudición se ha sofisticado. Estoy convencido de que un ladrón moderno requiere, al menos, un tenaz adiestramiento físico y capacitación en informática y en el uso de sensores, así como de otros dispositivos muy diversos.
Impelidas por la exigencia de remozar guiones, ahora contamos con fuentes invaluables de información especializada como la serie CSI, que expone prolijamente cómo esquivar huellas y ADN de células y cabellos, o la eventual caída de fibras y otros residuos comprometedores. Lo que se llama un material de consulta obligatoria para todo chorro que aspire a la licenciatura.
Los adeptos a los robos de bancos y museos han vivido con renovado interés la reciente sustracción de joyas de el Louvre, aunque también con una áspera decepción. Parece que, excepto por una moledora y un montacargas, el golpe se llevó a cabo sin herramientas, y menos aún con parafernalias electrónicas o mediante intrincadas acrobacias. El éxito se basó, en cambio, en la sorpresa y la celeridad. Podría afirmarse que el trabajo fue tan clásico y artesanal como el de aquel oscuro carpintero italiano que tomó prestada La Gioconda 114 años atrás. Si fueron fieles a los procederes clásicos, el botín ya está desmontado, y hoy consiste en un montón de piedras preciosas y en metal fundido.
¿A qué se debe la fascinación por estas gestas de mano limpia, que eclipsa su condición delictuosa y genera simpatía por los ladrones y rechazo a quienes los combaten? ¿Es por el refinamiento de los medios técnicos y logísticos? ¿Es por la fantasía de convertirse en el receptor del botín? ¿Es por el desafío a la autoridad? ¿Es por la seducción intelectual de la planificación metódica? ¿Es por la adrenalina de enfrentar al peligro? ¿Es por el triunfo del ingenio ante una seguridad supuestamente impenetrable? ¿Es por todo lo anterior?
Como el lector ya está presintiendo, esta nota no responderá esas inquietudes, que quedarán picando para que las diluciden los especialistas en el comportamiento humano.
Cerraremos aquí, algo precipitadamente, porque en la tele está por comenzar un documental sobre el golpe al Museo Gardner de Boston, por el que obras de Vermeer, Rembrandt, Manet y Degas pasaron a la clandestinidad de colecciones privadas. Los chorros emplearon un ocurrente plan para neutralizar el sistema de seguridad, y esa información de ningún modo me la puedo perder.
*ex docente y capacitador de Física y CN. Lector crítico en Diniece/Min.de Educación. Consultor para NAP (Flacso/Unesco/Fopiie). Coordinador en Plan Social Educativo, Educ.ar y Adultos 2000