OPINIóN
Panorama

Italia: un “ambiguo intermedio” antes del “salto en la oscuridad”

Escenario incierto ante las elecciones políticas del 25 de septiembre, precedidas por la deprimente paréntesis de una campaña electoral ruidosa que, desde hace unas décadas, ha puesto de manifiesto -salvo excepciones- el nivel grotesco y mediocre del panorama político nacional.

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La dimisión presentada por Mario Draghi el pasado 21 de julio cierra la decimoctava legislatura de la República Italiana y abre un escenario muy incierto y problemático. La caída del ejecutivo aboca en las elecciones políticas del 25 de septiembre, precedidas por la deprimente paréntesis de una campaña electoral ruidosa que, desde hace unas décadas, ha puesto de manifiesto -salvo excepciones- el nivel grotesco y mediocre del panorama político nacional.

El lapso temporal desde la caída del gobierno de Draghi hasta el posible resultado de las votaciones me recuerda un período crucial de la historia italiana del siglo XX, que va desde el retiro de confianza del Gran Consejo hacia Mussolini a las vísperas del referéndum institucional del 2 de junio de 1946. El paralelo entre dos momentos tan distantes y diferentes surge por una analogía de puro carácter conceptual que trato de sintetizar y definir a través de dos expresiones: "ambiguo intermedio" y "salto en la oscuridad".

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Dicho que no existe ningún tipo de correspondencia entre la fase política actual y la del final de la Segunda Guerra Mundial, las dos fórmulas enfocan con eficacia la situación en la que se encuentra el oaís. La primera -acuñada por Paolo Murialdi para enmarcar la situación política y editorial italiana desde la caída de Mussolini hasta el anuncio del armisticio del 8 de septiembre de 1943, capta la incertidumbre asociada al miedo por la superficialidad y los contenidos vacíos que están animando la campaña electoral. Creo que ambiguo intermedio haga emerger la inadecuación de muchos de los que deberán enfrentar una situación política particularmente compleja, en la que se entrelazan cuestiones nacionales e internacionales.

El segundo concepto, el salto en la oscuridad -consideración con la que el entonces director del “Corriere della Sera”, Mario Borsa, estigmatizó a quienes consideraban la elección de la República como algo oscuro- pone de relieve la preocupación por el resultado de las urnas. El veredicto, de hecho, oscila entre la probable afirmación de un gobierno nacional-populista de derecha, portador de reivindicaciones antieuropeas, y la posibilidad de un ejecutivo frágil, fruto de una coalición heterogénea y, en consecuencia, débil frente a los desafíos del próximo otoño.

Ya en los días siguientes a la disolución anticipada del parlamento, ha iniciado una campaña electoral en un estilo de deplorable estruendo. Todos los días somos testigos de una serie de anuncios y eslogans que se encajan en un marco de auténtico remate. En el curso de las semanas, en efecto, en una preocupante dimensión de juego en alza, se han producido una sucesión de pujas sobre el alcance de las medidas a adoptar. Entre proyectos relacionados con la flat tax, propuestas sobre la reducción de la carga tributaria, la eliminación de impuestos, el aumento de las jubilaciones y el cierre de fronteras para los migrantes, ha surgido un panorama verdaderamente desconcertante. 

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Considerando la indeterminación y en algunos casos la peligrosidad de los programas electorales, se fortalece la triste conciencia del nivel poco congruente de gran parte de la clase política para la alta tarea que está llamada a desempeñar. Junto a este aspecto, sin embargo, se asocia otro, que en cierto modo, es aún más preocupante.

Desde décadas está en acto un fenómeno que muestra una inversión evidente del principio teórico que anima el espíritu democrático: la trayectoria de la voluntad política no sigue un camino ascendente (de abajo hacia arriba), sino que avanza con una tendencia diametralmente opuesta. La consecuencia más inmediata de esta tendencia es que los ciudadanos pierden paulatinamente el papel central que les corresponde en una sociedad democrática, convirtiéndose en simples objetos de las estrategias que utilizan las fuerzas políticas para adquirir su voto.

El análisis de los teóricos de la élite, principalmente el de Joseph Schumpeter, sobre la teoría democrática parece haber llegado a su máxima expresión. La inversión del sentido del vector político determina que no es más la voluntad de los ciudadanos, la que da lugar a la decisión política, aunque a través de muchas mediaciones y representaciones, sino llegan a desarrollar este rol las élites políticas, y el consentimiento de los ciudadanos representa la puesta en juego de la lucha competitiva entre ellas. 

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Si a este marco le sumamos las distorsiones y contradicciones típicas de la arena política, las manipulaciones de la comunicación y el hecho de que -como escribió Giovanni Sartori- el único poder del electorado sigue siendo, en última instancia, el de elegir quién lo gobernará, frente al panorama desalentador de la oferta política -en la que se destacan soberbia, presunción y frecuentemente incapacidad y descaro-, la socieda civil se encuentra en una situación de impasse entre la elección del así llamado mal menor y una abstención voluntaria.

Ambas opciones vuelven a proponer lo que Antonio Gramsci en los Cuadernos de la cárcel definiba como la expresión de un proceso de adaptación a un movimiento históricamente regresivo, en el que el ciudadano, lejos de ser el ganglio vital de la sociedad democrática, se encuentra, en realidad, al margen de los procesos reales de formación de la voluntad política. Si su papel se reduce a la única función de delegar, con el tiempo, el riesgo de desafeción e indiferencia, unido a sentimientos de indignación, irritación y aversión, es una perspectiva más que concreta. En definitiva, surge lo que Dewey llamó el eclipse del público, que es uno de los peligros más graves que pueden amenazar la solidez de la construcción democrática, dado que los ciudadanos no son más que consumidores pasivos de ofertas políticas preempaquetadas.

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Frente a este contexto, ¿cómo se puede frenar el fenómeno de la abstención electoral? ¿Cómo se puede contener la peligrosa ligereza de quienes expresa abiertamente su escepticismo por la efectividad del derecho de voto?

La desconfianza hacia la participación a la vida democrática, la distancia percibida entre instituciones y personas, la sensación de que todo se reduce a la opción de votar por una lista de ombre, elegidos en la dirección de un partido, por un aparato invisible, abre una serie compleja de interrogantes, íntimamente interrelacionados. 

En un primer nivel, para invertir el sentimiento generalizado de desconfianza hacia el compromiso cívico en la comunidad en la que se vive, es necesario ante todo destacar la centralidad de la libertad política en la democracia. En efecto, como observó Benjamin Constant -en su célebre Discurso sobre la libertad de los antiguos frente a la de los modernos- no es sólo expresión de la salvaguarda de las libertades civiles, sino principalmente el instrumento que permite a los hombres de progresar, superando no la estricta dimensión de los intereses personales. La libertad política -según el intelectual francés- solicita, en efecto, la mejor parte de nuestra naturalezza, estimula la noble inquietud que nos atormenta y el deseo de ampliar nuestros conocimientos y desarrollar nuestras facultades. 

Para que cada individuo pueda expresar estas virtudes y sentirse plenamente ciudadano del demos, participando, aunque sea indirectamente, en las decisiones políticas vinculantes para todos y tomando parte en el desarrollo de una opinión pública activa, crítica e informada, se necesitan nuevos métodos que permitan una auténtica implicación de la sociedad civil, a partir de la presencia en el territorio de formas de agregación que combatan la soledad del individuo y la virtual liquidez que ha asumido nuestra sociedad.

En fin, relacionada a los dos aspectos mencionados anteriormente, existe una condición adicional para regenerar los valores y el significado de una ciudadanía activa. Se trata de lo que Danilo Zolo llamó habeas mentem o sea la autonomía cognitiva. Con esta expresión, el jurista entendía la capacidad del sujeto de controlar, filtrar e interpretar racionalmente las comunicaciones que recibe, en particular las comunicaciones electrónicas. De hecho, en las sociedades informatizadas, observó Zolo, la garantía jurídica de los derechos de libertad y de los derechos políticos corre el riesgo de ser una cáscara vacía si no incluye la autonomía cognitiva: si esa falta, es impensable que se forme una opinión pública independiente, vistos los procesos de autolegitimación promovidos por las élites políticas. 

Esta compleja acción, dirigida hacia un renacimiento democrático del país, puede surgir a través de un retorno a la sociedad civil, entendida como la base de donde parten los interrogantes a los que el sistema político está llamado a dar respuesta. Ante la crisis de valores y credibilidad de la política, se hace más necesario el aporte y el compromiso de quienes se refieren a la mejor tradición católico-liberal, federalista, republicana, socialdemócrata y laico-crociana. Sin duda es en el largo plazo en lo que hay que pensar, pues las recetas mágicas pertenecen al marco de esa peligrosa demagogia, que impregna, desde hace décadas, a muchos de los partidos nacionales. Si la intención es la de alejarse del peligro del salto en la oscuridad, de las derivas paternalistas y del abismo de los caminos antieuropeos, el esfuerzo de quienes se preocupan por una Italia liberal-democrática es saber trascender su cotidianidad, encontrando inspiración, en las palabras de Constant, para reconectarse con la política.