Hace casi cinco años en la Provincia de Buenos Aires se sancionó una ley que obliga a incorporar en todas las publicaciones y actos oficiales la expresión “30.000 Desaparecidos” cuando “se haga referencia al accionar genocida en nuestro país, durante el 24 de marzo de 1976 al 9 de diciembre de 1983.”
Poco tiempo después propusimos derogar dicha ley, que tuvo como único voto en contra el nuestro, y esta semana reiteramos la iniciativa desde el bloque Avanza Libertad, que integro junto a los diputados Nahuel Sotelo Larcher y Constanza Moragues Santos.
En primer lugar, creemos que debe ser derogada por ser manifiestamente inconstitucional al violar el derecho a la libertad de expresión consagrado en el artículo 14 de la Constitución Nacional y en los tratados internacionales elevados a jerarquía constitucional.
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Por otro lado, entendemos que a la hora de legislar se debe priorizar siempre la promoción y protección de la Libertad y la Verdad y está claro que esta ley no lo hace.
Por el contrario, a través de su texto el Estado asume una postura intransigente y excluyente sobre un proceso histórico que todavía hoy es objeto de múltiples e intensas investigaciones y de arduos debates que configuran una situación muy lejana de cualquier atisbo de consenso en nuestra sociedad.
En cambio, sí existe consenso sobre la falta de evidencia empírica que permita sostener que las personas desaparecidas fueron 30.000, sin perjuicio de lo que pueda surgir de investigaciones o descubrimientos futuros.
De ese modo, la ley no solo no expresa la verdad sino que expresa, e impone, una mendacidad.
Pero no somos los únicos que sostenemos que la ley en cuestión viola la libertad de expresión y conspira contra un debate abierto y la búsqueda de la verdad: la mismísima Comisión Interamericana de Derechos Humanos opina lo mismo.
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En efecto, dicha Comisión, la misma que tan valientemente denunciara las violaciones a los derechos humanos de la década del 70, emitió un informe a través de su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión.
Dicho informe, firmado el 28 de junio de 2017 por el Relator Edison Lanza, es lapidario y dice, entre otras cosas, que: “…imponer a los funcionarios públicos y organismos estatales la obligación legal de sostener una serie de extremos sobre las graves violaciones de derechos humanos cometidas, excede el objetivo que persigue la ley y no parece constituir un medio adecuado e idóneo para alcanzar la finalidad perseguida.”
Continúa aseverando que “…la norma aprobada, además de restringir el derecho a la libertad de expresión de los funcionarios abarcados en la jurisdicción de la Provincia de Buenos Aires, también podría tener un efecto inhibitorio más generalizado y afectar el derecho de la sociedad en su conjunto a recibir información y procesarla en un debate público robusto.”
El informe finaliza de manera terminante: “La determinación de una verdad oficial a través de un acto legislativo clausura virtualmente la investigación, el análisis y el debate respecto a la búsqueda incesante de la verdad de lo sucedido.”
La cuestión es muy clara: Una nueva Historia Oficial es así impuesta desde el Estado.
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La ley es muy negativa por otro motivo igualmente grave: desbarata cualquier política de acercamiento y unidad entre compatriotas de diferentes pensamientos. Una leyenda oficial que permanentemente ostente una posición terminante constituye, para quienes no comparten dicha posición, una afrenta, un factor de irritación, de exacerbación de pasiones y, en definitiva, de desunión entre argentinos.
Estos efectos divisivos de la ley han quedado abiertamente en evidencia en estos casi cinco años de vigencia.
Además, no puede soslayarse la superficialidad intrínseca de la ley, que presupone que la concientización de los gravísimos hechos ocurridos en la década del 70 dependen de la imposición coactiva de la arista cuantitativa de una tragedia, banalizando así la tragedia misma.
La diferencia entre Memoria e Historia fue magistralmente expuesta por el fallecido filósofo y semiólogo franco-búlgaro Tzevan Todorov, a quien vale la pena cederle la pluma: “Una sociedad necesita conocer la Historia, no solamente tener memoria. La memoria colectiva es subjetiva: refleja las vivencias de uno de los grupos constitutivos de la sociedad; por eso puede ser utilizada por ese grupo como un medio para adquirir o reforzar una posición política. Por su parte, la Historia no se hace con un objetivo político (o si no, es una mala Historia), sino con la verdad y la justicia como únicos imperativos. Aspira a la objetividad y establece los hechos con precisión; para los juicios que formula, se basa en la intersubjetividad, en otras palabras, intenta tener en cuenta la pluralidad de puntos de vista que se expresan en el seno de una sociedad.”
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En todo caso, no puedo finalizar estas palabras sin manifestar cierto estupor porque un texto que fomenta la No Verdad como política de Estado, promueve el discurso único, fomenta la autocensura, denigra a quien opina distinto, dispone el aparato estatal a favor de un sector político y pretende imponer una versión como la única historia aceptable, es defendido por los mismos que dicen haber sido víctimas de tales atrocidades.
* Guillermo Castello. Presidente del bloque de diputados provinciales de Avanza Libertad.