En pocos días estaremos rememorando las tumultuosas jornadas vividas por todos los argentinos a comienzos del siglo XXI, hace ya veinte años. Aquella crisis que estalló en 2001 tiende a ser acotada a las jornadas del 19 y 20 de diciembre, el “que se vayan todos” –leitmotiv que unificó la heterogeneidad de los reclamos en un profundo rechazo a la clase política– y la “espectacularidad” de algunos de sus eventos rememorados de forma desordenada o disociados entre sí: saqueos, muertes, manifestaciones, FMI, estado de sitio, corralito, la salida en helicóptero del presidente, entre otros. ¿Pero tiene sentido evocarla solo como una simple cronología del fracaso colectivo?
No faltan quienes revisan esa experiencia crítica para agitar –de manera interesada– fantasmas desestabilizadores equiparando el presente con el pasado. Pero si se quiere evitar el mito del eterno retorno se podría ejercitar una evocación que recupere los aprendizajes y oportunidades que se abrieron en ese momento.
La singularidad de la crisis de 2001 estuvo dada tanto por los procesos políticos, económicos y sociales que condensó como por los cambios que promovió y los problemas estructurales que quedaron intactos. Las transformaciones que sufrió la estructura productiva del país desde mediados de los 70 hasta los 90 dejaron trunco el proceso de desarrollo iniciado en las décadas previas, provocaron la pauperización de las clases medias y profundizaron las brechas de desigualdad.
En términos políticos la crisis expresó la pérdida de legitimidad de partidos y sindicatos como medios de representación; basta recordar que las elecciones de octubre de aquel año ostentaron las tasas más altas de voto en blanco y nulo en muchos años y las más bajas de participación electoral. También visibilizó la puesta en acto de la imaginación política popular que, mediante prácticas de participación alternativas les dieron voz a los excluidos del modelo y cubrieron los espacios abandonados por el Estado. La organización política como estrategia de participación y de supervivencia caló tan fuerte en la sociedad que incluso las derechas entendieron que debían aprender a hablarles a otros segmentos del electorado. Y con el diario del lunes, vaya si lo aprendieron.
También fue un desafío a la estabilidad de las instituciones políticas que, a menos de dos décadas del retorno democrático, pudieron (con dificultades y tropiezos) dar respuesta a una situación inédita de acefalía sin dar lugar a una salida autoritaria.
La crisis abrió espacio para discutir esquemas alternativos que revalorizaron la producción por sobre la especulación financiera y rescataron el rol del Estado en la coordinación de actores y variables económicas. La inclusión y la redistribución volvieron a ser ejes de los programas económicos y se hizo visible la irracionalidad de las políticas de austeridad de los organismos internacionales de crédito, que históricamente y a nivel global promovieron la servidumbre más que el crecimiento. La política recuperó centralidad para la toma de decisiones y los niveles locales de gobierno se resituaron como unidades estratégicas para el desarrollo territorial. Ambos son deudores de los movimientos sociales y su trabajo barrial.
En definitiva, la crisis de 2001 estuvo plagada de muertes y resurrecciones o, como solemos decir en las ciencias sociales, de procesos destituyentes e instituyentes con diferentes alcances. El diciembre actual no es el mismo de hace veinte años. Las similitudes con el pasado tienen mucho más que ver más con los límites estructurales de nuestro modelo productivo y los desafíos pronunciados que nos deja esta pandemia que con esa conjunción particular e histórica de fenómenos que desembocó en los acontecimientos del 19 y 20. Ahora bien, la exigencia de responsabilidad política y compromiso colectivo es la misma.
*Profesora UNQ y candidata doctoral Instituto de Desarrollo Económico y Social IDES.
**Doctora en Teoría Social y Política (Barcelona). Investigadora, Universidad Nacional de Avellaneda.