POLITICA
OPININ

El año de la Iglesia

Impresiona confirmar que Bergoglio no pueda hablar de política en el Arzobispado de Buenos Aires sin tener encendido algún sonido de fondo. Puede ser una radio o directamente música, pero parece necesitar que algo retumbe detrás, que otra resonancia se confunda con las voces de los interlocutores y se cree un eco para que eventuales micrófonos hostiles no puedan dejar testimonio de lo conversado.

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Impresiona confirmar que Bergoglio no pueda hablar de política en el Arzobispado de Buenos Aires sin tener encendido algún sonido de fondo. Puede ser una radio o directamente música, pero parece necesitar que algo retumbe detrás, que otra resonancia se confunda con las voces de los interlocutores y se cree un eco para que eventuales micrófonos hostiles no puedan dejar testimonio de lo conversado. La escena impresiona más aún porque tras los ventanales está la Plaza de Mayo: el Arzobispado se encuentra en el edificio contiguo a la Catedral.

El suave tono de voz de Bergoglio no precisa de mucha reverberancia artificial para hacerse inaudible. Pero la situación no parece incomodarlo: en esas reuniones habla lo menos posible y se concentra en escuchar las respuestas del visitante a sus preguntas.
2006 fue un año difícil para él. Y para la Iglesia en su conjunto. Comenzó con la transición del papado de Juan Pablo II a Benedicto XVI en 2005. El propio Bergoglio había sido el cardenal más votado entre los 115 que participaron del Cónclave después del propio Joseph Ratzinger, y fue Bergoglio quien pidió a sus electores que votaran por Ratzinger en el siguiente conteo. Pero Benedicto XVI, en no pocos aspectos, resulta la contracara de Bergoglio y del propio Juan Pablo II. Esas diferencias se hicieron notar a lo largo de 2006, por ejemplo en su inoportuna controversia con la religión musulmana.

Pero los desafíos que el cardenal primado de la Argentina y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina tendría por delante en su país no le permitieron prestar mucha atención a Roma. La conflictiva relación de Kirchner con la Iglesia, el vacío que dejaba la oposición y el papel político que asumió el obispo Joaquín Piña (jesuita como Bergoglio) al oponerse a la reelección indefinida en Misiones, llenaron su agenda. Con la irrupción de este último, la Iglesia, tan desprestigiada por su triste rol durante la última dictadura militar, parecía reconciliarse con la sociedad civil, volver a sintonizar las frecuencias terrenales de sus fieles y recuperar un papel en la escena nacional.

Religión y política. El protagonismo del cristianismo en la política no es sólo un fenómeno local. Durante las últimas elecciones en los Estados Unidos, la cuestión de la fe fue el divisor de aguas entre conservadores y liberales. Allí, a la inversa que aquí, fue el estandarte del gobierno frente a la oposición. Pero en ambos casos estuvo omnipresente.

Elisa Carrió es la dirigente argentina que tiene más amalgamada su militancia política y religiosa. Su caso es aún más interesante porque Lilita siente que a veces Dios le habla directamente. Al revés de Bergoglio, la voz de Carrió es potente y clara, y no sólo no se preocupa de que eventuales micrófonos registren su parecer sino que ella misma los usa para enviar su mensaje a los cuatro vientos.
Aunque desde posiciones institucionales muy diferentes comparten la misma convicción en su fe. Pero a diferencia de Bergoglio, quien antes de ingresar al seminario se graduó como químico y es muy respetuoso de la medida, la exuberancia desbordante de Lilita la lleva a catequizar sin sutilezas. Cuento un ejemplo personal: cada vez que me ve trata de reconvertirme al catolicismo. “No puede ser que alguien como vos no sea creyente”, me dice.

Después de haber tomado la comunión como la gran mayoría de los chicos argentinos y a pesar de contar con un tío abuelo obispo en Italia, creí hacerme ateo a los 13 años cuando leí que el Santo Oficio torturó a Galileo Galilei por su célebre frase “Eppur si muove” al defender la posición de Copérnico de que la Tierra giraba en torno al Sol. A mis 20 años, ya en plena dictadura militar, a instancias de Alicia Moreau de Justo pasé de ateo a agnóstico. Con la sabiduría de sus por entonces 80 años, quien fue la primera mujer en recibirse de médica en Argentina, me dijo: “La conducción de la Iglesia es lamentable, pero hay muchos curitas buenos (sic) ayudando a las víctimas de la represión. Yo también por rebeldía fui atea de joven, pero con los años comprendí que era soberbia ser atea; ahora digo que soy agnóstica”.

En la Argentina hay una enorme oportunidad para recuperar ateos y agnósticos a algún tipo de fe. En pocos países cristianos la Iglesia fue tan desprestigiada por las acciones y omisiones de sus propios obispos y cardenales.

Hace unos años, la revista Liberale pidió a Umberto Eco y al arzobispo de Milán, Carlo Maria Martini, que compartieran con sus lectores un diálogo epistolar titulado En qué creen los que no creen. En una de esa cartas, Eco le preguntó al cardenal Martini: “¿Existe una noción de esperanza y de propia responsabilidad en relación al mañana que pueda ser común a creyentes y no creyentes?”. El cardenal le respondió: “ Existe un humus profundo del que creyentes y no creyentes, conscientes y responsables, se alimentan al mismo tiempo, sin ser capaces, tal vez, de darle el mismo nombre. Esto se hace especialmente visible en el caso de quienes se entregan de manera desinteresada y por su propio riesgo, en nombre de los más altos valores, sin compensación visible”.

“A menos que creas, no entenderás”, dice la Biblia. “No es lo mismo pensar una cosa que contar con ella”, decía Ortega y Gasset. Quien cree, abre un crédito, deposita una confianza, como hicieron los miles de ciudadanos que pudieron contar con el obispo Joaquín Piña, el personaje político de 2006