OPINIóN
España

La revuelta de los comuneros castellanos

Cuando se hizo cargo del poder, Carlos I incrementó salvajemente los impuestos “para lograr su ansiado título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico”, dice el autor. Debía comprar la voluntad de los príncipes alemanes y eso no eran dos pesetas. Hubo batallas, cabezas rodando por el piso, una excomunión y secuelas que llegaron a América.

Carlos I y la Ejecución de los comuneros de Castilla
Antonio Gisbert (1860) y su versión romántica de la Ejecución de los comuneros de Castilla, que tuvo lugar tras la batalla de Villalar, el 23 de abril de 1521. | Cedoc Perfil

Todo empezó el 6 de noviembre de 1519, cuando un hidalgo de Toledo llamado Juan Padilla escribió una carta a las demás ciudades con voto en las Cortes de Castilla para exigir al rey una rebaja en los impuestos, que, desde la llegada del joven Carlos I al poder, no habían cesado de aumentar.

Carlos había vuelto a España con apenas 17 años, mientras su madre, Juana I, permanecía encerrada en Tordesillas, por su insania. Desde el principio, Carlos no fue una figura popular porque nadie le entendía lo que hablaba, ya que entre su español aprendido y su prognatismo (mandíbula prominente) se hacía difícil comprender lo que decía.

Peor aún era su banda de amigos flamencos –no de los que vuelan, sino sus coterráneos–, que se dedicaron con impunidad a esquilmar a España.

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El año que Juan de Padilla planteó su reclamo, Carlos I había pedido una salvajada de plata para lograr su ansiado título de emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que entonces pertenecía a su abuelo Maximiliano I.

Bien sabía Carlos que, para hacerse de ese título, había que movilizar la voluntad de varios príncipes alemanes, y qué mejor qué hacerlo con el dinero de sus súbditos castellanos.

Las Cortes reunidas en Valladolid le dijeron al rey que lo que estaba pidiendo era una exageración, que no estaban dispuestas a cumplir –al menos, no en su totalidad– y, ya que estaban, se quejaron de sus acompañantes flamencos y sus depredaciones. Carlos se fue de Valladolid muy molesto.

En Aragón se repitieron las quejas, aunque con menos fervor que en Castilla. Carlos intuyó que una escena semejante lo esperaba en Valencia, razón por la cual se quedó un tiempo en Barcelona, donde se enteró del fallecimiento de su abuelo. Le urgía trasladarse lo antes posible a Aquisgrán (Aachen), donde debía cumplir con sus compromisos pecuniarios para alzarse con el título imperial. Como aún le faltaba dinero, no tuvo mejor idea que volver a Castilla a reclamar lo suyo, o lo que creía que era suyo.

Aquí reaparece el ya referido Juan de Padilla, quien se plantó ante el rey y le dijo que el dinero de Castilla debía quedar en Castilla. Aunque las demás Cortes peninsulares estaban convencidas de que lo exigido por el rey era una barbaridad, al final cedieron ante las presiones y amenazas del monarca.

Carlos tomó lo recaudado y fue a distribuirlo entre los príncipes alemanes para coronarse como Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico.

Carlos dejó como regente de España a Adriano de Utrecht, cardenal y futuro papa Adriano VI, quien cumplió su encargo con tanto celo que ganó fama de duro represor"

Nada les gustó a los miembros de las Cortes españolas la actitud de su monarca. Una vez apoyado el real trasero en el trono imperial, dos comuneros fueron a visitar al flamante Carlos V a Bruselas para explicarle la situación en España y exigir la devolución del dinero. Apenas pronunciadas las primeras palabras, Carlos los echó sin más del palacio. Eso de pedir la devolución de los fondos “para que no se gasten en otros señoríos” había cabreado al rey-emperador.

Para lidiar con sus súbditos rebeldes, Carlos dejó como regente de España a Adriano de Utrecht, cardenal y futuro papa Adriano VI, quien cumplió su encargo con tanto celo que ganó fama de duro represor.

En Zamora, Valladolid, León, Salamanca, Ávila y Madrid se escuchaba el grito: “¡Castillo entera se siente comunera!”.

En una carta dirigida al monarca, los comuneros decían no estar dispuestos a tolerar el absolutismo de Carlos, que las Cortes debían oficiar como órgano representativo, que los dineros recaudados debían quedarse en el reino y que el rey era menester que residiese en Castilla, y no a cientos de kilómetros de sus súbditos.

La demanda tenía tanta razón que hasta el mismo Carlos reconoció que, con la exigencias abrumadoras de impuestos, se le había ido la mano, y que para gobernar tierras ibéricas convenía rodearse de funcionarios que hablaran español… Pero ya los humores estaban caldeados y la revuelta había comenzado, con docenas de ciudades alzadas y miles de comuneros armados enfrentando los ejércitos del rey.

Las relaciones con la Iglesia se tensaron, y las tropas imperiales de Carlos V saquearon Roma en 1527; por su influencia su antiguo regente, Adriano de Utrech, fue premiado con el papado"

Las ciudades se organizaron en juntas locales (como volverían a hacerlo siglos más tarde durante la invasión napoleónica), que se reunieron en una Santa Junta con sede en Ávila.

Para legitimar la rebelión, se establecieron en Tordesillas, donde se encontraba recluida Juana, que, después de todo, no parecía tan loca, y le pidieron que firmara una nota rechazando lo actuado por su hijo. Juana se negó a apoyar cualquier medida que desautorizara a Carlos, gesto decisivo para el destino de la revuelta. Sin un monarca que reemplazara al rey, ¿cómo podían seguir?

La revuelta culminó en la batalla de Villalar de los Comuneros, el 23 de abril de 1521, día en que los tres líderes populares –Juan Bravo, Francisco Maldonado y Juan de Padilla– perdieron la cabeza.

Las ciudades castellanas no tardaron en caer ante las tropas del rey. Solo Toledo resistió por un tiempo, liderada por María Pacheco, viuda de Padilla. Desde el famoso Alcázar, doña María dirigió las negociaciones de paz con el marqués de Villena. Finalmente, los comuneros abandonaron Toledo el 31 de octubre de 1521.

Frases como “que el reino mande al rey y no el rey al reino” o “Nadie es más que nadie” han sobrevivido a esta revuelta"

Con el regreso de Carlos I a España, la represión se hizo más encarnizada, al punto de ejecutar al obispo Acuña, acto que le valió al monarca la excomunión.

Las relaciones con la Iglesia se tensaron, y las tropas imperiales de Carlos V saquearon Roma en 1527. La influencia del emperador permitió que su antiguo regente, Adriano de Utrech, fuese premiado con el papado.

A raíz del fracaso de la revuelta comunera, muchos de sus integrantes decidieron seguir sus vidas en América, donde, de una forma u otra, sus ideas impregnaron el accionar de algunos adalides de la independencia, como José Gervasio Artigas y la redistribución de tierras requisadas a los españoles.

Tanto Cervantes como Quevedo aludieron al movimiento de las Comunidades, cuyo espíritu renació durante el Trienio Liberal español (1820-1823), cuando Fernando VII se mostraba tan absolutista como su antecesor en el trono.

Frases como “Que el reino mande al rey y no el rey al reino” o “Nadie es más que nadie” han sobrevivido a esta revuelta que, de una forma u otra, marcó la historia de Castilla, de España y las colonias de su Imperio.