Un país puede ser narrado por sus libros, sus canciones, sus batallas. Pero hay hitos en la historia que, por su prominencia, instalan un momento particular en la memoria colectiva: 1955 fue uno de esos. Setenta años después, la Argentina vuelve a ese punto de inflexión en la forma de concebir la política y la vida pública.
El 16 de septiembre de 1955, los generales Eduardo Lonardi e Isaac Rojas encabezaron la llamada “Revolución Libertadora”. Tras bombardeos y combates en Córdoba y Buenos Aires, con un saldo de más de ciento cincuenta muertos, Juan Perón pidió asilo en la cañonera Paraguay y partió al exilio. Los diarios hablaron de triunfo; las calles, en cambio, comenzaron a narrar su propia historia.
El derrocamiento de Perón representa la interrupción abrupta de la experiencia de participación mayoritaria. Disparos, decretos y silencios forzados clausuraron un experimento social que había multiplicado voces y símbolos, demasiado estridentes para la sensibilidad de las élites.
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En ese gesto se reveló una enseñanza que atravesaría generaciones: la democracia podía ser interrumpida, el voto revisado y la voluntad colectiva puesta entre paréntesis.
Que nunca más la historia argentina se escriba al compás de su ritmo irracional"
Las décadas siguientes heredaron esa fractura. Por un lado, la desconfianza hacia lo político, la sensación de que la plaza podía ser escenario de excesos y amenazas. Por otro, la fascinación de los jóvenes por la militancia, la búsqueda de ideales y horizontes de transformación. Entre el temor y la utopía se dibujó una coreografía social que osciló entre la algarabía y la desconfianza.
Lo que en su momento se presentó como una “liberación” dejó como saldo una memoria en disputa: vencedores que hablaban de restauración, vencidos que descubrieron el peso y romanticismo de la proscripción, ciudadanos que aprendieron a convivir con la sospecha. Y se elevaron algunas contradicciones institucionales que aumentaron el recelo: un movimiento de liberación que prohibía palabras, un proceso de restauración que borraba rastros.
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Desde entonces, la política argentina arrastró la dificultad de legitimarse a sí misma y afirmarse sin la sombra de la interrupción. En 1956, el Decreto 4161 llegó incluso a prohibir nombrar a Perón o Evita, utilizar sus imágenes o entonar la marcha peronista. Se activaron listas negras para artistas, docentes y deportistas; se instauró una pedagogía muda que pretendía con cada palabra tachada enseñar más que los manuales escolares.
En el terreno de la educación y la cultura, aquel tiempo dejó marcas silenciosas. La autocensura se volvió un aprendizaje involuntario: las familias bajaban la voz en la sobremesa, los docentes cambiaban de tema, los niños naturalizaban la consigna de lo que podía y no podía decirse. ¿Qué ocurre con una comunidad que introyecta la idea de que ciertas palabras son peligrosas? ¿Qué ciudadanía nace de la costumbre de callar?
Hoy, cuando la democracia parece frágil y los jóvenes dudan de su compromiso con la política, miramos hacia atrás para reconocer que nuestra vida pública se formó bajo el signo de una herida. Una cicatriz que afecta la manera en que nos vinculamos con la plaza, con el voto y con la memoria.
Umberto Eco proponía que el intelectual iluminara sin simplificar. Pensar el 55 setenta años después implica algo parecido: desentrañar lo que ocurrió y, sobre todo, lo que arrastramos desde aquel episodio abrupto. A los juicios sobre el pasado sumamos la pregunta sobre cómo inventar una pedagogía de la política que no nazca de la exclusión, cómo madurar y crecer en la crítica, la creatividad y la imaginación compartida.
Setenta años después, hay otros estrépitos, cada uno sabrá si equiparables al de los cielos de septiembre. El de las aulas vacías de palabra, el murmullo apagado de las plazas en esta época de declive de las manifestaciones públicas, el ruido sordo de cantidades de jóvenes sin cauce o futuro.
A esta altura es preocupante que los ataques a la democracia solo sirvan para ser recordados con marchas, estandartes y declaraciones rimbombantes. E imprescindible que sirvan para dimensionar la violencia, para aprender que nunca más la historia argentina se escriba al compás de su ritmo irracional y sus efectos irreparables. Se trata, más que de erigir mausoleos a la memoria, de dejar que la memoria vuelva a preguntar, incomode y enseñe a imaginar lo que aún no hemos sabido construir.
* Director del Instituto de Ciencias Sociales