La crisis de finales de 2001 ha sido paradigmática en el sentido que desató una disolución de las relaciones capitalistas.
Desató la quiebra de los bancos y de las AFJP y la confiscación de los depósitos bancarios y de las jubilaciones. La moneda perdió el 75% de su valor e incluso, hasta cierto punto, su función transaccional, que fue sustituida en parte por el trueque. Provocó un derrumbe del empleo, llevando la desocupación del 16 al 30 por ciento de la población activa.
Numerosas patronales vaciaron sus empresas, lo cual dio lugar a la ocupación de los lugares de trabajo y al reclamo de su expropiación por parte de los trabajadores. Estas características la distinguen de las crisis cíclicas, o en todo caso ha ido más allá de los límites históricos de ellas.
En el pasado, sólo en dos oportunidades se registró en Argentina un proceso parecido, en el verano de 1976, cuando un lock out paralizó la economía y favoreció el golpe, y en el verano de 1989/90, cuando el peso perdió su referencia de mercado y provocó un inusitado impasse económico.
En síntesis, quedó probada en los hechos, otra vez más, la tendencia del capitalismo hacia su propia disolución. La reconstrucción del tejido económico fue asumida por el Estado de un modo excepcional, en la ilegalidad. El Poder Judicial decidió que los activos de los bancos, completamente desvalorizados, fueran reconocidos a su valor nominal. Esta supresión ficticia de la quiebra fue el pretexto para que el Banco Central lanzara una catarata de redescuentos, que atendiera a la recomposición de la liquidez de las entidades. El dinero público fue utilizado, de este modo, para rescatar a las instituciones que habían servido como canal de una fuga estimada de 50 mil millones de dólares durante 2001. Fue violada la ley de intangibilidad de los depósitos votada por el Congreso a instancias del Ejecutivo –De la Rúa-Cavallo–.
Estas medidas de excepción confiscatorias fueron ratificadas finalmente por la Corte Suprema designada bajo el gobierno de Néstor Kirchner, calificada en la época como “excelente”. Todos los desfalcos posteriores, desde el negociado con Repsol por la expropiación parcial de YPF; los intereses abusivos reconocidos al Club de París; la violación de los derechos jubilatorios y el ‘desendeudamiento’ a costa del Fondo de Garantía de Anses y las reservas del Banco Central; y la ilegalidad de la reconstrucción de los bancos y el capital en general, tiene su origen en aquella intervención excepcional del Estado. Esta en la base del derrumbe financiero actual, originado en el arbitrario endeudamiento, sin precedentes, del gobierno de Macri, que sirvió fundamentalmente a la fuga de capitales al exterior. Veinte años, una continuidad histórica, que sigue ahora con la reestructuración de la deuda pública y el acuerdo con el FMI.
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El provincialismo del ‘establishment’ de economistas de Argentina ha enfocado la crisis de 2001 en asuntos como el déficit fiscal, la rigidez de la convertibilidad u otras convenciones de política monetaria y presupuestaria. Una mirada solo un poco más amplia, la situaría en el marco de una fenomenal crisis capitalista internacional.
La convertibilidad fue herida de muerte en junio de 1994, siete años antes de su certificado de defunción. Fue desatada por la crisis del ‘tequila’, cuando Bill Clinton abrió la llave de las reservas estratégicas de EEUU para hacer frente al derrumbe financiero de México. Esta crisis desató una recesión que, con leves ondas, llegó hasta 2003. Cavallo realizó numerosas operaciones violatorias de la convertibilidad para mantener la paridad de cambio, a través del Banco Nación, y luego con reducción de jubilaciones e impuestazos, ya bajo el gobierno de la Alianza. Sólo logró que el estallido reprimido fuera más intenso.
El ‘tequila’ fue, sin embargo, el aperitivo del menú, porque en 1997 irrumpió la crisis asiática, en países poderosos que contaban con superávits fiscales, que se trasladó un año y medio más tarde a Rusia, a la que llevó al borde de la disolución nacional. En 1999 la crisis alcanzó a Brasil y en el 2000 llevó a la quiebra al fondo más importante del mundo, el LTCM, que requirió una red financiera de seguridad que comprometió a toda la banca norteamericana, con excepción de Bear&Stern. El 2001 argentino culmina, con Uruguay, una enorme crisis capitalista internacional, que dejaría sembrada las semillas de la mayor bancarrota desde los años 30, en 2007/12, y se prolonga en la actualidad.
Entre 2001 y ahora la deuda pública de Argentina pasó de los 180 mil millones de dólares (inflados por la estafa del blindaje y el megacanje de De la Rúa con el FMI, antecedente del perpetrado por Macri en 2018), a los 450 mil millones de dólares del presente. La reestructuración de esta deuda con acreedores y el FMI la llevará a niveles aun mayores y desatará una enésima crisis de envergadura.
La crisis de 2001 tuvo un carácter continental. En Bolivia, Perú y Ecuador desató levantamientos populares y revoluciones, en especial contra los tarifazos el agua y la entrega del gas y petróleo a multinacionales. En Venezuela, había desencadenado el ‘caracazo’ de 1990. Es lo que vuelve a ocurrir ahora, desde Chile, Colombia, Honduras e incluso Cuba, y una crisis generalizada de regímenes políticos.
La bancarrota de 2001 ‘se llevó puesto’ al Frepaso de Chacho Álvarez, Feletti, Vilma Ibarra, una fuerza ‘populista’ que se alió con los Sturzenegger y los Gerardo Morales, y que tomó la iniciativa de re-instalar a Domingo Cavallo en el gobierno. Esta coalición, que en términos de futuro, equivaldría a una alianza entre el kirchnerismo y el macrismo, dejó al desnudo los canales de coincidencia entre la pequeña burguesía peronista, de un lado, y el gorilaje financiero, del otro, que un politólogo presentó, recientemente, como el fundamento de la “asombrosa resiliencia” argentina. Fue, en realidad, la que precipitó tres veces al país en la disolución económica. Es claro, a la luz de la historia, que Argentina y América Latina no tienen salida en el marco capitalista.
La consigna que caracterizó al Argentinazo de diciembre de 2001, no fue solamente “Que se vayan todos”. Antes de eso se destacó otra más sugerente: “piquete y cacerola la lucha es una sola”. El slogan sorprende a quienes, hace tiempo, rechazan los cortes de calle, pero en aquella ocasión fue la respuesta de clase media a una confiscación capitalista de sus ahorros – no fue el estado sino los bancos que fugaron ese dinero. Por eso, cuando De la Rúa decreta el estado de sitio para proteger a la propiedad contra los saqueos, esa clase media, incluida la ‘propietaria’ lo repudia y sale en masa a las calles, porque el saqueo venía de quienes lo habían declarado. La clase media y los trabajadores han sufrido confiscaciones sistemáticas, al menos en el último medio siglo.
Las masas populares se encuentran hoy en una situación mucho peor a la de hace dos décadas – nadie lo discute. Tienen por delante una crisis que se perfila más aguda aún. La memoria histórica jugará un papel fundamental en el desenlace.
* Jorge Altamira, dirigente de Política Obrera.