PERIODISMO PURO
Filosofía para políticos

Richard Bernstein: "Los extremos son una verdadera amenaza para la Argentina"

A los 89 años, el principal exponente del pragmatismo estadounidense dice que filosofar es empatizar. Su obra representa la confluencia del pensamiento de su país y del europeo: pensadores como Richard Rorty, Jürgen Habermas o Jacques Derrida establecieron un diálogo afectivo e intelectual con este pensador que sigue considerando que el progresismo y el humanismo son formas sabias de comprender el mundo.

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Pragmatismo en sentido estricto. “El falibilismo es la doctrina que dice que nunca se puede tener una certeza absoluta, que se evita todo absoluto, dogma, pretensión de conocer la verdad. Que se está dispuesto a someter las ideas a la prueba pública, a la discusión y al diálogo”. | Juan Obregon

—La edición castellana de los trabajos filosóficos de Charles Peirce comienza con un poema de Emerson: “La vieja Esfinge mordió su abultado labio. Dijo: ‘¿Quién te enseñó a llamarme por mi nombre? Soy tu espíritu, mi compañero más cercano, De tu ojo soy la luz resplandeciente’”. ¿La filosofía es esa luz que ilumina los ojos en la contemporaneidad? ¿En qué consiste esa iluminación?

—No conozco exactamente el poema. Pero Emerson no solo es una figura tremendamente importante en términos de Estados Unidos. También es una figura de tremenda influencia en el movimiento pragmático. El espíritu del poema alude a ese algo distintivo del espíritu de América, que puede perpetuar, dar forma y ser creativo. Emerson, que aprecia la tragedia, hace significar que los seres humanos pueden de alguna manera dar forma a su propio destino. Es un tema profundo de la filosofía americana.

—¿Qué le sugiere la idea de “lucidez”? ¿Es un concepto ético o gnoseológico?

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—Sobre todo es ético: una manera de ser, de manejarse en la vida con los ojos abiertos y comprendiendo lo que hay alrededor.

—Es habitual que los políticos y economistas se autodefinan como pragmáticos. La vulgata comprende el concepto como lo contrario del dogmatismo. Un economista pragmático es aquel que puede aplicar estrategias ortodoxas en algunos casos y heterodoxas en otros. ¿Cómo piensa y actúa un filósofo pragmatista?

—Cabe distinguir entre la vulgata sobre el pragmatismo y el sentido del pragmatismo que desarrollaron los filósofos estadounidenses. Vulgarmente se dice que es pragmático alguien capaz de conseguir algo sin principios. Una persona es pragmática si sabe cómo lograr sus fines particulares. Esa es la forma en que lo utiliza frecuentemente el periodismo. Pero creo que, en la concepción filosófica, siempre hay una especie de dimensión crítica del pragmatismo: tomar distancia y evaluar lo que está sucediendo. Una característica que creo que tiene el pragmatismo filosófico es lo que llamamos falibilidad. El falibilismo es la doctrina que dice que nunca se puede tener una certeza absoluta, que se evita todo absoluto, dogma, pretensión de conocer la verdad. Que se está dispuesto a someter las ideas a la prueba pública, a la discusión y al diálogo.

—En general, son ideas vinculadas a un pensamiento de centro. Usted dijo que “el espíritu pragmático representa lo mejor de la idea progresista estadounidense, la antítesis de cualquier forma de desesperación o cinismo. Incluso en tiempos difíciles, busca cómo brindar iluminación y esperanza”. ¿Qué es ser progresista en Estados Unidos?

—Permítame poner esto en un contexto general. Estados Unidos está en guerra consigo mismo. La irrupción del racismo y el consiguiente debate, el odio, es algo que estuvo durante mucho tiempo y que ahora llega a la discusión pública debido al extremismo de varias formas de discriminación. Pero hay otra tradición, con la que me identifico, que se remonta a los mejores padres fundadores, a figuras como Thomas Jefferson y posteriormente a figuras como Ralph Emerson, que cree que con inteligencia y buena voluntad se pueden mejorar las cosas. Si no se pueden eliminar por completo los males de este mundo, es posible trabajar constantemente para mejorar la Tierra, la situación, y en particular para mejorar la de quienes están oprimidos y discriminados. Ser progresista hoy en día puede tomar formas específicas. Pero es tener la actitud de aliviar algunas de las tremendas injusticias y formas de discriminación, no solo de Estados Unidos, sino en todo el mundo.

—Usted dijo: “Creo que la dicotomía entre liberalismo y comunitarismo es engañosa. Mi posición se acerca a la de Dewey, que era un demócrata radical, un liberal radical y que también apreciaba la importancia del debate público comunitario para una democracia creativa. Gran parte del liberalismo contemporáneo ha sido un liberalismo obsesionado por los derechos. Dewey era muy consciente de que el liberalismo, que en su día fue una doctrina radical, se utiliza con frecuencia como defensa del statu quo”. Si el liberalismo se tornó conservador, ¿la estrategia progresista es la socialdemocracia?

—Hay pensadores y filósofos que realmente piensan el liberalismo principalmente como tener derechos y allí radica su corazón. Mientras que el humanitarismo se toma a veces como que solo podemos alcanzar nuestra identidad dentro de una comunidad. Es una falsa dicotomía. Tal como lo tomo de John Dewey, hubo una época en la que el liberalismo era una doctrina extremadamente progresista. Lo fue en el siglo XVIII, cuando la gente combatía el autoritarismo y los diversos dogmatismos. Desgraciadamente, para mucha gente hoy el liberalismo es la defensa del statu quo, de no cambiar, de mantener las cosas como están. Simpatizo con la tradición de Dewey. Debemos radicalizar el liberalismo, hacer que tienda hacia una democracia más inclusiva. Muchos conservadores se oponen a esto, pero yo estoy del lado de los que quieren una sociedad más inclusiva. Una de las cosas terribles en los Estados Unidos es la tremenda desigualdad entre los muy ricos y los muy pobres. Cada vez es peor. Es chocante que el 1% del país pueda poseer hasta el 90% de los activos. Por eso estoy a favor de los programas que intentan redistribuir, para ayudar a los pobres y a la clase media. Los ricos no tienen por qué ser tan ricos como lo son. Es un tema que tiene importancia política inmediata en el gobierno de Joe Biden. Quiere pagar una serie de programas progresivos cobrando impuestos a los extremadamente ricos. Debería hacerse. Hay personas que deberían ser gravadas con una tasa que distribuya ingresos de forma más equitativa.

—¿Por qué se dice en los Estados Unidos a una persona progresista que es un liberal? ¿Hay algún vínculo entre ser un “liberal” y abrazar las ideas del liberalismo económico?

—Algo nuevo está sucediendo en Estados Unidos. La gente está haciendo una distinción entre los liberales en general y aquellos que creen que el mejor gobierno es el menor gobierno. “No quiero ningún tipo de interferencia del gobierno”. Es algo que llega al tema vacunas. “No quiero que el gobierno me diga que tengo que vacunarme”. Así es como mucha gente piensa en el liberalismo. Cada vez más, la gente auténticamente liberal se desvincula de eso y se llama a sí misma progresista. Progresista es un término que tiene un profundo significado en el pensamiento estadounidense. El período que llevó al New Deal, a la reforma social que tuvo lugar en la primera parte del siglo XX, fue sumamente progresista. Mucha gente quiere recuperar esa tradición.

—En un reportaje de febrero de este año, usted dijo: “Es importante no demonizar a los votantes de Trump. No todos son extremistas. Hay motivos de sobra que explican la adhesión a su discurso en una sociedad liberal marcada por las desigualdades. Para analizar y combatir el trumpismo no sirven los absolutos, lo importante es intentar entenderlo”. ¿La ira es una de las características del pensamiento trumpista?

—Mucha gente que se considera liberal o progresista tiene la tendencia a demonizar a cualquier partidario de Trump. Piensan que son personas malvadas. Resulta algo desafortunado. En realidad, no se quiere reconocer que Trump ganó las elecciones en 2016 porque había un gran descontento en todo Estados Unidos, especialmente en regiones rurales y otras que vivieron procesos de desindustrialización. Las administraciones de Bill Clinton y de Barack Obama fallaron en satisfacer las necesidades de la gente. Pongamos un ejemplo: hubo quien trabajaba en una fábrica en Ohio, ganaba bien, tenía una casa linda y tomaba vacaciones. Perdió el empleo y no encontró otro decente. Quienes lo consiguieron debían trabajar en una cadena de comida rápida. Esa persona, luego de vivir una vida estructurada y digna, seguramente tiene mucha ira. Esas personas no son demonios: están radicalmente descontentas por cómo eran ignoradas y abandonadas en Estados Unidos. Para algunas personas hubo buenas razones por las que votar contra los demócratas. Por eso se inclinaron hacia los republicanos. Mi esperanza es que en un país tan polarizado como el mío debe haber mayor comprensión mutua de las personas con diferentes puntos de vista políticos en lugar de los insultos y el odio y la demonización, cosas observables en los extremos. La gente de Trump demoniza a la más progresista y la gente progresista demoniza a los otros. Eso lleva a un desastre. Tengo la esperanza de que el país avance hacia un mayor civismo, debate, comprensión de por qué la gente está tan descontenta, frustrada y enojada.

—En un reportaje de esta misma serie, el politólogo español Josep Colomer señaló que las emociones son un nuevo contenido del análisis de la gobernanza. Señala el caso de los populismos de derecha y su vínculo son la irracionalidad. ¿Cuál es la relación entre emociones y política?

—Cuando la gente reacciona emocionalmente, eso es lo que va primero. No precisa comprender. Es algo que puede llevar a una dicotomía engañosa. Es decir, la realpolitik no es solo racional. Como habrá observado, yo, como pensador progresista, siento pasión por las cosas en las que creo. Es algo que forma parte de mi perspectiva. Hay emociones o pasiones que pueden resultar muy positivas. También existen situaciones extremas en la que la gente actúa emocionalmente sin pensar. No debe haber divorcio entre pensar y estar fuertemente comprometido con algo.

—En una entrevista, usted dijo: “En un libro como ‘Forjar nuestro país’, Richard Rorty predijo el fenómeno Trump. El Partido Demócrata era el encargado de esa tarea en un país en el que los terceros partidos nunca funcionaron. Hay que recapturar el entusiasmo de los que no son intelectuales, de la clase media, de la clase trabajadora; personas que sienten que sus vidas han sido trastocadas por la industrialización y la globalización. Ahí es donde las administraciones de Clinton y de Obama indudablemente fallaron”. ¿Cómo evalúa el rol en la política norteamericana de Bernie Sanders o Alexandria Ocasio-Cortez?

—Soy un gran partidario de lo que cree Bernie Sanders. No estoy seguro de estar de acuerdo con todo lo que dice, pero lo que representa es algo progresista y en lo que creo. Rorty escribió eso en los años 90. Predijo que, si el Partido Demócrata existente no prestaba atención a la situación y dignidad de la gente trabajadora, entonces se produciría lo que pasó más tarde. Esto conecta con el punto anterior sobre cómo no se puede demonizar a las personas que perdieron sus puestos de trabajo, posición, el sentido de comunidad que las convocaba. Es lo que pasó. Es el resultado de la globalización, la rapidez con la que este país se industrializó. La gente que tenía buenos trabajos en las fábricas los perdió. Y la administración demócrata lo subestimó. Saber que podríamos tener un fenómeno como el de Trump quizá pudo disuadirlos. En las últimas elecciones, más de 70 millones de personas votaron a Donald Trump. No son fanáticos ni extremistas. Son personas que están frustradas, enfadadas, que han perdido el sentido de pertenencia social. Personas que piensan que hay una enorme desigualdad, que no se presta atención a la clase media y a los pobres. Y hasta cierto punto tienen razón. Bernie Sanders y otras personas que se identifican como progresistas intentan seriamente avanzar en la senda que disminuye la desigualdad. Simpatizo con ese marco conceptual y humano.

—¿Cuál es la relación deseable entre ser liberal de izquierda y los llamados populismos de izquierda latinoamericanos? ¿Cuál es su mirada personal sobre los procesos de Cuba, Nicaragua, Venezuela, Bolivia y el Brasil de Lula?

—Es una cuestión muy compleja. No puedo hablar de todos esos países. Argentina es un buen ejemplo. En Argentina existen lo que llamamos populistas extremos. Pero también hay un tipo de populismo positivo. Estuve en Buenos Aires varias veces y me ha impresionado lo que considero son los movimientos progresistas, gente que intenta conseguir una mayor igualdad para las mujeres. Mujeres que se preocupan por los derechos humanos, por las cuestiones de derechos. Percibo que hay una sociedad más progresista. Veo el poder de todo aquello. Y también veo paralelismos con los extremistas de los que me desvinculo, que se llaman populistas pero que realmente no piensan en un sentido progresista. Hay una ironía aquí porque en este país el populismo, a principios del siglo XX, era un término positivo, no negativo. Hoy se convirtió en negativo.

—En la Argentina existe una tradición antipopulista, que reúne expresiones de derecha, de centroderecha y de centroizquierda, a lo largo del tiempo. ¿Cuál es el marco de alianzas más lógico para un liberal de izquierda? ¿Una alianza antipopulista o una alianza antiderechista?

—Quiero ser cuidadoso porque no soy una autoridad en Argentina y en la política argentina. Pero por lo que he leído y lo que vi en Argentina, es un país que está amenazado por verdaderos extremos, eso es una amenaza. Es importante el lugar de aquellos movimientos y tendencias en Argentina que quieren ser más democráticos e inclusivos. Muy frecuentemente las batallas que tienen lugar incluso en Argentina son entre aquellos comprometidos con el socialismo democrático y los extremistas de izquierda o de derecha.

—Sobre Dewey, usted escribió que, “a pesar de que fue brutalmente atacado por pensadores de izquierda afectos a la Unión Soviética y por conservadores de la derecha defensores del capitalismo laissez-faire, Dewey defendió firme y vehementemente su visión distintiva de la democracia radical”. ¿Una democracia liberal es más deliberativa? ¿Se trata de volver a una forma de representatividad más directa, más griega?

—No estoy de acuerdo con todo lo que encuentro en John Dewey, aunque he tenido un interés en él durante más de sesenta años. Admiro de Dewey que era una persona que no solo creía, sino que actuaba. Estaba comprometido con la democracia radical. En una época, en este país, en la que había personas que se llamaban a sí mismas liberales, que estaban apoyando ciegamente a la Unión Soviética, él era muy crítico. Al principio estuvo muy impresionado con la Revolución Rusa, pero rápidamente comprendió lo que significaba el estalinismo. Lo atacó con la misma vehemencia y pasión con la que se enfrentó con el conservadurismo de extrema derecha. Su tenacidad y coraje, en la manera en la que se opuso a ambos. Se enfrentó a una izquierda ciega, que no es crítica, y una derecha ciega. Eso es ser un demócrata liberal radical.

—Usted dijo que “hay gente que cree que la democracia es el libre mercado; otros, que es solo un voto. Yo no creo que ese sea el corazón de la democracia. Democracia es un conjunto de prácticas sobre cómo tratas a los demás. Si no tienes respeto por el otro, si no hay la voluntad de dialogar con el otro, sin ese ethos, la democracia se puede transformar en algo inútil”. ¿Cómo vivió el ascenso al poder de Joe Biden? ¿Representa un cambio ético?

—Espero que así sea. Aún hay gente que piensa que la democracia es la libre empresa o el gobierno mínimo. Piensan que libre mercado es sinónimo de la democracia. Hay un enorme error. Lo que quiero enfatizar, y en lo que creo profundamente, es que es una forma de vida, un conjunto de ideas. Es cómo tratas a los demás. Cuando digo tratar a los demás, me refiero a tus vecinos, a las personas con las que trabajas, aquellos con los que no estás de acuerdo. Es estar abierto al diálogo, a la deliberación. Es lo que hace que la democracia sea viva. De lo contrario, puede volverse hueca y sin sentido. Y a veces me preocupa, si puedo referirme a mi propio país, que eso es lo que esté ocurriendo. Que la gente no esté viviendo una vida democrática abierta a la deliberación. Nuestros políticos se llenan la boca de democracia, y muchos de ellos no creen en lo que estoy hablando: la discusión libre, la deliberación abierta, la equiparación de las personas de diferente grado. El riesgo es convertirla en un cliché, en algo vacío. Los progresistas, como usted señala, como Bernie Sanders, se oponen realmente a este vaciamiento de la democracia como una mera palabra vinculada a la libre empresa. Tenemos que recordar que la democracia es una idea que se remonta a los griegos. A la concepción política griega. La democracia es algo que existía mucho antes de que hubiera algo llamado libre empresa o capital.

—¿Qué reflexión le merece la paradoja de que el Partido Comunista pervivió mucho más en los Estados Unidos que en Rusia?

—Es una anomalía. El Partido Comunista nunca tuvo un poder real en este país. Comparado con el Partido Comunista de países como Italia o Argentina, siempre fue un grupo pequeño. En este país, la mayoría de los comunistas se identifican con Josep Stalin. Son grupos fanáticos que pueden seguir existiendo. Para bien o mal, Estados Unidos nunca será atraído por el comunismo, nunca fue atraído ni siquiera por una forma fuerte de socialismo democrático. Es solo una curiosidad de la historia y no dice mucho acerca de la política real de mi país. El Partido Comunista nunca ha jugado un papel importante en la política estadounidense.

—Una de sus biografías dice que estudió “en un instituto público de Brooklyn, y una de sus primeras lecturas fue una versión abreviada en inglés de ‘El capital’”. ¿Qué impresión le causó en ese momento? ¿Cuántas veces volvió a leerlo en su vida?

—No sé si he leído la totalidad de Das Kapital muchas veces, pero hace poco lo estuve leyendo, estoy escribiendo algo en desarrollo. Para mí, como adolescente, leer a Marx no fue tanto encapricharme con el comunismo existente. Fue la radicalidad. Hasta el día de hoy, todavía me siento muy atraído por la visión humanista radical de Marx. No hablo de la economía ni de las predicciones. Hablo de una visión del tipo de visión, el humanismo, que creo que era lo que estaba descubriendo. Lo leí como una forma de ser más abierto y radical en lugar de convertirme en un comunista doctrinario.

—¿Qué impresión le causó la primera lectura de las “Investigaciones filosóficas”, de Ludgwig Wittgenstein?

—Soy lo suficientemente mayor como para haber estado vivo cuando se publicaron por primera vez las Investigaciones filosóficas. Aún tengo una profunda simpatía por una serie de cosas en la investigación filosófica. En mi lectura de la investigación filosófica hay muchas cosas que se coherentizan con la tradición pragmática. Simpatizo profundamente con su línea investigativa.

—¿El feminismo es la principal evolución cultural del siglo XXI?

—Es difícil de decir. De lo que no cabe duda es de que el movimiento feminista está muy vivo. Me impresiona lo internacional que es. En los medios de comunicación se caricaturizan varios tipos de cosas. Pero en la medida en que el impulso básico de las feministas y el movimiento gay es por el respeto y la igualdad, las personas de diferente orientación sexual y de género, creo que sigue siendo un movimiento poderoso a nivel internacional. Y me parece que también es muy poderoso en Argentina.

—¿La revolución feminista es lo que no vio Joe Biden sobre la cuestión de Afganistán?

—Joe Biden aprendió. Si nos remontamos a la época en que era presidente de las audiencias sobre el juez Clarence Thomas, lo que llamamos el asunto de Anita Hill, creo que él y muchos de sus colegas en el Senado eran muy poco comprensivos con la idea de que las mujeres estaban siendo discriminadas y acosadas sexualmente. Pero se educó, y se ha vuelto mucho más comprensivo con eso, y también más comprensivo con los gays y las lesbianas y los transexuales. Tiene un profundo compromiso con un tipo de igualdad en la que la preferencia de género y la preferencia sexual ya no son cuestiones discriminatorias. Así que creo que ha recibido una educación.

—En este mismo ciclo de entrevistas, políticos e intelectuales conservadores señalaron que existen puntos de contacto entre los identitarismos nacionalistas y movimientos de identidad individual como el feminismo o los antirracismos. ¿Coincide?

—Le digo con qué estoy de acuerdo: internacionalmente este es un período muy oscuro. Estoy muy angustiado con cómo en el mundo hay una apelación a diversas formas autoritarias. Trasciende el fenómeno Trump, impensable en otros tiempos. Es algo que existe en Polonia, en Hungría. Existe en los partidos de extrema derecha de Alemania y en la misma Francia. Para mí, ese es el mensaje. Hay que combatirlo con fuerza y hacer realidad la democracia en un momento en el que hay un llamamiento tan amplio al apoyo a los dictadores o demagogos y a líderes autoritarios. Es un nuevo fenómeno que se está produciendo. Normalmente pensamos que los autoritarios son opresores y que utilizan el terror. Así fue durante mucho tiempo. Pero los ejemplos de Polonia y Hungría demuestran que la gente vota por líderes autoritarios Piensan que la opción antidemocrática es la mejor. Es algo que debe combatirse de maneras diferentes.

—Usted dijo en una entrevista: “Francamente, nunca me he considerado ningún tipo de ‘ista’, aunque, por supuesto, he estado muy influenciado por los pensadores pragmáticos. Siempre me han interesado diversos pensadores tanto de la tradición angloamericana como de la continental. Como he escrito sobre los pragmáticos, así como sobre Wittgenstein, Arendt, Habermas, Heidegger, Gadamer, Derrida, Foucault (y muchos otros), algunos piensan que me he propuesto tender puentes entre las distintas tradiciones. Pero desde que era estudiante de posgrado he pensado que solo hay filosofía buena y mala (y hay mucha de ambas a ambos lados del Atlántico)”. ¿Qué es lo que define a la buena filosofía?

—El contexto invita a diversas reflexiones. No hubo muchos filósofos americanos que se hayan interesado seriamente por la filosofía latinoamericana o por la europea. Pienso en la cita que usted mencionó. Cuando fui estudiante de posgrado y podía estar tan apasionadamente interesado en Ludwig Josef Johann Wittgenstein como en Georg Wilhelm Friedrich Hegel, mucha gente no lo entendía. Uno de mis primeros libros fue La práctica en acción, en el que trataba el marxismo, el pragmatismo, la filosofía analítica y el existencialismo. E intenté tratarlos con empatía de diferentes maneras. Esto se consideraba algo completamente diferente de lo que hacían otros filósofos estadounidenses. Mi trabajo siguió en esa dirección. Muchos de los filósofos que usted menciona resultaron ser buenos amigos: Jürgen Habermas, Jacques Derrida o Hans-Georg Gadamer, por ejemplo. No solo compañeros intelectuales, sino que se convirtieron en amigos. Me gustaba hablar, discutir, debatir con ellos. Sobre la buena y mala filosofía, hay filósofos que realmente tienen perspicacia, son capaces de ver algo nuevo. Es una de las marcas de un gran filósofo, un buen filósofo: ver algo nuevo y articularlo. No tiene nada que ver con la tradición o la escuela de la que proceda. Hay otras personas que son solo imitadoras o escolásticas. Hay pensadores escolásticos, que copian lo que otros hacen. Eso pasa entre los anglosajones y los europeos. No me interesa lo que hacen. Me atrae la creatividad, la originalidad y la perspicacia. La gente de la que pueda aprender.

—Usted dijo: “He tenido la suerte de conversar con muchos amigos filósofos, como Hannah Arendt, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor, Richard Rorty, Jacques Derrida y Jürgen Habermas. Hemos tenido nuestros desacuerdos, pero las conversaciones han sido siempre civiles y fructíferas”. ¿Es igual la lectura norteamericana sobre la obra de Derrida y Habermas que la europea?

—Es muy oportuno e interesante el planteo. La gente se educa en Francia o Alemania, vería a alguien como Jacques Derrida de forma muy diferente a la mía. Pero lo que se ve en mi carrera filosófica, lo que busco, incluso con gente con la que no estoy de acuerdo, es cuál es un terreno común que compartimos. Fui elogiado por mi capacidad de entrar en otra posición filosófica con comprensión y empatía. Creo que eso ayudó a fomentar la amistad con los mencionados. Puedo usar esto solo para añadir algo a ello. Creo que llegué a la filosofía en un momento muy afortunado. Fue en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial. Una época de gran optimismo. Existía la certeza de que la filosofía hacía la diferencia. Parecía que los filósofos podíamos ayudar a cambiar el mundo para mejor. Había una apertura. La filosofía para mí era la vida de la mente. Y sé, porque eran buenos amigos, que así fue para todos nosotros. Así lo era también para Derrida. Por desgracia, creo que lo que ha sucedido en la vida académica es que se ha convertido en una profesión, y la idea de una visión a gran escala es algo que no siempre se fomenta. Una buena parte de la filosofía actual me parece absolutamente aburrida e irrelevante para lo que ocurre en el mundo, y ese no es el tipo de filosofía en el que creo. La tradición con la que me identifico, que se remonta hasta Sócrates. Soy lo suficientemente anticuado como para creer que la filosofía es una disciplina que te ayuda a enfrentarte a la pregunta: ¿cómo debemos vivir? Esa era la pregunta de Sócrates.

—En 2013 se hizo un homenaje, en Buenos Aires, a la trayectoria de Richard Rorty. ¿Cómo fue esa experiencia para usted?

—Richard Rorty era uno de mis amigos más antiguos y cercanos. Nos conocimos en la Universidad de Chicago. Yo tenía 17 años y él 18, y seguimos siendo muy amigos. No solo fuimos a la universidad, sino que también fuimos juntos a Yale, y cada uno de nosotros desarrolló su interés por la tradición pragmática con diferente énfasis. Hemos tenido muchas disputas y muchos desacuerdos, pero es un pensador que tuvo una influencia muy profunda en mí. Fue una figura muy controvertida y discutida, sobre todo en los años 70, 80 y 90. Lo que estoy viendo ahora es una especie de redescubrimiento. Hay antologías, nuevos escritos, que son mucho más respetuosos, matizados y agradecidos. Voy a escribir sobre esto. Existía el Rorty escandaloso, el chico malo de la filosofía, pero hay un Rorty mucho más profundo. Aunque no le gustaba hablar de ello, creo que era un pensador profundamente moral y humanista. Y creo que el espíritu de Rorty es algo que necesitamos mucho hoy en día.

—En “The Public and Its Problems”, Dewey dice que la investigación de las condiciones sociales y su divulgación es una condición para la creación de verdadera vida pública pero, “después de todo, esa investigación y sus resultados no son más que herramientas. Su realidad final se alcanza en las relaciones directas cara a cara. La lógica, en su verdadera realización, vuelve a adoptar el sentido primitivo de la palabra diálogo”. ¿Dónde termina la filosofía y cuándo empieza la acción política?

—Permítame abordar primero la primera parte de la pregunta. Hay que recordar que El público y sus problemas fue escrito en parte como respuesta a algunos de los escritos de Walter Lippman, que en cierto momento compartía una gran cantidad de experiencias con Dewey, pero cada vez estaba más desanimado con la “persona común” y su capacidad para entender la política. Sugería que el Partido Demócrata fuera dirigido por expertos, personas que entendieran los asuntos. Dewey reaccionó ante eso. Sostenía que la cura para la democracia es más democracia. Sí estaba de acuerdo en que había habido un eclipse de lo público. Fue un eclipse de los espacios donde la gente podía discutir con deliberación. Pero no quería una sociedad gobernada por expertos. Tenía una enorme fe en la gente común y creía que se podía educar a la gente y llevarla a un nivel en el que se convirtieran en ciudadanos informados. Es algo que comparto, al menos como objetivo. Pero llegamos a la política, que no es una cuestión de educación formal. Es una cuestión de sensibilidad. De cómo se trata a otro tipo de personas. Me parece que no se puede concebir una política solo leyendo filosofía. Los filósofos no están para decir qué hay que hacer. Pero la filosofía sí puede ayudarnos a entender lo que significa tener una vida política robusta en la que haya deliberación y discusión. Tiene un papel importante a la hora de subrayar y realzar la dignidad potencial de la política. El potencial de dignidad.

—¿Cuál es su vínculo personal con las ideas de John Rawls sobre el vínculo entre pensamiento y acción política?

—Es una pregunta muy complicada. Me resulta difícil de responderla. En algunos aspectos, soy un gran admirador de Rawls y en particular el último, el del liberalismo político. El propio Rawls no era lo suficientemente radical, y no apreciaba lo mucho que hay en la sociedad que está socavando la democracia, e incluso en su comprensión de la sabiduría pública. Así que creo eso. Y creo que está ocurriendo ahora que la gente está empezando a “radicalizar” sus ideas en el sentido de tomar lo que parece muy abstracto, muy general, muy a propósito para tratar de relacionarlo con la vida real.

Francis Fukuyama, también entrevistado en esta serie de reportajes, se considera deudor del pensamiento de Hegel. Concibe su “Fin de la historia” como una prolongación de las ideas de la dialéctica en el curso histórico. ¿Su interpretación política, ligada al neoliberalismo, fue una tergiversación?

—En primer lugar, quiero decir que yo también soy un pensador profundamente influenciado por Hegel. Pero la tesis sobre el fin de la historia estaba equivocada. Pensó que con la caída del comunismo, el liberalismo triunfaría en todo el mundo. Desde 1989 vimos que es algo falso. Soy muy escéptico con la gente que luego habla del fin de la historia o de la ideología, como hizo él. Desde entonces, él ha modificado su punto de vista, pero yo fui muy crítico cuando salió ese libro. Creo que no entendió la situación política en la que nos encontrábamos.

—John Dewey en “Democracia creativa: la tarea que tenemos pendiente”, escribió: “Las garantías meramente legales de las libertades civiles (de la libertad de creencias, de expresión y reunión) son un pobre aval si en la vida cotidiana la libertad de comunicación y el intercambio de ideas, hechos y experiencias se ven trabados por la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio”. ¿Qué pensaría Dewey sobre las redes sociales? ¿Cuál es su propia mirada sobre “la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio” en el periodismo de hoy?

—Ese libro, que Dewey escribió cuando tenía 80 años, es mi texto favorito entre los suyos. Ahí es donde plantea que la verdadera democracia es una forma de vida, que la verdadera democracia implica liberación, implica un tipo de discusión. Dewey escribió esto mucho antes de que existieran las redes sociales. Hoy sabemos que las redes sociales no son algo que deba ser alabado o condenado. Pueden convertirse en un vehículo para las cosas más horribles. Sabemos que el terrorismo y el odio pueden propagarse a través de las redes sociales. Sabemos que la gente puede ser básicamente perseguida y que hay acoso que tiene lugar en ellas. También, y no debemos olvidarlo, y esto fue parte de la visión de los primeros fundadores de internet, es un vehículo en el que muchas personas podrían ponerse en contacto y tener discusiones, y llegar a conocer a personas que nunca serían capaces de conocer físicamente. Así que tenemos que ver su ambigüedad. Creo que ahora estamos en un período en el que algunos de los beneficios de las redes sociales son cada vez más prominentes. No creo que haya una solución sencilla para este tipo de problema. Creo que tenemos que reconocer tanto los aspectos buenos como los malos de internet y de las redes sociales.

—¿Qué opina de la polarización en los medios de comunicación actuales, especialmente en la televisión, y cómo cree que afecta a la democracia y al debate público?

—Mi hija es periodista de investigación. Creo que hay un rol tremendamente importante para el buen periodismo hoy en día. Necesitamos que el periodismo saque a la luz algunas de las injusticias y los horrores que se producen. Pero también creo que las redes sociales han contribuido con demasiada frecuencia a la polarización que se está produciendo no solo en este país sino en todo el mundo, de modo que los medios de comunicación reflejan, por desgracia, los malos aspectos de la polarización que se ha producido. Déjeme hacer una analogía. En este país, uno de los períodos muy malos lo asociamos con Joe McCarthy. Acusaba a todo el mundo de ser comunista, todo el mundo era traidor. Y tenía un tremendo número de seguidores. Era un demagogo. Hubo un punto clave, donde se podría decir que la gente entró en razón y se dio cuenta de que este hombre era un demagogo y que mucho de lo que decía era falso, y toda la fascinación por él desapareció. De hecho, identifico ese período con el inicio del movimiento estudiantil, el movimiento por los derechos civiles. Mi esperanza es que, al pasar por esta polarización extrema, lleguemos a un nivel en el que la gente entre más en razón, en el que haya más posibilidades, no de gritarse, sino de hablar con los demás, de deliberar, de escuchar. El gran objetivo en la política es aprender a escuchar. Y muy poca gente aprende a escuchar. Escuchan lo que quieren, pero escuchar lo que alguien dice y es diferente a lo que tú crees requiere trabajo y corazón.

 

Producción: Pablo Helman y Natalia Gelfman.