La salida de Sergio Moro del gobierno de Jair Bolsonaro coincide con un cambio sustantivo en la estrategia del presidente brasileño. Desde el inicio de su mandato, en enero de 2019, la estrategia de Bolsonaro ha sido la de confrontación y radicalización, sacando a relucir sobre todo su carácter anti-establishment. Así, se enfrentó cada vez más con el Congreso, los gobernadores y partidos políticos en general.
Santiago Leiras, politólogo de la Universidad de Buenos Aires, lo define, en un trabajo publicado este año, como un líder antipolítico. Al igual que Collor de Mello, quien llegó al poder en 1989 diferenciándose de la clase política “tradicional”, Bolsonaro renegó de las alianzas políticas con los partidos y construyó una gobernabilidad excluyendo a los actores institucionales.
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Siguiendo a Leiras, tanto en el caso de Collor de Melo como en el de Bolsonaro ese carácter antipolítico hizo que la estrategia sea la de priorizar el apoyo popular/ciudadano, en general reflejado en encuestas de opinión pública, en detrimento de negociar con la llamada partidocracia. Pero si Collor de Melo construyó una coalición de gobierno reducida, Bolsonaro ni siquiera formó una.
Otra diferencia entre ambos es que Bolsonaro construyó un apoyo popular/ciudadano más fuerte, cimentado, a grandes rasgos, sobre el antipetismo, la notoria ola conservadora de los últimos años y la crisis de legitimidad de la clase política. Además, en el caso de Bolsonaro la movilización callejera y en redes sociales ha sido central en esa estrategia. El tridente líder, Pueblo y movilización antagónica, propio de los populismos es notorio en el bolsonarismo. Bolsonaro nunca se interesó en construir una base de apoyo legislativa porque una de sus principales banderas es la antipolítica.
Pero esa estrategia antipolítica fue más radical en el caso de Bolsonaro que en el de Collor de Melo, encauzándolo en un proceso de creciente aislamiento político. Ni bien surgieron dificultades para la tramitación de la agenda del Ejecutivo en el Congreso, el bolsonarismo salió a las calles para apoyar a su gobierno y acusar a “los políticos de siempre” de no respetar el mandato popular del presidente. Además, la radicalidad de Bolsonaro, que ha servido para aislarlo de manera creciente, no sólo tiene que ver con el liderazgo antipolítico.
La radicalidad de Bolsonaro y sus seguidores consiste también en desafiar las instituciones y los valores democráticos. En ese plano es donde más se percibe la radicalización, sobre todo de sus seguidores. La trayectoria va desde las movilizaciones contra la clase política a inicios de 2019, al acto del domingo pasado frente al Cuartel General del Ejército con consignas pidiendo el cierre del Congreso y la intervención militar. Siempre estuvieron esas consignas entre el bolsonarismo, pero han tomado mayor notoriedad a medida que el movimiento se fue achicando.
Hay un tercer aspecto que hace a la radicalidad de Bolsonaro y que escapa a las categorías estrictamente políticas. La personalidad conflictiva de Bolsonaro se pone de manifiesto más claramente en las formas que lidia con los propios aliados. Hombres importantes de su gabinete pasaron de ser aliados a enemigos de la noche a la mañana: Bebbiano, Santos Cruz, Mandetta. Todos ministros de peso. Ahora Moro, con quien, a decir verdad, la relación nunca fue del todo buena.
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Esa radicalidad de múltiples aristas ha aislado crecientemente a Jair Bolsonaro. Sin embargo, en las últimas semanas ha habido un cambio sustantivo en la estrategia del presidente brasileño. Dejando un poco de lado el enfrentamiento con la clase política, ha decidido aproximarse a partidos tradicionales de porte mediano en pos de construir una coalición de gobierno que le garantice una base legislativa. El objetivo es de mínima: evitar un juicio político. El rumbo del gobierno no era bueno a inicios de año y la crisis del coronavirus lo ha puesto contra las cuerdas al tiempo que crecen los pedidos de iniciar un proceso de juicio político. Al menos cuatro partidos de lo que se denomina el Centrão han sido invitados a formar parte del gobierno. Sería suficiente para lograr evitar la conformación de una mayoría especial a favor del juicio político.
Otro aspecto de la antipolítica es la centralidad que se le suele otorgar al carácter “técnico” y no “político” de los miembros del gabinete. Ello también ha cambiado. La salida del ministro de Salud, Henrique Mandetta, luego de contrariar las recomendaciones técnicas de este, es el caso que mejor pone de manifiesto la caída de ese relato. Guedes, en la cuerda floja y marginado de un plan de reactivación económica ideado por el ala militar, y la renuncia de Moro (que supo conservar un perfil técnico) luego de una disputa por el control político de la Policía Federal, le ponen fecha de defunción a la pretensión tecnócrata. Si hay coalición, habrá indisimulables criterios políticos en las designaciones.
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La salida de Moro y la pérdida de popularidad que lo acompaña termina de delinear el abrupto cambio de estrategia. Moro, en función de su trabajo en el marco de la Lava Jato, incluyendo la condena a Lula da Silva, es considerado una suerte de héroe nacional para una amplia parte de los brasileños. La figura más importante en el campo del antipetismo siempre fue Sergio Moro, y esa sombra perturbó constantemente a Bolsonaro. Su salida abre una sangría en los apoyos de distinto tipo con los que contó el actual presidente: el primer lugar el apoyo ciudadano, pero también varios empresarios autodefinidos como bolsonaristas, e incluso el pastor Silas Malafaia, líder de la Asamblea de Dios, quien condenó la actitud de Bolsonaro.
Bolsonaro pierde apoyos sociales y verá herida su popularidad, las próximas encuestas sin dudas lo van a reflejar. Sin embargo, de concretarse la mencionada coalición de gobierno, Bolsonaro construirá poder en el plano institucional. Habrá perdido apoyo por abajo, pero lo compensará por arriba. Tendrá menos carácter antipolítico, pero ganará un escudo legislativo. Aunque en modo supervivencia, Bolsonaro inicia una nueva fase de su gobierno.