Visita mi memoria el film del francés Bertrand Tavernier La vida y nada más, en el que un brillante Phillipe Noiret interpreta a un comandante encargado de individualizar cerca de 350 mil soldados franceses desaparecidos durante la Primera Guerra Mundial, bajo la presión del Estado para legalizar pensiones y cerrar el trabajo con el fin de erigir un Arco del Triunfo al soldado desconocido, término que el comandante Delaplane (Noiret) detesta.
Corre 1920 y el militar encargado de la penosa tarea recibe la visita de dos mujeres, una de ellas una aristócrata que llega en búsqueda de su marido en una limusina al ex campo de batalla donde se encuentra la unidad militar encargada de la tarea, paralelamente a la llegada una muchacha sencilla que quiere saber de su novio, sin noticias de él desde la carnicería de Verdún.
Las exigencias de una y la sencillez de la otra no admiten privilegios para Delaplane agotado en su esfuerzo por la atención de ambas, y la búsqueda e identificación de los desaparecidos, frente a los requerimientos del Estado que quiere cerrar la tragedia políticamente. Es allí cuando reflexiona con amarga ironía sobre el tiempo, calculado en días y horas, en que tardarían pasar en formación bajo el arco del triunfo proyectado sus compatriotas caídos.
El recuerdo me plantea una analogía para nuestro país, en este caso refiriéndome a los pobres e indigentes, aquellos que tienen poco o nada y son tantos, permitiéndome un cálculo, de cuánto tiempo tardarían en pasar por el Congreso de la Nación ̶ nuestro símbolo de democracia y libertad, panteón pensado para el bien común ̶ los aproximadamente 16 millones de pobres con quienes convivimos tan naturalmente como con el calor del verano.
Cuestión de imaginar a esa masa del país federal convergiendo con los porteños pobres y los expatriados en el Conurbano, enfundados en sus ropas sencillas y abigarradas, haciendo honor a aquello de que, finalmente, uno es solo lo que es y anda siempre con lo puesto.
Imagino una suma de voces con distintas tonadas, esa música soterrada e indoblegable del habla de cada provincia, y por qué no a muchos de los que se refugian de la América más pobre en la nuestra amparados por el texto del bronce que precede la entrada al Parlamento.
Pues bien, si partieran todos juntos de la Avenida del Libertador por la avenida Callao, serenos y en marcha silenciosa, con su tristeza al hombro muchos de ellos, la ilusión de un cambio en sus vida los más jóvenes, esa humillación de la dádiva del ogro filantrópico otros, pasarían de cuerpo presente frente a la casa de sus representantes los compatriotas del subsuelo de la Patria, quizás encabezados por los cartoneros, aquellos que en el ingreso a la revolución robótica han reemplazado la tracción a sangre para beneficio de los caballos.
La marcha, a razón de 500 personas cada dos minutos pasando por el palacio da unos 360 mil ciudadanos por jornada, o sea que desfilarían durante aproximadamente 44 días. Tiempo más que suficiente para que el cuerpo legislativo: profesionales, aficionados, bienintencionados, de salón, lobbistas, golems mediáticos, republicanos y no tanto, pudieran ver a sus votantes formalmente, fuera de los actos partidarios y de las incómodas marchas inducidas por fracciones que no dejan circular, para ocuparse del problema que tantos gobiernos no han conseguido resolver. A partir de 2022, los diputados y diputadas tienen cuatro años de mandato algunos y otros dos más, los senadores y senadoras van por seis y se renuevan cada dos. Hay tiempo para resolver la cuestión y es de buena educación recibir bien a las visitas y escuchar qué es de sus vidas. Se sorprenderán.
*Editor literario.