Parte 2: El espíritu del peregrino
De mandalas y espirales
El laberinto es hijo pródigo -y libre- del mandala; nace como tal, se construye partiendo de su esencia, pero en seguida corre su propio camino rompiendo la simetría absoluta para dar paso a la imperfección necesaria. Mientras que el mandala es un espejo del Cosmos, el laberinto es un espejo del Hombre, y de su camino en esta vida: la vía sinuosa -pero única, predestinada- para la trascendencia.
Ese minotauro que te espera en su centro -criatura de naturaleza biforme, trunca, corrompida- sos vos mismo; tus miedos, tu furia, tu dolor. Si lo vences de verdad, no lo matas. Te haces uno con el monstruo, y deberás regresar de ese centro (de esa fusión) por donde viniste, deshaciendo el camino andado, tarea fundamental para poder renacer, para completar el ciclo.
El laberinto más esencial, el primero, el que necesita de menos elementos para existir, es la espiral. Un camino, un centro, una ida y una vuelta. Predecible, monocorde, armónico hasta el infinito. Su andamiaje estructural es la escala áurea; su andamiaje conceptual, la realidad fractal del universo, unidad de referencia de la existencia misma.
El águila y el cóndor, la era de la integración
Por supuesto, la espiral “áurea” es ideal (o sea, una idea, una añoranza), un punto objetivo en el horizonte siempre inalcanzable. En la realidad de nuestro mundo físico, las espirales tienen imperfecciones; se manejan con una escala que brinda variabilidad a la idea de “proporción divina”, creando los ejemplares –únicos y parecidos- de todas las cosas. Conchas marinas, estrellas de mar, cuernos de ciervo, ramas de robles, los fantásticos girasoles. Todo lo que existe se nutre de la intención áurea, de la actitud fractal y de la alternativa espiralada como propuestas formativas, como estructuras que dan basamento al universo.
La liturgia del peregrino
Los laberintos, como los mandalas y las espirales, son estructuras que nos invitan a reconocer una metáfora, un espejo de la realidad, pero en este caso será un espejo de la mujer y del hombre; del camino del héroe.
Ya hemos hablado, en la primera parte de este capítulo, de los Lukes Skywalkers y los Bilbo Baggins. Otra forma de éste camino heroico es el que recorre el peregrino, literalmente. El peregrino de este mundo, el que anda llevando rumbo. Pues andar uno puede hacerlo sin rumbo; recorrer, en cambio, merece siempre un destino o, mejor, una dirección. El peregrino no “hace camino al andar”. El peregrino va hacia una promesa, en una dirección concreta, por un camino que está marcado, y luego vuelve porque sin vuelta sobre los pasos, no hay decantación de la experiencia recibida, no hay renacimiento.
Ama tu ritmo, la era de la integración (segunda parte)
Cuando leí (y escuché) por primera vez acerca de la vivencia del verdadero peregrino (en libros y conferencias grabadas del maestro Jaime Buhigas), no pude evitar vincular esta actitud con los viajes de mi vida. He tenido mi cuota de aventuras andantes y rutilantes: años de vagar por las ínsulas y capitales del viejo mundo; miles de kilómetros en moto por las rutas perdidas de Argentina; cientos de millas náuticas en la Gran Barrera de Arrecifes; más de 66 horas seguidas en tren por la costa este de la India. Siempre me he reconocido una voluntad infatigable por acercarme a lo remoto y hacerme amigo de lo desconocido. Ahora, debo admitir que lo mío fue siempre viajar en círculo, siempre cambiante, siempre de ida, con esa fobia a ultranza por la repetición, por deshacer el camino andado.
Y resulta que el regreso abrupto, por hacer un círculo o tomarse un vuelo, nos priva de vivir la experiencia de la decantación, del “renacimiento” de nuestra identidad, de la incorporación de lo aprendido en el proceso del retorno. Es como llegar al centro del laberinto, morir desnudo, hacerse uno con el monstruo, y en seguida despertar al calor del hogar conocido, con una taza de té caliente en una mano, y el teléfono móvil en la otra, enviando selfies abrazado al Minotauro por instagram y grupos de whatsapp.
Retorno a la Unidad, la era de la integración (tercera parte)
Está claro que cuando esta pandemia global nos permita volver al ruedo, mi próximo viaje será el que emprende un peregrino. Idealmente a pie. Sin apuro. De ida, y de vuelta. En mi soberbia del que se ha movido, creí saber lo que era ser “romero”. Me queda un largo, largo trecho por recorrer.
Rozando la perfección
Existen muchos tipos de laberintos consumados por grandes artistas, ingenieros y arquitectos en parques, en plazas, en templos y catedrales. Pero hay uno que los sobrepasa a todos. Uno que se encuentra más cercano a la excelencia de la Creación misma. Tiene nombre y tiene hogar. El laberinto de Chartres.
Esta maravilla de la ingeniosidad humana posee toda una alegoría maravillosa a la geometría sagrada. Me corrijo: ¡es pura geometría sagrada! Recuerden que (se los dije en el artículo anterior) los antiguos la llamaban Geometría Natural, pues para ellos no había distinción entre lo sacro y las leyes de la naturaleza. Toda geometría es sagrada, por ende, natural.
Volviendo a Chartres, este magnífico laberinto plasmado en el suelo de la nave central de la catedral que lleva su mismo nombre, es el resultado del ejercicio de la creatividad humana más valiente y majestuosa, puesta al servicio del conocimiento universal (muy por encima -y debajo- de la cosmogonía cristiana). El mismo se compone de los elementos simbólicos más preciados de todo auténtico geómetra, druida o alquimista: la divina tetratkis (google, chicos, google); la proporción (y la escala) áurea; la Unidad primigenia; la Dualidad del Kaos y el Cosmos, del camino de ida y el de vuelta, del Origen y el Destino, de lo humano y lo Divino, lo profano y lo sagrado; del “aritmos”, o sea el ritmo, la relación, el logos, el verbo (el tercer elemento que devuelve la dualidad a su Unidad perdida); del árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal; de la batalla interna del hombre por trascender su condición profana para acercarse así a la contemplación de los dioses, al encuentro con Dios, a fundirse con el Todo. La explicación técnica de lo que asegura la oración anterior me llevaría dos o tres de estos artículos, así que averiguarlo correrá por vuestra cuenta.
El abrazo del Minotauro, la era de la integración (cuarta parte)
Ya ven que la cosa era más compleja, divertida y emocionante que corretear ingenuos por los pasillos de un “laberinto de jardín”. Ya ven que esto de perderse en diseños sin salida, con entradas, con salidas, y un centro sin el monstruo, no tiene nada que ver con la “ida y la vuelta” que merece aniquilarnos para ver renacer el sentido de la vida en cada uno de nosotros.
Devolvamos al Laberinto su verdadero significado, su merecida identidad. Juguemos otro juego. El juego del peregrino. Abracemos ese miedo. Abracemos ese odio. Y seamos al fin, las veces que hagan falta, uno con el minotauro.