OPINIóN
Educación

La corrección emocional es una nueva forma de obediencia

Las competencias más buscadas son la amabilidad, la curiosidad, la apertura al cambio y las ganas de colaborar. Sin embargo, esas virtudes podrían ser requisitos para “encajar”, pero sin convicción. ¿Como "laboratorio social", qué rol debe ocupar la escuela?

Empleo joven - Manpower
Empleo joven - Manpower | Punto a Punto

Durante las últimas décadas, los informes internacionales parecen haber alcanzado un consenso: el futuro pertenece a quienes desarrollen las llamadas “habilidades del siglo XXI”. En uno de sus últimos reportes, Mc Kinsey (2021) sostiene que la empleabilidad y la productividad global dependen de la empatía, la autoconciencia, la autorregulación emocional, la creatividad, el pensamiento crítico y la resiliencia. Por su parte, OCDE (2018) coincide: las competencias más valiosas son la amabilidad, la curiosidad, la colaboración y la apertura al cambio.

En otras palabras, el ciudadano ideal del siglo XXI es alguien competente, empático, emocionalmente equilibrado y perpetuamente creativo. Un sujeto sereno, adaptado y productivo. Un individuo que —al menos en teoría— nunca se enoja demasiado, nunca se deprime del todo y nunca se sale del eje.

Las habilidades socioemocionales son, sin duda, valiosas. El mundo necesita más empatía, más cooperación, más diálogo. Pero cuando esas virtudes se transforman en requisitos para “encajar” en organizaciones, escuelas o comunidades, corren el riesgo de convertirse en una nueva forma de control. Detrás de la exaltación de la autorregulación y la positividad se esconde, muchas veces, un mandato: no incomodes. Sé empático, pero no desafíes. Sé creativo, pero dentro de las reglas. Sé auténtico, pero que no se note demasiado.

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El filósofo Byung-Chul Han llamó a este fenómeno “la sociedad del rendimiento”: una era en la que el sujeto ya no es explotado por otro, sino por sí mismo. Nos pedimos felicidad, resiliencia y productividad. El poder ya no grita, ahora susurra desde la voz interior del deber ser. Se internalizan normas impuestas primero por el entorno, luego por las instituciones donde nos formamos y trabajamos, y también por los gobiernos y el mundo que habitamos.

En ese contexto, emociones como la tristeza o el enojo se vuelven sospechosas. La frustración se interpreta como falta de autocontrol; un cuestionamiento, como déficit emocional. Sonreír a todos y ante todos, en particular al poder y statuquoismo, es lo que les da tranquilidad. Lo que hace que seamos ciudadanos del siglo XXI.

Una visión alternativa nos indica que esas emociones no sean un fallo personal, sino un síntoma colectivo. Tal vez estar tristes o enojados sea, a veces, la reacción más cuerda ante un mundo desigual, acelerado o injusto. Tal vez cuestionar no a todos les parezca descabellados: ¿Cuántos lideres sociales, empresariales, mundiales, han roto el molde justamente por su capacidad de escuchar y reconocer flaquezas? Y si, a veces hace falta mas sentido del humor, habilidad tan necesaria en este siglo XXI.

Cuando el poder apaga la empatía

Hace poco, el emprendedor y divulgador Santiago Bilinkis mencionó en dos reels dos experimentos que muestran un dato inquietante: el poder tiende a erosionar la empatía. En ambos casos, los investigadores midieron la actividad cerebral de personas antes y después de recibir más estatus o autoridad (en un caso, el manejo de un auto de lujo y en otro la posibilidad de acceder a objetos “restringidos para pocos”). El resultado fue claro: a medida que aumentaba la autopercepción de poder, disminuía la activación de las áreas del cerebro vinculadas con la empatía y la percepción del otro.

Educación: abriéndose paso entre las tendencias globales y la urgencia

No es que el poder corrompa moralmente; simplemente, distancia. Quien ocupa una posición de autoridad empieza a vivir en un entorno donde las consecuencias de sus decisiones se sienten menos directamente. Las jerarquías, incluso las mínimas, reducen la sensibilidad. Mucho más aún cuando quienes ostentan el poder están vienen de algunas generaciones de profesionales o están acostumbrados a moverse en círculos de alto poder adquisitivo.

Y, paradójicamente, son esas mismas personas —las que menos empatizan— quienes definen qué comportamientos y emociones son “adecuados”. Ellas deciden qué se premia: la sonrisa permanente, la calma, la flexibilidad. El enojo o la tristeza se vuelven amenazas, síntomas de disfunción, marcas de desajuste. Cualquier desvío del tono correcto se etiqueta rápido: el crítico es “conflictivo”, el apasionado “histriónico”, el inconforme “desequilibrado”. La disidencia se medicaliza y el desacuerdo se convierte en problema emocional.

El mandato de la empatía, cuando se usa como herramienta de control, desactiva la crítica. Y la autorregulación, cuando se confunde con docilidad, mata la creatividad"

La mayoría, sin embargo, no se rebela. En lugar de incomodar al sistema, lo habita con prudencia. Prefiere la estabilidad a la incomodidad, el reconocimiento al conflicto. Se aburguesa —por comodidad, por cansancio o por cálculo— y aprende a decir lo correcto en el momento justo. Cumple con lo que el filósofo Darío Sztajnszrajber llama “el rol del burócrata académico”: alguien que hace lo que tiene que hacer para obtener algo —un puesto, una beca, un ascenso—, pero no por pasión, ni por compromiso con un propósito.

Así, la cultura de la empatía termina siendo una máscara: una cortesía que suaviza las formas, pero no transforma el fondo. Una amabilidad que evita el conflicto sin resolverlo. La corrección política y emocional reemplaza el pensamiento crítico.

Se supone que evolucionamos: que ya no necesitamos guillotinas ni revoluciones sangrientas para cambiar las cosas. Pero los mecanismos contemporáneos de control son más sutiles. En lugar de la represión, la gestión emocional. En lugar del castigo, la cultura del bienestar.

El mandato de la empatía, cuando se usa como herramienta de control, desactiva la crítica. Y la autorregulación, cuando se confunde con docilidad, mata la creatividad.

Si solo valoramos la armonía, terminamos cultivando una sociedad apática y aséptica, donde lo incómodo —la duda, la indignación, la diferencia— se percibe como un virus a eliminar.

Gestionar las emociones, pero también usarlas como brújula ética: el enojo ante la injusticia, la tristeza frente al dolor, la incomodidad ante el abuso"

No se trata de romantizar el enojo ni de despreciar la calma, sino de recuperar la gama completa de la experiencia humana. El progreso emocional no debería consistir en anestesiarnos, sino en poder habitar las emociones difíciles sin negarlas ni descargarlas contra otros.

¿Qué pueden hacer las escuelas en este contexto?

Las escuelas, en este escenario, ocupan un papel crucial. Son el primer laboratorio social donde aprendemos qué emociones son aceptables y cuáles conviene esconder.

Hoy, casi todas las agendas educativas promueven la enseñanza de habilidades socioemocionales: empatía, autocontrol, resiliencia, resolución de conflictos. Es un avance sin dudas un avance valioso: tener mejores habilidades supera a no tenerlas.

Pero si solo enseñamos a calmarse y no a indignarse con lo injusto, a cooperar, pero no a disentir, a evitar el conflicto, pero no a argumentar, entonces estamos formando ciudadanos dóciles, no críticos.

Educar para el bienestar no puede significar educar para la obediencia. Las escuelas deberían ser espacios donde los estudiantes aprendan tanto a integrarse como a cuestionar.

Donde se valore la empatía, la compasión: mirar a los otros a los ojos y decirles “estoy con vos, contá conmigo”. Pero también la capacidad de decir “no”.

Donde se aprenda a gestionar las emociones, pero también a usarlas como brújula ética: el enojo ante la injusticia, la tristeza frente al dolor, la incomodidad ante el abuso.

El poder de sentir

No hay historia de avance humano sin incomodidad. La ciencia, el arte y la política nacieron muchas veces del malestar. Sin embargo, nuestra cultura actual parece preferir una humanidad higiénica: sin rabia, sin melancolía, sin contradicciones.

El bienestar se volvió mandato, la empatía, protocolo. En nombre de la armonía, corremos el riesgo de perder la sensibilidad.

Tal vez la competencia más urgente del siglo XXI no sea la autorregulación emocional, sino la capacidad de sostener la incomodidad sin romperse. De seguir siendo empáticos sin anestesiarnos, críticos sin odiar, apasionados sin pedir disculpas por sentir demasiado. De comunicar efectivamente a quienes ostentan el poder, sin darnos por vencidos y sin pensar que las guillotinas y Robespierre eran una alternativa superadora.

El poder —en las empresas, las escuelas o los gobiernos— naturalmente tenderá a conservarse. Pero puede humanizarse si quienes lo ejercen recuerdan que escuchar al otro, incluso cuando incomoda, también es una forma de empatía.

Quizá el verdadero progreso no consista en eliminar el conflicto, sino en aprender a habitarlo con dignidad. La emoción, incluso la que molesta, es una forma de inteligencia.

Y olvidarlo puede ser, paradójicamente, el mayor signo de deshumanización de nuestro tiempo.

*Dra.en Educación y Sociedad, Universidad de Barcelona, Master en Política. Educativa de la Universidad de Harvard